29 ago 2006

La joven del agua (M. Night Shyamalan, 2006)


Cuenta la leyenda que cuando J.D. Salinger publicó su primera novela -El guardián entre el centeno-, en 1951 se hartó de que cualquier entendidillo se dedicara a desgranar equivocadamente su metáfora de la corrupción de los poderosos y del poder redentor de los jóvenes. Múltiples visiones para una novela excelente e inabarcable –de lectura obligada en las escuelas norteamericanas hasta hace poco- sobre la que más de medio siglo después no se han terminado de despejar muchos interrogantes.

El escritor neoyorkino se vio sometido a un insoportable acoso mediático y decidió desaparecer de la escena pública al igual que el ajedrecista Bobby Fischer tras su victoria sobre el campeón ruso Spassky en 1972, o la también escritora Harper Lee después de ganar el Pulitzer con Matar a un ruiseñor.

Cuentan los mentideros, las biografías no autorizadas y alguna que otra película (Descubriendo a Forrester y Campo de sueños se inspiran en su figura) que Salinger se cansó tanto de que la prensa le acosase sin acertar a desentrañar las claves de su obra que lleva 50 años recluso en su casa hablando en un idioma inventado y escribiendo relatos que seguramente nunca verán la luz.

De manera parecida, otro genio, el realizador indio M. Night Shyamalan, ha sufrido la incomprensión y el desconcierto por parte de la crítica especializada desde que dirigiera El protegido, que, a la estela de su celebrada El sexto sentido, no tuvo la misma aceptación.

Él no calló. Señales, en menor medida, y después, la muy estimable El bosque supusieron un puñetazo en la mesa de un autor brillante que no termina de encontrar su público. Shyamalan no pretende moverse en las dependencias del terror, como algunos siguen pensando. Las campañas de merchandising que han querido vender cada una de sus obras como nuevas entregas de El sexto sentido han hecho un flaco favor a la concurrencia que, al no encontrarse con el factor sorpresa, se siente engañada.

La joven del agua es otra cosa. Es un cuento de los de antes, maravillosamente escrito y mejor filmado, que retrata la vida de un limpiador de piscinas (Paul Giamatti) que un día se encuentra a una narf –ninfa marina- a la que debe devolver a su mundo de origen reclutando a sus vecinos de manera que cada uno arrime el hombro como mejor sabe.

Es cierto que hay que hacer un gran ejercicio de condescendencia, ahora más, en esta sociedad cínica, para meterse en una trama diseñada para ser recitada por la abuelita antes de que nos durmamos, pero qué felices nos hacía, ¿no es cierto?

Una apología del compañerismo, de la esperanza, de la purificación y de la posibilidad un nuevo comienzo, como explícitamente declara Giamatti en uno de los pasajes. Ya no hay lugar a la interpretación errónea. Puede que sea una actitud hostil la que firma Shyamalan en esta escena y la que demuestra en su poco amable, aunque muy cómico, retrato del vecino-crítico de cine, pero no es más que un legítimo y desenfadado cachete a todos aquellos que le han puesto el sambenito de cruce fallido entre Spielberg y Hitchcock.

La joven del agua se mueve en una línea muy fina que separa lo sublime de lo ridículo –sin caer nunca en lo segundo-, a cambio de ofrecer al menos cuatro vértices narrativos de máxima intensidad.

Se puede acusar al producto, pues, de partir a veces de ciertas premisas dulzonas -no más edulcoradas que el material con que se tejen los sueños o las utopías-, para construir una fábula evangelizadora y ultraoptimista. Es difícil de sostener, lo sé, pero tampoco más que el discurso de Gandhi o el de Martin Luther King

Palabras mayores, a priori, para enmarcar la vida de un piscinero, pero, si dudan, acérquense a una butaca del Principal, dejen que la música de James Newton Howard les susurre al oído e hipnotícense con la fotografía de Christopher Doyle. Díganme luego, después de casi dos horas mágicas, si no dan ganas de ser mejor persona, de hacerse niño de nuevo y de limpiar la piscina para ver, si por casualidad, encontramos a una narf, o a cualquier otro, a quien ayudar.

21 ago 2006

Bandidas (Joachim Roenning y Espen Sandberg, 2006)


Cuando era apenas un imberbe bachiller admiraba mucho a Michael Jordan. Y no sólo por la plasticidad de sus lanzamientos y mates; creo que lo que más me fascinaba era que en toda la historia de la NBA nadie había metido tantos puntos por partido. Me parecía que su increíble capacidad anotadora hacía de él el mejor en su disciplina. Por eso no entendí que después de su segunda retirada, tras haber conseguido seis anillos de campeón del mundo, volviera de nuevo a las canchas de juego, con 38 años ya cumplidos, a un equipo de vocación perdedora como los Washington Wizards.

Lo que más me dolía de todo era que los 31,5 puntos de promedio que atesoraba podrían verse tan mermados que la media anotadora de Wilt Chamberlain pasara a ocupar el número uno del ranking. Yo jamás vi competir a Chamberlain y, aunque los vídeos que retratan sus proezas me han podido mostrar que era otro coloso fuera de serie, mi corazón de aficionado lo ocupaba Air Jordan.

El de North Carolina volvió y no triunfó, y además de eso a punto estuvo de perder su marca dejando su saldo total en 30,12 puntos por encuentro por los 30,06 de Chamberlain, pero al menos ahora le entiendo. Después de dar unos cortos y no muy brillantes pasos en el mundo de la canasta y, en otro orden de cosas, tras haber encauzado en cierto modo mi carrera profesional, me he dado cuenta de que nada importa aparte de cómo te sientas tú.

Si eres feliz en lo que haces, lo que opinan los demás apenas cuenta. Sólo el placer de acariciar el balón entre las yemas de tus dedos o de ver cómo brotan, alegres y espontáneos, los párrafos como churros al escribir artículos que sabes que nunca serán merecedores del Pulitzer, compensa una trayectoria no del todo inmaculada.

Por eso puedo entender a Penélope Cruz y a Salma Hayek, que con Bandidas han perpetrado un esperpento de proporciones isabelinas. Estoy casi convencido de que antes de rodarla, ambas sabían que iba a ser un fiasco. Eso, o estaban tan seguras de que su turbadora belleza latina haría pasar por alto un argumento que al guionista se le olvidó escribir. Puso frases unas detrás de otras, pero, desafortunadamente, todas juntas no significaban nada.

Os hablaré un poco de cómo se gestó esta historia de ladronas de bancos robinhoodianas en la frontera entre México y Estados Unidos: Sal recogió a Pe en el aeropuerto nada más desembarcar ésta en su aventura americana, le advirtió de los peligros de la fauna hollywoodiense para que no la fagocitara el sistema y la aleccionó para que, si era menester, pudiera conseguir un buen mozo. Pues a esto que Pe se hizo un hueco y no sólo se amancebó con el gallardo Cruise, sino que también tuvo sus coqueteos, o al menos eso dicen en el Tomate, con otras grandes estrellas como Nicolas Cage, Matt Damon o Matthew McConaughey. Pe considera desde entonces a la mexicana Hayek como su cicerone y por lo que dice, “su mejor amiga en el mundo entero”. De ahí que las dos JASP´s, afamadas, caprichosas y juguetonas, decidieran contratar a un publicista para que les buscara un guión a su medida y un director –que al final fueron dos-, sin personalidad, que lo perpetrara.

La hedonista y autocomplaciente propuesta, que pretende ser una apología contra el capitalismo feroz y una reivindicación de los pequeños terratenientes honrados –tanto más honrados cuanto más desaliñados y rodeados de moscas-, resulta ser una amalgama de géneros desangelada donde ni el humor, ni la intriga, ni la denuncia política son contundentes ni efectivas, siquiera como parodia.

Sólo las blancas sonrisas y largas melenas azabache de la pareja protagonista y la presencia del gran Sam Shepard ponen algo de luz en una película tan previsible como indigesta. La cosa no les ha salido, como a Jordan, y como a él no creo que una motita negra en su historial les haya pesado más que las risas, la adrenalina y el gusto por los focos.

16 ago 2006

Piratas del Caribe 2 (El cofre del hombre muerto) (Gore Verbinski, 2006)


Nadie habrá de extrañarse si en los próximos tiempos una de las imágenes más icónicas del cine de la primera década del todavía incipiente siglo XXI -a la altura de la espumosa falda de Marilyn; de Indy, valeroso, blandiendo su látigo o de los hinchados mofletes de Brando- resulta ser el capitán Jack Sparrow (Johnny Depp) corriendo con su peculiar estilo de comadreja, apoyándose sólo en las puntas de sus pies y agitando sus brazos arriba y abajo. Depp sostiene que caricaturiza a Keith Richards, yo opino que se parece más a Benny Hill.

Esta afirmación, hecha de manera nada peyorativa -desde la admiración que merece el camaleón más grande desde el primer Robert de Niro- tiene que ver, al menos tangencialmente, con lo que su personaje representa: el antihéroe cómico con reminiscencias del inspector Jacques Clouseau, del inmenso –como siempre- Bill Murray en El hombre que no sabía nada, del lacónico Mr. Bean o de Leslie Nielsen en cualquiera de sus gruesas comedias en las que salva al mundo como puede. Cobardes afortunados que hacen a la humanidad deudora de su infinita buena suerte. Bien es cierto que Sparrow no es tan inconsciente como los anteriormente citados y que suele buscarse las habichuelas, pero su fortuna a la hora de salvar el pellejo sólo resulta comparable a su egocentrismo, excesividad y egoísmo autoindulgente.

Si a uno de los personajes más celebrables, condecorables e hilarantes desde Peter Sellers le sumamos los ingredientes que hacían de La princesa prometida una de las historias más bellas jamás contadas –a saber: amor verdadero, intrigas, un malvado descorazonado, grandes monstruos y duelos a espada-, tenemos Piratas del Caribe. Esta es su secuela, un intento digno y requerido por la audiencia de exprimir la gallina de los huevos de oro. Mismos ingredientes y parecido resultado. No existe ya el factor sorpresa ni la caravana de emociones inesperadas de la primera parte, aunque sí un esforzado intento de consecución de rizo del rizo. Disney no ha escatimado en medios para mutar su sleeper de hace tres temporadas en la franquicia más lucrativa de la historia -pronóstico que por el momento lleva todas las de cumplirse- sin dar cuartel a batallas intergalácticas (con cuyo sexualmente confuso trío protagonista, R2D2 y C3PO encontramos aquí razonabilísimos parecidos), búsquedas de sortijas o matrices futuristas rodadas a ritmo de patada de grulla.

En esta ocasión el tono colorista de La maldición de la Perla Negra degenera en una atmósfera sempiternamente oscura y tramada de manera más confusa, aristada y preñada de cabos sueltos. Los cachorros de la manada, fascinados por la gama gestual de Depp, la gallardía del monorregistral Orlando Bloom y por la bella, acertada y ecléctica Keira Knightley se desconectarán de una narrativa vocacionalmente adulta, pensada para no aburrir a los mayores al modo de Pixar, pero nunca para caer en el aburrimiento, merced al poderío visual de las localizaciones, caracterizaciones de piratas mellados y tuertos y del más delirante duelo a espada que este cínico y uraño columnista recuerda.

Apelaciones al niño que todos llevamos dentro, las mismas que antes que Verbinski hicieron para la Disney Robert Stevenson (Los hijos del capitán Grant, Mary Poppins), Ken Hughes (Chitti Chitti Bang Bang) o Kenn Annakin (Los robinsones de los mares del sur). Como Los goonies. Como el otro Robert (Louis) Stevenson, con su Isla del tesoro, como Harry Potter y como William Goldman.

8 ago 2006

Poseidón (Wolfgang Petersen, 2006)


Parece que el rubicundo Wolfgang Petersen, en apariencia obsesionado con el agua salada, se dejó hace dos temporadas en la cartonlítica Troya las últimas gotas de su talento teutón. Sólo así se explica que un realizador capaz de conseguir para la Warner algunos de sus últimos y más interesantes blockbusters (La tormenta perfecta, Estallido, En la línea de fuego) haya perpetrado un desatino impropio de él, la innecesaria puesta al día de un clásico del cine de entretenimiento como La aventura del Poseidón (Ronald Neame, 1972).

La premisa de la nueva Poseidon es similar a la de su predecesora: Nochevieja en alta mar, los americanos celebran el fin de año con su aséptica cuenta atrás en vez de la más nutritiva y castiza, aunque arriesgada, ingesta de uvas y, de repente, la ola perfecta pone boca abajo al trasatlántico aniquilando a casi todo el pasaje.

A partir de ahí se desencadena una lucha por la supervivencia de la decena restante para llegar a la superficie, pero que sabe a pastiche, pues en nada se diferencia de cualquier otra cinta en la que los héroes protagonistas se deslizan por intrincado pasadizo, alcantarilla o tubería escapando de rata gigante, alien o estrafalario mutante.

Aquí el enemigo es inanimado: el inconcreto y maleable líquido elemento, que con su temible presión amenaza con aplastar a nuestros intrépidos y pijos nuevos amigos, quienes con sus casuales y oportunos conocimientos como bomberos y escapistas pretenden encontrar su chute de oxígeno cual chorrito de ballena que suspira por ascender hasta la atmósfera sin encontrar trabas a su paso.

A la cabeza de todos ellos se encuentra el apolíneo Josh Lucas (Stealth, Hulk, American Psycho) un bribonzuelo, de apariencia pícara y mordaz, entradas rubias razonablemente atractivas y sonrisa de vendedor de enciclopedias, que con su talante emprendedor y carisma personal es capaz de embaucar a la Comunidad del Desagüe para que sigan sus poco cualificados, pero certeros, pasos.

Un ex alcalde (Kurt Russell), un hombre de negocios azorado por un desengaño sentimental (Richard Dreyfuss) y una claustrofóbica inmigrante de buen corazón (Mia Maestro), son algunas de las otras estrellas de segunda fila (sí, ya sé que Russell y Dreyfuss no son segunda fila, pero han vivido tiempos mejores), que ha comandado Petersen para contar una historia plana como la suela de un zapato plano, en la que un par de esbozos de relatos románticos intentan ganarse la simpatía de la audiencia, aunque no lo suficiente como para que nos importe que se ahoguen todos en un momento dado.

Sin recurrir a las demagógicas El coloso en llamas, Terremoto o Titanic -no hace falta-, me quedo con Armaggedon, con El núcleo y hasta, perdón, con Independence Day, filmes con sentido del humor y que, maldita sea, duran las tres horas de rigor que toda película catastrófica que se precie tiene que durar. Tiempo para reír, llorar e incluso dormir fresquito, que es verano y en la calle hace calor.

No todo va a ser negativo y es que, mis muchachos, a falta de un buen libro hay que ir mucho al cine. Los fans de Black Eyed Pies disfrutarán de un par de bonitas y preapocalípticas romanzas entonadas por Stacy Ferguson y para todos los demás, atentos a Kevin Dillon, quien calca el glorioso papel de Johnny Drama que interpreta en Entourage (El séquito), la mejor serie desde Alias a la que, a partir de hoy, todos los que tengáis televisión digital debéis engancharos. Es mi consejo de hoy.