5 jun 2006

Alatriste (Agustín Díaz Yanes, 2006)


No seré yo quien tire la primera piedra en contra de Alatriste. Cuentan por Madrid, desde donde escribe esta incipiente pluma, que la película es fallida e insuficiente, que no explica el contexto sociocultural de la época, que la selección de pasajes literarios de la obra en que se basa saben a poco y que la encarnación que hace Viggo Mortensen del capitán canalla es desacertada.

No me erigiré en defensor de causas imposibles, porque la última adaptación de Pérez-Reverte se defiende sola. Aceptamos lúgubre, aceptamos lacónica, según qué personaje sea el protagonista de la escena, e incluso aceptamos que la elección de Blanca Portillo para el papel de Fray Emilio Bocanegra es tan autoindulgente como prepotente. Pero de ahí a decir que la película es un coladero y un bluff, va un buen trecho.

Me da igual que quien quiera coja el Scattergories y se lo lleve. Alatriste es cine serio y de calidad. Un mastodonte de 4.000 millones de las antiguas pesetas invertidas en decorados dignos y rigurosos, vestuario minucioso y una dirección de producción a la altura del buen Hollywood. O lo que es lo mismo, un vehículo dotado de una gran ranchera para recoger goyas en todas las categorías citadas, más uno por cada apartado interpretativo, incluyendo el principal para Mortensen, que, al margen de su lenguaje no verbal, merece otra condecoración por su mejora en el acento un tanto macarrónico y entredentado del comienzo que, poco a poco, muta, no se sabe si por el orden cronológico del rodaje o porque es imposible para el público no empatizar con su personaje árido, distante, antipático y maravilloso, que despega al igual que el resto de una película que, como el buen vino, gana con el paso del tiempo.

Hay dos tipos de espectadores potenciales que verán la cinta con criterios muy distintos, los lectores de las aventuras del capitán honorífico y los que se acercan sin prejuicios a que les cuenten en dos horas y media la España del siglo XVII, la de las colonias. Con respecto a los primeros, se abre otra dicotomía: la de los fanáticos freaks y fundamentalistas, primos cercanos de los seguidores de Harry Potter y de Frodo, a los que no les gusta ni un poquitito así que les cambien una coma de sus libros amarillos de Alfaguara (sufrirán), y la de quienes, con la narración en la cabeza, completarán las inevitables elipsis resultantes de hacer una salvaje discriminación de subtramas para conseguir el cinco en uno (gozarán). Los que no supieran hasta ahora de la existencia del caballero leonés, mercenario, galán, sinvergüenza, noble, monárquico y azote de herejes, conocerán las intrigas palaciegas de la España de Felipe IV y cómo se las apañaban los tercios españoles allende los Pirineos. Cuán hidalgos y patriotas seguían siendo las clases bajas, que preferían morir a delatar y el bienestar del rey al suyo propio, porque, si eres pobre, todo lo que te queda es el honor.

Se puede abrir, en este punto (si insistís), el caprichoso debate de si hay que ser riguroso con el espíritu de la obra en su traslación a la gran pantalla. Yo no venía a esto pero me habéis provocado, intrépidos lectores. Mi opinión de crítico avezado sobre este particular, tal y como le conté a la profesora que me interrogó en la entrevista previa a mi ingreso en la facultad, antes de interrumpirme abruptamente por falta de interés, es que si la película funciona (y esta funciona), olvidad que existe un libro. Sé que la mayoría podéis llevarlo bien, pero para los que no, no os deis mala sangre, el tema no merece ni una sola de vuestras lágrimas. Después de este párrafo autobiográfico, pero necesario para que nos conozcamos si nos vamos a seguir viendo todas las semanas, os remito a la conclusión, a mi entender rematada por una bonita metáfora.

Conclusión: El honor, pues, y el amor, son los dos biorritmos, a veces contrapuestos, que guían el acero de Diego Alatriste, un antihéroe de aura casi mística que gusta de jugar al ratón y al gato con su archienemigo Malatesta; que procura atajar, en la medida que le permite su bajo linaje, conspiraciones contra un rey que no le da de comer; que huye del romance cuando lo tiene y llora cuando lo pierde. Paradojas que visten de carne y hueso a un superhéroe contradictorio. El machote que nos explica la decadencia del imperio español como si de glóbulo rojo en Erase una vez el cuerpo humano, aleccionando sobre el flujo aurículo-ventricular, se tratase.