29 ene 2007

Más extraño que la ficción (Marc Forster, 2006)


Harold Crick (Will Ferrell, Pasado de vueltas) es un agente de Hacienda que un buen día empieza a oír la voz que narra su vida. En realidad no es un buen día para él porque la voz le atormenta. Es la narradora del libro que Harold inconscientemente protagoniza y que no es otro que el de la historia de su existencia. Harold no es ficción, es un ser de carne y hueso. Tan rígido y metódico como un robot, pero siente y padece.

Imagínense qué chasco comprobar que la vida de uno está en manos del narrador omnisciente que dicta su destino. La tragedia adquiere proporciones épicas cuando Harold escucha de labios de su comentarista particular (una escritora a la que interpreta la siempre enternecedora Emma Thompson) que debe morir. A partir de ahí se desencadena una carrera contrarreloj para averiguar si la novelista, tal vez, convive en la misma dimensión que nuestro protagonista y, en caso afirmativo, persuadirla de que no se puede jugar así con la gente buena que tiene sentimientos y que sólo aspira a llevar una vida honrada sin molestar a los demás.

Legítimas y nada descabelladas demandas las de Harold, que se valdrá de un profesor universitario de literatura (Dustin Hoffman, Los padres de él) para ayudarle a acotar los parámetros de su búsqueda. Mientras todo esto pasa, Harold auditará a una pastelera pro-anarquista que le revelará que en la vida no todo es papeleo, dando lugar a una ironía poética: cuando más valoras todo lo que tienes es cuando más cerca estás de perderlo.

Me disculpo si he sido demasiado exhaustivo en la sinopsis de la película, pero su esqueleto narrativo es tan rico e inusual que puede que muchos de ustedes se sientan inclinados a ir a verla sin necesidad de que entre en juicios de valor con los que a toro pasado pueden estar más o menos de acuerdo. Una cosa sí les digo, este guión de Zach Helm es el más marciano escrito en años, hermanándose por derecho propio con la hasta ahora soberbia cosecha del oscarizado Charlie Kaufman (Cómo ser John Malkovich, El ladrón de orquídeas, ¡Olvídate de mí!). Resulta extraño (y esperanzador) que fuera del triángulo Kaufman-Spike Jonze-Michel Gondry se pueda gestar dentro del circuito in-Hollywood una bendita mamarrachada tan descabezadamente bien escrita.

El director de Más extraño que la ficción es el ecléctico Marc Forster, que se reveló en 2001 con el intenso drama Monster´s ball para tres años después rodar la hiperglucémica aunque muy valorada Descubriendo nunca jamás. Su última obra es otra cosa: un experimento metaliterario cinematografiado con mucho estilo y sentido del humor que se beneficia del estado de gracia en el que últimamente se desenvuelve su cuarteto protagonista. Todos rayan a gran altura en una historia en la que el muy comedido Ferrell, generoso en su aportación, pone bolas blandas a Hoffman, Gylenhaal (¿por qué todavía no es una estrella?) y Thompson para que bateen y las saquen fuera de la pantalla en cada episódica escena que los involucra dos a dos. Con un libreto privilegiado en la mayor parte de la narración (pequeño parón intermedio que hace que el metraje torne en levemente excesivo pero muy estimulantes introducción y desenlace), una dirección solvente y una puesta en escena meticulosa, tenemos una de las comedias más conmovedoras (la voz en off de Thompson es tramposa pero efectiva) de la cosecha de 2006. Una de esas rarezas pequeñas y estupendas destinadas a ocupar los rincones más escondidos de estanterías más recónditas de los videoclubs.

26 ene 2007

TV: Me llamo Earl


"En algunas religiones de la India, energía derivada de los actos que condiciona cada una de las sucesivas reencarnaciones, hasta que se alcanza la perfección". Esa es la definición que da el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española del "karma", la rueda de molino que propulsa la trama de Me llamo Earl, una comedia de situación protagonizada por Jason Lee y estrenada en septiembre de 2005 por la ABC norteamericana.

Earl Hickey es un loser sin oficio ni beneficio, delincuente soft habitual y borrachín que un buen día gana 100.000 dólares con el “rasca y gana” de la lotería pero que inmediatamente es atropellado por un coche, perdiéndose el documento acreditativo de su premio en el éter. Postrado en la cama del hospital en el que se recupera cae en la cuenta de que el bien y el mal se reparten en el mundo de manera equilibrada y que si a cada mala acción corresponde un castigo, a la inversa debe ocurrir lo contrario. Por ello, y ayudado por su torpe hermano Randy (Ethan Suplee), decide pasarse al bando de los decentes, para lo que se valdrá de una lista de más de 200 cosas negativas que ha hecho a lo largo de su vida a las que intentará dar la vuelta.

El piloto de la serie termina cuando lleva a cabo con éxito su primera buena obra, lo que place al karma hasta el punto de que el mismo aire que se llevó su papeleta ganadora se la devuelve caprichosamente. De este modo, seguirá en el paro pero con un buen pellizco que le permitirá dedicarse a tiempo completo a convertirse en una fuerza positiva en el universo.

Hasta este punto de delirio llega el primer capítulo que sienta las bases de una serie de vocación casi infinita si tenemos en cuenta que en cada emisión de veinte minutos rara vez se solventa más de un objetivo y que cada nuevo desliz ha de ser apuntado y resuelto en la hojita de deberes del protagonista.

El humor cáustico, basado en lo surrealista de la propuesta, aderezado con la simpleza de pensamiento tanto de Earl como de su hermano (Randy bordea el límite de la estulticia, hecho paradójico en cuanto a que observamos a un hombretón de más de 110 kilos entrado en la treintena que se comporte como un niño), y con la caracterización como verdaderos paletos de ambos, da lugar a una sitcom nada tradicional que quiere conformar una caricatura del prototípico pueblo de la Norteamerica más profunda desde los ojos del paria. Algo así como unos Simpsons de carne y hueso.

Esta serie, creada por Greg Garcia (productor asociado en varios capítulos de Padre de familia), encierra otro paralelismo con la producción animada de Groening: el entorno. El pueblo anónimo en el que vive Earl cuenta con un estrafalario grupo de vecinos representativos de todas las idiosincrasias posibles que entran y salen de la serie según lo requiera el argumento. Earl, su ex mujer Joy (Jaime Pressly), el nuevo marido de ésta (Darnell: Eddie Steeples), Randy y Catalina (Nadine Velazquez), una inmigrante ilegal que trabaja como limpiadora en el motel donde residen los dos hermanos, son los fijos en un ecosistema que también cuenta con el loco, el gay o el convicto habitual a los que se echa mano en la medida en que sean útiles para satisfacer las demandas de la lista. Todos ellos diseñados de manera sarcástica pero amable, en el otro extremo de, por ejemplo, South Park.

Nada de esto sería posible sin la figura de Jason Lee, portentoso humorista gestual y estrella absoluta de la función, que con una voz en off nada molesta nos pone cada vez en antecedentes de las maldades que cometió en sus años de mocedad. Un actor descubierto y multiutilizado por el independiente Kevin Smith y consolidado por el más serio Lawrence Kasdan. Intérprete de calidad que lo mismo vale para el galán de perfil medio que para el payaso de la clase pasando desde hace año y medio por el pillo reconvertido en hombre de provecho, su mejor papel hasta la fecha. Dos nominaciones a los Emmy, 12 millones de espectadores semanales en Estados Unidos y una gran acogida en La Sexta española lo avalan.

21 ene 2007

Rocky Balboa (Sylvester Stallone, 2006)


Stallone sabe que, como quien se encuentra mayor y enfermo, debe, responsablemente redactar su testamento, concretar su legado. Han pasado diez años desde que la crítica alabara el giro de timón de su carrera interpretativa en Cop Land (James Mangold, 1997), pero los resultados nunca se vieron refrendados después. Películas destinadas a estrenarse directamente en videoclub son la tónica de proyectos en los que desde un tiempo a esta parte se viene embarcando el otrora glorioso Rambo.

El actor del gesto torcido, que también tiene en cartera el broche final de la saga del boina verde más recordado por todos, ha querido que su último canto de cisne cinematográfico fuera responsabilidad solamente suya y se ha resistido a delegar en ningún joven y modernillo realizador la claqueta del film. Con estos mimbres, Rocky Balboa resulta un proyecto tremendamente personal, controlado hasta el último detalle por el fornido italoamericano, que, recién cumplidos los 60, sigue propinando tollinas como cuando era un treintañero.

Rocky Balboa no es una película lastimosa ni da vergüenza ajena. Es el digno ejercicio de redención de un maltratado personaje al que las repetidas secuelas habían convertido en un héroe de segunda. En palabras de Stallone, la quinta parte, rodada hace 15 años, fue la más olvidable de la saga, a pesar de que fue la única junto a la primera (Oscar a la Mejor Película de 1977) dirigida por John G. Avildsen. Por ello, él, decidió correr con toda la responsabilidad, hecho que podía reportarle toda la gloria o todo el fango. A tenor de los resultados obtenidos en Estados Unidos, la gente estaba sedienta de Rocky, pues con una producción modesta de 24 millones de dólares (poca cosa en comparación con los grandes blockbusters actuales), ha recogido más del triple en las taquillas por el momento.

Las razones del éxito atienden fundamentalmente a que el discurso empleado no es totalmente descabellado y, pese a que confronta a la vieja gloria con el vigente campeón de los pesos pesados, el papel de Balboa no es el del fénix que renace de sus cenizas, sino el del siempre agradecido antihéroe que vuelve al ruedo para acabar con los fantasmas que le hacen vivir en el pasado.

Huyendo de la autocompasión, sin embargo, Stallone no evita totalmente la autoparodia porque es consciente de que un sexagenario calzando guantes es como mínimo esperpéntico, pero rodea el ridículo mostrando la vulnerabilidad de alguien que lo fue todo y que, consciente de que los buenos tiempos pasaron, quiere conseguir su última píldora de felicidad, su merecido tributo.

Lo único realmente cargante de la propuesta es mostrar a Rocky como a un santón que vive por encima del bien y del mal y que, con el paso de los años, ha adquirido una sabiduría de andar por casa que le convierte en poco menos que un maestro zen, lo que no es óbice para que en los pasajes donde Stallone pretende adornar sus diálogos con haikus se consigan los vértices dramáticos más logrados del metraje.

La escena del combate final tampoco tiene desperdicio y nos remite a la del Rocky del 76, el más mítico boxeador de ficción de cuantos, alguna vez, pisaron el ring.

15 ene 2007

Vacaciones (Nancy Meyers, 2006)


En las Navidades de 2003 Richard Curtis nos regaló Love actually, una de las más positivistas y reconfortantes comedias románticas de las últimas temporadas. Su optimismo desbordante, casi ridículamente exagerado, sólo se podía entender como un intento de llevar al extremo un caudal de felicidad tan excesivo que consiguiera un efecto paradójico. Algo así como cuando tenemos tanto frío que nos quemamos. De ese modo la propuesta se normaliza y se obtiene un producto correcto y efectivo del que nadie se avergüenza después de su visionado.

En el mismo terreno se mueve el último vehículo de lucimiento de Cameron Diaz, una comedia pastelosamente festiva que viene a demostrar una vez más que tras unos primeros pasos como maniquí exuberante en La máscara, la rubia actriz confirma lo que ya demostró en La cosa más dulce y En sus zapatos, que el trono abandonado voluntariamente por Julia Roberts e involuntariamente por Meg Ryan como reinas de la comedia norteamericana tiene una digna sucesora.

La productora de spots cinematográficos a la que da vida en Vacaciones, despechada tras un fracaso amoroso con el cada vez más serio Edward Burns decide refugiarse en un pueblo de la campiña británica mediante un intercambio de residencia, y de modo de vida, con la también sentimentalmente maltratada Kate Winslet.

Con un planteamiento cercano a Tú a Boston y yo a California (David Swift, 1961), la yanqui y la británica se muestran perplejas frente a la circunstancia de cómo un modo de vida antagónico al que habían llevado hasta la fecha es el que más les satisface, forzada y maniquea tesis fácilmente transigible si atendemos al hecho de que la falta de pretensiones de la película la exonera de cualquier responsabilidad moralizante.

Aparte de la silvestre y ya mencionada Winslet, figuran en el reparto el galán Jude Law (Alfie), que da su mejor perfil en este tipo de roles, y el payaso domesticado Jack Black (Alta fidelidad) como consortes respectivos de la bella y la no tan bella.

A la hora de encontrar marcas de la casa, cabe quedarse con el ritmo pausado que imprime la directora Nancy Meyers (Cuando menos te lo esperas) al valerse de unos diálogos oxigenados donde los personajes cuentan con tiempo y espacio crear un humor situacional alejado del chiste fácil y trepidante al modo de la comedia modernilla deudora de la estela de la televisiva Friends. Ello repercute en una duración total de casi dos horas y veinte minutos, metraje extenso para lo que estamos acostumbrados en el género en la actualidad, pero que no se hace largo en ningún momento si conseguimos conectar, alejados de prejuicios, con su edulcorado cuarteto protagonista.

De querer ser picajosos con lo que de rebote le ha salido a Meyers, se puede achacar a Vacaciones el caer en el fácil tópico de que la felicidad se encuentra siempre como compensación a una larga serie de catastróficas desdichas, como si en el cosmos presidiera una suerte de justicia poética. Además los feos son más profundos, más sinceros y más decentes que los guapos. No os preocupéis los que como Diaz o Law hayáis sido privilegiados con un cuerpo de perfectas proporciones, porque si sois capaces de leer los suficientes libros y daros cuenta de que la humildad redime, lo más seguro es que os encontréis con el amor de vuestra vida mañana por la mañana cuando vayáis a comprar el pan. Todo depende de una mente abierta.

7 ene 2007

María Antonieta (Sofia Coppola, 2006)


Si nos imagináramos a Aphex Twin, The Cure, Air o New Order confabulándose para conformar la banda sonora de una película, la primera que viene a la cabeza es una en la un grupo de música de garaje americano que, a pesar de los problemas de la desfavorecida clase media – baja a la que pertenecen sus componentes (padres alcohólicos y madres maltratadas se me ocurren como aderezo), logra hacerse con un puesto en el olimpo de la fama. Todo ello sin renunciar a sus principios y conservando a las novias de toda la vida pese a las ingentes tentaciones diabólicas en forma de groupies complacientes y desatadas. No faltaría el malentendido amoroso entre el solista y su chica (capitana del equipo de animadoras de la universidad local que además de ser una deslumbrante belleza, es la primera de su clase), fomentado por el manager trepa que en los últimos diez minutos de metraje sufre una catarsis que le hace desenmarañar todo el embrollo. Fundido en negro. The End. Títulos de crédito dinamizados por "What ever happened?" de The Strokes.

Por ello, choca que la película que cuenta con semejante puñado de estrellas del pop en su partitura no sea el de una cinta independiente llamada, por ejemplo, Rising stars sino un drama de época desarrollado en el otoñal Versalles del siglo XVIII. Biopic oficioso de una de las reinas de francesa más pop de todos los tiempos, controvertido personaje que sufrió en su real cuello las iras de la Revolución.

Kirsten Dunst (Las vírgenes suicidas, Spiderman) da vida a María Antonieta Josefa Juana de Habsburgo-Lorena, herramienta del estado austriaco para conseguir la hermanación con Francia mediante un matrimonio concertado con el pusilánime Luis XVI (Jason Schwartzman, Academia Rushmore).

Después de la inteligente, amarga y perdurable Lost in translation, nadie estaba muy seguro de hacia donde devendría la filmografía de la prometedora hija del padre de El padrino, Francis Ford Coppola. Pues bien, su ojo moderno, que no modernillo, se ha posado en la corte gala en los años previos a la Revolución Francesa prestando especial atención al controvertido personaje que, primero inocentemente y después a golpe de desmanes, fastos e infidelidades, se convirtió en uno de los primeros exponentes del amarillismo histórico, segura carnaza del Tomate si Telecinco hubiera comenzado sus emisiones hace doscientos cincuenta años.

La influencia visual de Spike Jonze (Cómo ser John Malkovich), pareja de Sofia Coppola en los tiempos de Lost in translation, se hace especialmente patente en las escenas descriptivas que muestran la corte como un gran parque temático consagrado al vicio, la perversión y el exceso. El aluvión de colores donde destacan los anacrónicos rosas y celestes hablan de un producto que vocacionalmente claudica en el campo del rigor histórico a favor de una almibarada y efectista tormenta de sensaciones, un soplo de aire fresco en un género hasta ahora sometido a las estrecheces de cineastas como James Ivory.

La carga política o reflexiva resultante no es de la enjundia (tampoco lo buscaba, dice Coppola), presupuesta para una de las herederas al trono de la independencia en el que en el pasado se auparon Robert Altman, John Cassavettes o Quentin Tarantino, pero se siguen apreciando grandes dosis de talento en este divertimento fácilmente consumible, digerible y olvidable. Aún así, sería injusto no destacar la valentía de un vehículo destinado a indagar en el universo femenino y en las complejidades de lo difícil que lo tienen los que cuentan con más facilidades, no como esos rockeros de garaje que esperan a que les llegue la oportunidad de su vida para no tener que seguir cortando el césped del vecino.