3 mar 2006

Crash (Paul Haggis, 2004)


Reto a quien lea estas líneas a que pronuncie el nombre de artistas que con un solo guión y una sola película dirigida puedan ser considerados como autores relevantes en los últimos veinte años, por ejemplo: Quentin Tarantino en sus inicios. Un, dos, tres, responda otra vez…

Quentin Tarantino, eh, eh, eh… Quentin Tarantino. Y suena una sirena abocinada mientras las Supertacañonas recitan sarcásticamente: "Sentimos que el lector no haya tenido más tino pero, a falta de candidatos, ha repetido Tarantino". Pues bien, desde hoy les propongo otro: Paul Haggis, un tipo anónimo que hasta ahora sólo había hecho un poco de ruido con su adaptación del libro Rope burns de F.X. Toole dando lugar a la gran Million dollar baby (2004).

No es que sea una identidad muy ortodoxa, pues entre True romance (Tony Scott con guión de Tarantino, 1993) y la oscarizada película de Clint Eastwood hay un mundo, pero quizá nos sirva para entender la proyección que podría alcanzar Haggis, ya que a pesar de que Reservoir dogs (1992) es un sólido thriller, nunca alcanza las cotas de grandeza y relevancia de Crash, posiblemente la mejor película que nos regale esta temporada.

Sin embargo, no caeré en la trampa de comparar a dos directores que se parecen como un huevo a una castaña basándome en la arbitraria decisión de que han servido para ilustrar la broma anterior. Si queremos identificar a Haggis con alguien, es mucho más justo ponerle en la balanza al lado de Lawrence Kasdan, otro gran escritor que en ocasiones también dirige. Más adelante veremos por qué.

Enmarcada en la ciudad de Los Angeles, Crash es una metáfora del desquiciamiento generalizado que vive la sociedad norteamericana actual y, debido a su papel de proyector a escala mundial, por ende, todo el planeta. Un choque de auto simboliza cómo las ideas, actitudes, creencias y modos de dirigirse de las personas se enfrentan irremediablemente, al entrar en contacto con las de sus vecinos, provocando abolladuras tanto en la chapa de sus coches como en sus mentes.

La pequeña colisión al comienzo del metraje supone una declaración de principios, que nunca llegará a alcanzar las dramáticas y exageradas consecuencias del cine del mexicano González Iñarritu (Amores perros y 21 gramos). Sirve el incidente para contextualizar un flashback que nos hablará de cómo la naturaleza humana es lábil y tendente a la maldad, pero también lo contrario y además muchas cosas más. Porque si de algo puede quejarse cualquiera que escriba sobre esta monumental película, es de su inabarcabilidad, de su profundo enraizamiento ideológico y de su lectura a múltiples niveles, exactamente las mismas razones que harán a la gente amarla sin remedio. O no, que luego cada uno es muy suyo.

Tejida como una tela de araña, Crash, que no se debe confundir con la película homónima de 1996 del desquiciado David Cronenberg, sigue el esquema de las vidas cruzadas, género inaugurado tácitamente en el 93 por el veterano Robert Altman con Short cuts y que ha contado con multitud de entregados seguidores. Si antes hacía alusión a las dos obras de Iñarritu, que se dedicaban a ahondar en la culpa y en el deseo de redención, podemos también sumar a la lista las desiguales Playing by heart (Willard Carroll, 1998), Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999) y Go (Doug Liman, 1999).

Es posible que en cuanto al tema de los accidentes de tráfico, la referencia a Amores perros (2000) sea tan acusada que caiga en el descaro, pero, ateniéndonos a puesta en escena, belleza formal y espectacularidad, Magnolia es la más justa competidora de Crash. Aún así, hay que decir que allí donde Paul Thomas Anderson se enreda en lirismo y serendipia, Haggis prefiere el desgarro explícito basado en imágenes de gran potencia visual (algunas, de las más bellas vistas en años) y un retrato social más universal, sin pararse en los freaks e incomprendidos de la vida. Aquí los roles principales no los ocupan antiguos niños prodigio, mercaderes del sexo televisado o enfermeros tímidos de buen corazón, sino fiscales generales, ejecutivos de grandes cadenas y ladrones racistas.

Haggis parece querer aglutinar en su obra a una selección de caracteres exageradamente acrisolada donde caben gentes de todos los colores, credos y religiones, sin excluir a ningún estereotipo. Así, irá desfilando por la pantalla, interaccionando y entrelazándose, una singular galería de personajes: una policía mexicana orgullosa de sus raíces; un honrado cerrajero, también latino; iraníes adaptados e iraníes inadaptados; afroamericanos pudientes y ladrones negros; íntegros que caen y corruptos que se redimen; madres drogadictas con hijos pródigos y con prodigiosos hijos que nunca verán su amor recompensado; blancos pijos y sin amigos; mujeres insatisfechas; maridos condescendientes y ladrones volubles. Podría parecer que todos estos personajes quedarían abarcados sin apretar, pero dos pinceladas, un antes y un después y un habilísimo uso del montaje para que unas tramas catarticen sobre otras, consiguen que el resultado final sea tan perfecto como el de los clásicos inmediatos, los destinados a perdurar; no por su originalidad, sino por su solvencia a la hora de hablar de cosas que importan. Thomas Anderson domina el medio con muchísima más soltura y grandilocuencia pero sobra en su discurso un exceso de teatralidad que hace que sus personajes queden más alejados, como los de Brecht.

Es posible que el papel demiúrgico que asume el director, que ha optado por que cerca de una decena de tramas tengan su antecedente, desarrollo y consecuencia, encajando milimétricamente unas con otras, en menos de dos horas de metraje le granjee el apelativo de frívolo. A veces la vida no ofrece soluciones, los conflictos se enquistan y la gente muere sin explicación racional. Por ello hay que tener en cuenta la concepción metafórica del relato. Una acción en la que un elenco relativamente escueto, para la cantidad de problemas a los que intenta prestar atención, es capaz de arrojar un buen puñado de soluciones nos viene a decir que todos somos víctimas y verdugos en algún momento de nuestra vida, todos ángeles y demonios. Los arquetipos aquí mostrados son la extrapolación de todas aquellas personas con las que nos cruzamos por la calle un día cualquiera. Todas igual de válidas que nosotros, con una vida igual de importante y rica que la nuestra.

La temática de Crash supone una actualización y un guiño a la mejor obra del antes mencionado Lawrence Kasdan, Grand Canyon (1991). También enmarcada en la brutal Los Angeles, habla, como la obra de Haggis, del miedo a lo diferente, de la búsqueda de la paz interior y de la violencia, aunque de una forma más explicita y algo más panfletaria. Ambas son películas imperfectas, con una voluntad no meramente expositiva y algo aceleradas en el desarrollo de los temas que tratan, pero más allá de que alcancen algunas conclusiones precipitadas, son capaces de lanzar otras tantas preguntas a la palestra que, si consiguen revolver un poco las conciencias, hacen amortizar el precio de la entrada De alguna manera es cine social al modo de los europeos Ken Loach o los hermanos Dardenne pero con el almíbar y el glamour típico de la cosecha transatlántica.

Atendiendo a las subtramas, merece atención especial la protagonizada por Terrence Howard, nominado este año como actor principal por la aquí todavía inédita Hustle and flow. La valentía que le empuja a no ser pisado por motivos de raza sumada al odio hacia la, en ocasiones, abusadora autoridad establecida hace que su personaje prefiera dar su brazo a torcer frente al "hermano" que le intenta atracar antes que frente a un "poli" blanco presuntamente honesto. Hasta ese punto de desquiciamiento hemos llegado. Ese segmento de la cinta es estremecedor, al igual que el que muestra cómo cualquier persona que tenga el dinero suficiente y la cabeza insuficiente, puede adquirir un arma de fuego en la tienda de la esquina para darle el uso que mejor le parezca, hecho que ya analizó el megalómano Michael Moore en Bowling for Columbine (2002) de una manera un tanto más obvia. Estas dos muestras sirven de ejemplo para dilucidar la inquietud ideológica de Crash, una película tan bella como dura con una idea en cada plano. Ideas mejores y peores, pero ideas al fin y al cabo.

Para acabar, sería injusto no destacar el despampanante casting protagonista. Pocas veces, sólo me vienen a la cabeza Ocean's twelve (Steven Soderbergh, 2004) o Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994), se han puesto a las órdenes de un director una amalgama de cabezas de cartel tan nutrida al servicio de un fin común. Resulta emocionante comprobar como cada uno de ellos es capaz de hacer acopio de la humildad necesaria para formar parte este engranaje dramático. Además, no todos se mueven en su elemento: Brendan Fraser se enfunda un traje de fiscal dotando a su personaje de un aura de seriedad alejada de su habitual pantomima, la errática Sandra Bullock se pone al servicio de un desagradecido rol nada romántico y también nos encontramos con el mejor Matt Dillon desde Beautiful girls (Ted Demme, 1996), que ojalá recupere con este papel la senda de los tiempos más prósperos que vivió bajo la tutela de Coppola y Gus Van Sant.

1 mar 2006

El noveno día (Volker Schlondorff, 2004)


El cine lleva más de un siglo mostrándonos héroes, habitualmente solitarios. A veces portan una pistola, otras se sirven de su poderío físico y, en la mayoría de ocasiones, de un gran ingenio. Estos héroes suelen estar arropados de un fiel escudero y es raro que no se enamoren de una mujer que les da fuerzas para seguir adelante. La empresa acometida, cuando las palabras "The End" llenan la pantalla, suele ser la defenestración de un villano egoísta y cruel o el desmantelamiento de cualquier organización que siembre el terror. Pues bien, El noveno día cuenta con algunos de estos ingredientes, pero retratados de una manera algo más prosaica. La integridad y la fe de un sólo hombre, un sacerdote, se convirtieron en armas para que el nazismo se pusiera en tela de juicio.

El religioso luxemburgués Jean Bernard (1907-1994), Kremer en la ficción, estuvo confinado en un campo de concentración en Dachau durante la Segunda Guerra Mundial. A los nueve meses de ingresar le fue concedido un permiso de nueve días para asistir al funeral de su madre, pero decir que los nazis se preocupaban por cosas como el bienestar espiritual de sus presas sería como un homenaje al absurdo. La partida de Kremer (Ulrich Matthes) no fue gratuita. Esos nueve días habrían de servirle para convencer al arzobispo de Luxemburgo de que mostrara su beneplácito frente al régimen comandado por Adolf Hitler. De no ser así, no sólo Kremer volvería a ser encerrado, sino que su familia moriría y todos sus compañeros sacerdotes presos también sufrirían las consecuencias. Me he preguntado a menudo si se le puede hacer algo más cruel a una persona. Aquí la decisión no radica en sacrificar el pellejo en pos de un bien común. Lo que esta disyuntiva aborda no son las opciones de un mártir, que puede comerciar con su propia vida si el fin merece las consecuencias, sino poner las vidas de todas las personas amadas en un lado de la balanza y en el otro conseguir un fin justo y necesario, el derrocamiento del régimen fascista. Disculpen si me pongo farragoso o redundante, pero no creo que nadie jamás, a excepción del propio Cristo, salvando las distancias, haya tenido una decisión tan trascendente entre manos.

La tesis de arranque es tan dura como rica para el debate, que se antoja inagotable. Dios dijo que amáramos al prójimo sobre todas las cosas. Pero, ¿a qué prójimo?, ¿quién merece salvarse más, los desconocidos o aquellos con quienes hemos establecido un amor fraterno?, ¿sirven de algo a los ojos de Dios los lazos de amor establecidos en la tierra? Todas estas cuestiones las tuvo que afrontar Bernard, demasiada carga para un solo hombre. A Jesús le costó, y eso que él no era sólo un hombre.El material en que se basa tal enredo de trama cuasi filosófica es el diario que publicó el padre Bernard al quedar en libertad al final de la guerra. En su obra, estos nueve días trascendentales ocupan apenas una página, pero el director Volker Schlöndorff (El tambor de hojalata, 1979) lo consideró un material tan fascinante que se decidió a extrapolarlos a un largometraje. Para justificar la multiplicación de este relato, Bernard pasó a ser el padre Kremer en la ficción.

Si por algo es singular El noveno día es por ponerse del lado poco glamouroso de un devoto sacerdote en vez de centrarse en las quizá más significativas conductas de los altos cargos eclesiásticos de la época. Pío XII, cuya decisión de optar por el silencio en aquellos días fue muy cuestionada, o el mismo arzobispo de Luxemburgo, que debía ser la presa del discurso que había de recitar Kremer, son apenas un mero contexto, pero no la rueda de molino que hace avanzar a la bobina de esta cinta. Si bien es cierto que la actitud del Santo Padre se ve sucintamente justificada en uno de los diálogos de la película y el arzobispo explica en sus propias palabras el porqué de su encierro y su decisión de hacer sonar las campanas una y otra vez como única resistencia, el conflicto fundamental en que repara el director alemán es en el del huérfano sacerdote.

Así, los principales vértices de la trama los ocupan las charlas mantenidas entre el comisario nazi Gebhardt (August Diehl) y el protagonista. El primero de ellos se vale de un discurso ventajista extraído de su formación como seminarista, pero de escaso fundamento más allá de lo demagógico y lo pomposo. Cegado por la idea intoxicante del nacionalsocialismo, asistimos a un despliegue de patetismo fanático tan exacerbado que a veces incluso consigue despertar la conmiseración. Kremer, por su parte, intenta rebatir con argumentos de fe por qué no puede plegarse a sus peticiones, y por qué a pesar de la maldición que ha recaído sobre él no quiere plegarse a unos mandatos que considera inaceptables. Se extrae sin mucho esfuerzo de estos pasajes la metáfora dramatizada de cómo el diablo intentó tentar a Cristo en el desierto durante su largo ayuno para que convirtiera las piedras en pan. Gerbhardt insta a Kremer para que mute en un Judas Iscariote contemporáneo, solo que no son monedas de plata lo que se juega sino la vida de muchas personas.

A pesar de lo alejado de ambas posturas, su relación decanta, si no una simpatía mutua, al menos sí cierta admiración del nazi hacia el impertérrito cura y un posicionamiento algo compasivo a la inversa. Al fin y al cabo, no es nada personal. Son "negocios".

Con estos parlamentos como fundamento donde se sustenta la tesis del conjunto, el marco ambiental es lo que más descuida Schlöndoff. No quizá tanto por lo localista de la propuesta, dejando en manos de dos únicas personas, poco influyentes por otra parte, el destino de la hermanación entre el nazismo y la Iglesia Católica, sino por la explicación del entorno de Kremer. Se le podría haber extraído mucho más partido a la familia del sacerdote y sin embargo, el poco jugo que se escurre de su visita al hogar hace que pensemos en él como alguien un tanto desarraigado. Todos somos conscientes de la tensión y sufrimiento a que está sometido, pero la frialdad expositiva hace que se eche de menos algo más de apasionamiento por su parte. Es su hermana la que mejor parada sale en las escenas familiares, aunque esta circunstancia puede achacarse a que, a pesar de la excelente composición de Matthes, alguien que viene de un barracón donde ha sido castigado repetidamente y con brutalidad y, además, se ve sometido ahora a esta gran carga, bastante tiene con arrastrarse por la pantalla como un espectro.

Es curiosa la paradoja de que Matthes, que con su Kremer diseña un personaje apologético de los valores de hermanación, solidaridad y amor, rodara el mismo año El hundimiento (2004) interpretando a Goebbels, quizá el segundo personaje más distinto en el ranking únicamente por detrás del propio Hitler.

Volviendo al tema de la frialdad, parece una apuesta razonable. No sería justo, y haría un flaco favor al mensaje, el que los barracones no se mostraran como cementerios vivientes grises, sucios y aterradores. El uso de una fotografía poco complaciente, que prescinde absolutamente de los cálidos, y de un sonido cercano al hiperrealismo (el golpe que le asestan en el barracón a Kremer trasciende la pantalla por su sequedad) dibujan un panorama nada alentador que puede resultar una llamada a la tentación del protagonista.

Estamos pues ante una película destinada a hacer pensar en qué hubiera hecho cada uno de nosotros de habernos encontrado en tal encrucijada, pues tan exagerado es el que resulta imposible que alguien quede impasible ante él, estableciéndose un profundo forum debate personal incluso mucho tiempo después de acabar la proyección. En ese sentido es irreprochable la efectividad de Schlondörff para atinar con los sentimientos que apelan a la conciencia del ser humano, dando lugar a un producto honesto y valioso cuyo retraso a la hora de llegar a las pantallas sólo puede explicarse por la redundar con el relativamente reciente estreno de Amén (2002), la antítesis atea del cada vez menos interesante Costa Gavras.

Me permitiré citar a Nando Salvá, que en una ocasión dijo que el cine debería ser "una matemática persecución y análisis de los sentimientos". Pues bien, El noveno día cumple esta máxima. Si de vez en cuando una película como la presente puede colarse en las pantallas, entre la quincuagésima entrega de adaptaciones de cómic y remakes varios, haciendo que la tasa de embrutecimiento colectivo no aumente, quizá este volátil arte pueda seguir manteniendo su sentido.