31 dic 2006

En busca de la felicidad (Gabriele Muccino, 2006)


Cuando Victor Fleming, Frank Capra o Robert Stevenson hacían sus comedias debía ser todo un gusto ir al cine en familia a conocer las historias de Dorothy, Juan Nadie, George Bailey o Mary Poppins. Estos personajes de ficción protagonizaban fábulas maravillosas y llenas de magia que hacían soñar tanto a niños como a adultos. "Películas de las de antes" las llamamos ahora. La segunda gran posguerra, concatenada con la Guerra Fría, ha hecho del mundo en que vivimos un ecosistema más maleado donde la fantasía blanca y bienintencionada se ha visto reemplazada por los videojuegos violentos y por el sangrante vocabulario y corrosión de South Park, por poner un ejemplo.

Sólo La princesa prometida, y Eduardo Manostijeras han conseguido en las últimas dos décadas alcanzar altas cotas de clasicismo romántico en las salas comerciales y, lejos de crear tendencia, han visto como sus compañeras espirituales, las animaciones de Disney, se han desinflado en favor de Pixar, de corte también infantil, pero ya no tanto. La era de la informática ha introducido el píxel no sólo ya en las consolas, que se cuentan por manadas en cada domicilio particular, sino en el celuloide más puro. Ahora la Cenicienta le ha pasado el relevo al coche femenino Sally Carrera de Cars y la Sirenita a la Elastigirl de Los Increíbles. Los tiempos cambian, pero los seres humanos y su antropología es más inmutable. Quiero pensar que en el corazón humano permanece un todavía un reducto, ávido de historias conmovedoras, que se deja embelesar por tramas de superación y optimismo, como es el caso de En busca de la felicidad. Con un presupuesto modesto, ya lleva facturados más de 150 millones de dólares en los Estados Unidos, lo que demuestra que Will Smith convierte en oro todo lo que toca, independientemente de películas de acción macarra o comedias aceleradas. Merced a su reducido presupuesto es una película pequeña, sin ínfulas.

Y como la mayoría de las fábulas clásicas, es un film con niño, hecho que condiciona completamente su vocación y alcance. Se circunscribe en un subgénero, al margen de su etiqueta absoluta, que ha visto florecer a pequeños genios como Tatum O´Neal, Anna Paquin, Kirsten Dunst o Abigail Breslin. Pequeños genios en películas adultas que, si bien no comparten temática con la obra presente, destacan por haber sabido desarrollar los caracteres de personajes de corta edad con unos mecanismos y maneras de actuar habitualmente ajenos al guionista adulto, lo que, de culminarse exitosamente, supone un valor añadido al montante final.

En clave melodramática, En busca de la felicidad bebe de La vida es bella en la medida en que habla de un padre y su hijo. El adulto intenta preservar a su vástago de los horrores de la vida, aunque esta vez no son los referidos a la guerra sino a la pobreza. 'El principe de Bel Air' interpreta a un personaje real, Chris Gardner, que ve cómo el negocio de venta de instrumental médico al que se dedica le lleva a la quiebra, lo que le incapacita para pagar el alquiler de su casa. Su mujer Linda (Thandie Newton), frustrada por tan adversa situación económica, le abandona pero no se lleva al hijo de ambos, pues Gardner apela al hecho de que no es él quien quiere desintegrar la célula familiar para retenerlo. No es un ejercicio de egoísmo el del protagonista, sino de responsabilidad.

Compuesto y con niño, un día vislumbra, entre venta y venta, una forma de prosperar gracias a un programa de meritoriaje impartido por una gran firma bursátil de Wall Street y acepta entrar en él a pesar de que, durante los seis meses que dura, no existe remuneración alguna. Además, existe el agravante de que de los veinte elegidos para realizar las prácticas, sólo uno puede quedarse. Lo fabuloso, lo realmente emocionante es que el hijo de Smith, en la ficción y en la realidad, no rechista ante la austeridad y rigidez de su progenitor, sino que parece uno de esos bebés buenos que nunca lloran a los que nuestros padres cambiarían por cualquiera de nosotros con los ojos cerrados.

En busca de la felicidad cuenta tras las cámaras con el italiano Gabriele Muccino, autor de El último beso, que fue un gran éxito en su país y aquí funcionó bastante bien en los circuitos de versión original. En aquella ocasión el director se fijó en las disfunciones relacionales consiguientes a la recurrente crisis de la treintena. En ésta, el tema son los más universales vínculos paternofiliales; y son tratados de una forma un tanto hiperbólica, porque la cantidad de malos ratos que tienen que pasar padre e hijo para sobrevivir derivados de sus acuciantes circunstancias son tan exagerados que abruman. Pudiendo haber optado por el victimismo fácil, Muccino dota a Smith, como Benigni a sí mismo, de una óptica optimista sin fisuras que cristaliza en una manera de actuar sencilla e íntegra. Es infinita la cantidad de sensaciones que causa la humildad, educación y rabia contenida con que el actor matiza al personaje.

La elección de Muccino no es gratuita, pues al margen de la mencionada El último beso -recién adaptada para el público americano por Tony Goldwyn y con el genial Zach Braff (Scrubs, Algo en común) a cargo del papel principal-, fue el artífice de otro gran taquillazo, Ricordati di me, divertida y doméstica comedia al servicio de Monica Bellucci. Tal fue el reconocimiento de ambas de fronteras de la bota hacia dentro que los ojeadores de Columbia no dudaron en brindarle la posibilidad de conquistar también el mercado norteamericano con el último vehículo para el lucimiento de Will Smith. Los ejecutivos de la major, que no son tontos, sabían que, de tener suerte, se garantizarían no sólo el favor de los estadounidenses, sino también el de los transalpinos. No se entienda esta estratagema comercial como algo peyorativo, porque realmente la actuación del rapero, actor y showman merece un gran aplauso. El tratamiento dramático, cercano al cine de autor europeo, nunca se fundamenta en el chiste fácil ni en la sensiblería de todo a cien que suele adornar a las grandes epopeyas cotidianas norteamericanas. Todo este envoltorio, concienzudamente estudiado, para hablar de coraje, de superación y de que con esfuerzo ninguna meta está demasiado alejada.

O sea, temas de los de siempre que se le dan muy bien a Ron Howard. Pero mientras el pupilo de George Lucas habla normalmente de iconos de la sociedad norteamericana que han alcanzado la cima -ya sea desarrollando grandes fórmulas macroeconómicas, convirtiéndose en campeones de los pesos pesados o surcando el espacio en busca de la cara oculta de la luna-, la historia de Gardner (que llegó a convertirse en un magnate en la década de los noventa gracias a su tesón y su fe en la escalada social si esta va precedida del trabajo duro), acaba en el punto donde comenzaba la de los grandes ídolos. Es paradójico que una de las personas que mejor han rodado el sueño norteamericano sea un italiano, aunque este hecho puede ser comprensible si tenemos en cuenta que desde nuestros ojos de observadores mitómanos seguimos viendo al engranaje estadounidense como una inmensa fábrica de algodón de azúcar.

No se puede pasar por alto, no obstante que hay ciertos tópicos que empañan la contundencia del discurso final de este cuento de hadas, y son las referidas al buen talante de los ricos brokers que trabajan codo con codo con Smith. En la época pre Reagan, cuando la segregación racial era un fenómeno todavía más pronunciado que en la actualidad, casi todos aquellos con quienes se relaciona este dignísimo indigente le tratan como a un igual, lo cual rechina con las tesis de cineastas como Spike Lee o John Singleton, entre otros.

Bordeando la ñoñería, pero sin llegar a empaparse de ella, se obtiene finalmente un más que correcto drama con algún que otro momento bastante conmovedor, como el que protagoniza la pareja protagonista cuando ha de dormir en una parada de metro y están a punto de ser desenmascarados por un operario de la limpieza. No hay trampa ni cartón al contrario que en el cine de Lars Von Trier, glorioso manipulador de sensaciones humanas. El sentimiento de orfandad causado por la desesperación que da el no tener nada es un sentimiento universal fácilmente asimilable.

De la película merece la pena quedarse, aparte de con la excelente interpretación de Will Smith, merecidamente nominado al Oscar, con su hijo Jaden, un robaplanos maravilloso que por momentos se convierte en el verdadero capo de la situación.

En busca de la felicidad es, por tanto, un cuento de los buenos, oportunamente navideño, sin estar enmarcado en las comerciales fechas, y enternecedor hasta para aquellos que tienen una patata en lugar de corazón.

27 dic 2006

TV: Anatomía de Grey


La voz en off de Meredith nos indica al principio y al final de cada capítulo de Anatomía de Grey (emitida en USA por ABC y en España por Cuatro) que el crecimiento como persona y como cirujana corren totalmente parejos. Ella es la protagonista cuyo apellido da nombre a una serie ideada por la guionista Shonda Rhimes, cuyo currículo se limitaba hasta la fecha a la escritura de los libretos de Crossroads (Tamra Davis, 2002), a mayor gloria de la joven diva Britney Spears, de Princesa por sorpresa 2 (Garry Marshall, 2004) y de Introducing Dorothy Dandridge (Martha Coolidge, 1999), telefilme que hizo ganar a Halle Berry el Emmy y el Globo a la Mejor Actriz. Retratos femeninos todos ellos, más o menos ñoños en los que ya se advertían algunas de las claves de la serie que ha puesto a Rhimes en la esfera de los grandes cabezas pensantes de la industria televisiva norteamericana.

Meredith (Ellen Pompeo) podría ser abogada, arquitecta o dependienta de unos grandes almacenes, pero es estudiante de cirugía y ese hecho condiciona el que se haya creado un hospital, el Seattle Grace, alrededor suyo, porque, hasta que alguien demuestre lo contrario, los centros sanitarios son el telón de fondo más cinematográfico y dramático en que apoyar una ficción televisiva.

Los compañeros de fatigas de Grey son Christina, George, Izzy, Alex, Miranda, Derek, Richard y Preston, quienes forman una familia generalmente mal avenida pero siempre absolutamente endogámica. Excepto Miranda (Chandra Wilson, interna) y Richard (James Pickens Jr., jefe del hospital), todos buscan pareja de puertas adentro del Seattle Grace, porque la vida de un residente no existe fuera de su lugar de trabajo. Sólo el pequeño pub de Joe, uno al modo de Cheers aledaño al hospital donde germinan la mayoría de relaciones, es una suerte de válvula de escape que sirve para acabar con los traumas derivados de la truculenta vida laboral de todos ellos.

La primera temporada tuvo una excepcional acogida pese a sus escasos ocho capítulos y a un reparto que sólo contaba con un protagonista reconocible, Patrick Dempsey, (feísimo protagonista de series Z en los 80 reconvertido en sex symbol mediático presente en los salvapantallas de las oficinistas de medio mundo). En su segundo curso, ocurrió un fenómeno poco habitual con Anatomía de Grey, y es que la calidad de sus contenidos se incrementó con el paso de los capítulos cuando la mayoría de productos de sus características tienen su punto fuerte en el factor sorpresa.

La maraña de relaciones imposibles que sustentan a sus personajes ha sido enriquecida y suministrada con buen pulso por Rhimes hasta crear en el espectador una intriga que ha llevado a que los guiones se rueden de manera desordenada y sin que los actores conozcan la totalidad de sus textos hasta el último momento. De esa manera se busca el que no se filtre ni el más mínimo detalle de una acción que queda en suspenso en cada capítulo, unas veces plácida y otras tortuosamente, pero siempre creando un síndrome de abstinencia en el espectador, para el que es una buena opción devorarla en DVD.

Buscando un target similar al de Sexo en Nueva York o Mujeres desesperadas, aunque con una visión de las relaciones de pareja un tanto menos frívola, Anatomía de Grey interesa según las encuestas realizadas a una audiencia mayoritariamente femenina (67 por ciento). La explicación de este arrollador dato puede partir de que la vulnerabilidad de todos sus personajes (excepto los de Preston Burke (Isaiah Washington, Ejecución inminente) y de Christina Yang (Sandra Oh, Entre copas), emocionalmente disfuncionales), prime sobre cualquier otro sentimiento, situación que queda perfectamente patente en el hecho de que Meredith lleve una doble vida, interna de día y babysitter de su madre, otrora magnífica cirujana en el mismo hospital que ella, de noche.

Las cirugías son un sitio donde se aprende a vivir, no donde curtir héroes, podría ser la declaración de principios que aleja a Grey de Urgencias, su espejo natural. La acción de la serie de la ABC no está en el campo de batalla sino en la vida. Una vida que para Rhimes se antoja complicada, pues sus personajes cobran más protagonismo cuanto más enrevesado es el conflicto marital que sostienen en cada momento. La infelicidad vende, por lo tanto, en el meritorio su equilibrio de tramas, cuando una célula amorosa funciona, pasa inevitablemente a un segundo plano.

No se puede olvidar hacer mención a una banda sonora superventas que acompaña a cada capítulo con un enfático aunque efectivo uso al modo de Cameron Crowe. La música de Snow Patrol, The Chalets o Psapp se pone al servicio del drama, aunque a veces también ocurre al revés.

Para tener una idea precisa de lo que significa Anatomía de Grey allende el Atlántico, es ilustrativo conocer que el episodio emitido el pasado 6 de febrero de 2006 alcanzó un máximo histórico al atraer a 37,9 millones de espectadores (la media habitual es cercana a los 24 millones), situándose como la emisión más vista de una serie desde el final de Friends en mayo de 2004, lo que enmarca a este producto en un puesto privilegiado de la audiencia sin nadie capaz de plantarle cara. De hecho, tal es su popularidad que hasta el mordaz House, bandera de la cadena rival Fox, hace una alusión a esta serie en uno de los primeros capítulos de su tercera temporada.

17 dic 2006

El ilusionista (Neil Burger, 2006)


Según el Diccionario de la R.A.E., "ilusionismo" significa arte de producir fenómenos que parecen contradecir los hechos naturales. También según el mismo diccionario, "magia" no es otra cosa que la ciencia oculta con que se pretende producir, valiéndose de ciertos actos o palabras, o con la intervención de seres imaginables, resultados contrarios a las leyes naturales. De este modo queda patente que la magia es algo real, aunque ilógico, y el ilusionismo un artificio falso que pretende hacer constar que las cosas no siempre son lo que parecen.

No es casualidad que el título de esta película, centrada en el personaje de Eisenheim, una suerte de Houidini ubicado temporalmente en la Viena del siglo XIX, se refiera al hecho de producir esta serie de fenómenos fingidos, porque el juego de las apariencias ocupa un lugar preponderante en esta maravillosa fábula deudora del mejor cine de entretenimiento. El mismo cine que se proyectaba en las salas cuando éstas eran todavía un templo al que acudir para ser partícipe de historias fascinantes y así sentir lo mismo que aquellos niños que, en posición de decúbito supino, esperan ansiosos el nuevo capítulo del cuento con el que la abuela de buen corazón les obsequia puntualmente.

La trama parte con un ojo puesto en los shakespearianos Romeo y Julieta y muestra en sus primeros compases a una pareja de infantes que desafía los convencionalismos de la época para enamorarse obviando su desigual situación socio económica.

Pasan los años y el niño que no pudo evitar que los padres de ella, de profesión marqueses, les separaran vuelve a su ciudad natal después de un largo periplo por Europa del Este donde ha aprendido un sinfín de trucos que le llevarán a llenar el teatro local día tras día. Con una performance que reconstruye la lógica más racional se mete poco a poco a todo el mundo en el bolsillo. A todos excepto al aspirante al trono que, celoso de su repercusión social y de la circunstancia de que su prometida parece sentir cierto tilín por nuestro misterioso protagonista, intenta acabar con él. Así se desencadena una nueva historia de amor aderezada con celos, odios irreconciliables y un par de batallas de ingenio.

El reparto de esta agradable película, encabezado por Edward Norton (El club de la lucha), Jessica Biel (Las reglas del juego), Paul Giamatti (La joven del agua) y Rufus Sewell (Vacaciones), desprende carisma y talento. No es extraño, pues Norton, que desde el inicio de su carrera rara vez ha elegido un papel no destinado a conformar una filmografía llamada a perdurar, parece convertir en oro todo lo que toca. Da igual que sea una de vaqueros o una de Magia Potagia de principios de siglo pasado. El sólo hecho de observar cómo, con su economía de gestos, es capaz de elaborar un personaje tan oscuro como turbador le aleja de histriones como Sean Penn o Al Pacino.

El precioso dilema que plantea El ilusionista, cuyo único error de peso achacable es que tiene un final que ya hemos visto varias veces antes, es si el personaje de Eisenheim es en realidad un mago o un ilusionista. ¿Lo primero?, ¿lo segundo?, ¿ambos?

7 dic 2006

Borat (Larry David, 2006)


No me gustaría toparme por la calle con Borat Sagdiyev. Quizá me insultaría, me amordazaría y me dejaría tirado en una gasolinera de carretera; y no por maldad, sino por absoluta inconsciencia e ignorancia. Borat, autoproclamado segundo periodista más famoso de su país y álter ego del actor británico Sacha Baron Cohen es una suerte de Mr. Bean casposo, machista, ignorante y grotesco. Podría definirse como la némesis de Rowan Atkinson si no fuera porque el otro patán británico más famoso del planeta tampoco es un dechado de virtudes, que se diga.

Baron Cohen, que ya nos sorprendió hace unos años con su interpretación del rapero Ali G, quien llegó a nuestros cines despojado de su esencia debido a un doblaje cañí cortesía de Gomaespuma, construye a su nuevo personaje partiendo de un esquema similar: un tipo con un alto concepto de sí mismo pero profundamente sobrepasado por las circunstancias que le rodean. En Ali G anda suelto, la trama giraba alrededor de un paria drogadicto que se creía negro y que a golpe de buena suerte se colaba en la ONU para acabar solucionando todos los problemas diplomáticos del mundo conocido utilizando la marihuana como catalizador hacia el buen rollito.

En esta ocasión, Borat trabaja para Kazajhstani TV y es enviado por su cadena a los Estados Unidos para grabar y aprender sobre su sistema político y su cultura. Este es el preámbulo de una crítica desaforada de los valores más arraigados de la sociedad estadounidense en la que, desde el punto de vista del observador externo, Baron se escuda en problemas idiomáticos y adaptativos para no dejar títere con cabeza. No se casa con nadie y su incorrección política llega a tales cotas que alcanza el grado del surrealismo.

En la era del humor posmoderno en la que primero Los Simpsons, posteriormente South Park y en la actualidad House están sentando las bases que hay que saltarse si uno quiere ser graciosamente incorrecto en términos políticos, Borat se revela como un exponente aventajado cogiendo un poco de aquí y un poco de allá. Con una pizca de Tonino (Caiga quien caiga) por aquí y un pedacito de Jackass por allá, se destapa en su viaje catártico por la América profunda con preguntas como "¿Creen que las mujeres poseen un cerebro más pequeño que el de los hombres?" cuando tiene por contertulias a una agrupación de feministas. Reinterpretar el himno estadounidense con una letra inventada que ensalza a Kazajstán por encima del resto de naciones en un rodeo dentro de la republicanísima Texas es otra de las experiencias kamikazes que lleva a cabo este antropólogo del absurdo.

El estilo de falso documental utilizado no atiende a ningún capricho arbitrario sino que pone el dedo en la llaga a la hora de retratar a los norteamericanos como monos de feria al más puro estilo National Geographic.

No obstante, no son los sobrinos del tío Sam los únicos damnificados en este film rodado con 18.000 euros que ha sido capaz de aguantar durante dos semanas a la cabeza del box office estadounidense (honor que no ha podido compartir la última aventura de James Bond, sin ir más lejos). Judíos (y Baron lo es), prostitutas y uzbecos se llevan lo suyo en una película que ha sido denunciada por rusos, alemanes y un sin fin de asociaciones en contra de la instigación racial. Lástima que no vean la gracia a una de las comedias más hilarantes de los últimos años, y es que, si no podemos empezar por reírnos de nosotros mismos, nunca podremos vivir en paz con el vecino. Que se lo digan a Ali G.

2 dic 2006

Babel (Alejandro González Iñárritu, 2006)


Cuando todo el mundo daba por hecho que Volver de Pedro Almodóvar se llevaría el premio gordo en la pasada edición del festival de Cannes para así empezar una gloriosa gira de éxitos, las previsiones de la crítica de nuestro país se volvieron pesimistas. La culpa fue de este drama extremo multicultural, Babel. Si la fábula de Almodóvar fue acogida como una bella historia sobre las mujeres, la vida y la muerte en la Castilla profunda, localista en extremo pues, la propuesta Alejandro González-Iñárritu no podía ser más distinta en cuanto a enjundia. Para empezar, habla sobre la conexión que une a todos los habitantes de este planeta, al modo de la serie Heroes (qué golosa para los guionistas la idea de que todos los humanos seamos partículas que nos necesitamos los unos a los otros para conformar ese gran átomo que es La Tierra), lo que convierte su campo de juego en uno de muchas más yardas que el de ¡Pedrooooooo! Finalmente, para quien no sepa el desenlace de su competencia en Cannes, decir que ninguna de las dos se llevó el gato al agua en la categoría de mejor película pero se consolaron con una suculenta pedrea.

Brad Pitt y Cate Blanchett son un matrimonio en horas bajas debido a la pérdida de uno de sus hijos, de modo que viajan hasta Marruecos para echar pelillos a la mar. Allí se encuentran con una pesadilla en forma de bala disparada por la escopeta de un pastor de la zona a quien se la obsequió un empresario japonés, también turista en África tiempo atrás.

Si al hecho de que mientras la glamourosa, aunque menos que nunca, pareja hollywoodiense se recupera de las consecuencias del accidente, los dos hijos restantes de ambos atraviesan la frontera mexicana instados por su babysitter ilegal y que han de volver a casa de madrugada en el coche de un joven borracho, la acción afecta a cuatro continentes.

Babel, una película en la que la barrera idiomática es el santo y seña, habla de la incomunicación, pero no sólo fundada en el lenguaje, sino también en los bloqueos emocionales que hacen que por más que gritemos no se nos oiga nada. Así pues, apoyado nuevamente en un guión de Guillermo Arriaga y en la música incidental del oscarizado por Brokeback Mountain Gustavo Santaolalla, González Iñárritu consigue una buena cantidad de vértices dramáticos que estremecen por su verosimilitud interpretativa (el Oscar para Brad Pitt al mejor actor secundario está cantado) y por la orfandad con que los seres humanos que marionetiza se enfrentan al dolor. Frente a este sufrimiento, la solución del director mexicano no pasa por el estoicismo sino por la lucha diligente, por el coraje y por el derribar barreras artificiales que convierten la difícil aventura que es la vida en algo aún más complicado.

Aquel espectador que, perplejo en la taquilla de una multisala, no sepa qué elegir para degustar la mayor cantidad posible de sabores cinematográficos, que se decida por Babel, donde al realizador mexicano le ha salido una amalgama donde convergen una peli de Brad Pitt, una de Michael Winterbottom en su faceta más afgana, y una dosis de Wong Kar Wai.

El resultado es de una factura irreprochable, pero condensa una intensidad dramática tan apabullante que resulta agotadora de ver. Siguiendo la máxima de Billy Wilder, que filmaba comedias cuando estaba triste y dramas cuando se sentía feliz, Iñárritu, que se muestra en esta ocasión igual de pesimista y decadente que en Amores perros y 21 gramos, debe ser el ser humano más alegre y lozano de este mundo.