El cine lleva más de un siglo mostrándonos héroes, habitualmente solitarios. A veces portan una pistola, otras se sirven de su poderío físico y, en la mayoría de ocasiones, de un gran ingenio. Estos héroes suelen estar arropados de un fiel escudero y es raro que no se enamoren de una mujer que les da fuerzas para seguir adelante. La empresa acometida, cuando las palabras "The End" llenan la pantalla, suele ser la defenestración de un villano egoísta y cruel o el desmantelamiento de cualquier organización que siembre el terror. Pues bien, El noveno día cuenta con algunos de estos ingredientes, pero retratados de una manera algo más prosaica. La integridad y la fe de un sólo hombre, un sacerdote, se convirtieron en armas para que el nazismo se pusiera en tela de juicio.
El religioso luxemburgués Jean Bernard (1907-1994), Kremer en la ficción, estuvo confinado en un campo de concentración en Dachau durante la Segunda Guerra Mundial. A los nueve meses de ingresar le fue concedido un permiso de nueve días para asistir al funeral de su madre, pero decir que los nazis se preocupaban por cosas como el bienestar espiritual de sus presas sería como un homenaje al absurdo. La partida de Kremer (Ulrich Matthes) no fue gratuita. Esos nueve días habrían de servirle para convencer al arzobispo de Luxemburgo de que mostrara su beneplácito frente al régimen comandado por Adolf Hitler. De no ser así, no sólo Kremer volvería a ser encerrado, sino que su familia moriría y todos sus compañeros sacerdotes presos también sufrirían las consecuencias. Me he preguntado a menudo si se le puede hacer algo más cruel a una persona. Aquí la decisión no radica en sacrificar el pellejo en pos de un bien común. Lo que esta disyuntiva aborda no son las opciones de un mártir, que puede comerciar con su propia vida si el fin merece las consecuencias, sino poner las vidas de todas las personas amadas en un lado de la balanza y en el otro conseguir un fin justo y necesario, el derrocamiento del régimen fascista. Disculpen si me pongo farragoso o redundante, pero no creo que nadie jamás, a excepción del propio Cristo, salvando las distancias, haya tenido una decisión tan trascendente entre manos.
La tesis de arranque es tan dura como rica para el debate, que se antoja inagotable. Dios dijo que amáramos al prójimo sobre todas las cosas. Pero, ¿a qué prójimo?, ¿quién merece salvarse más, los desconocidos o aquellos con quienes hemos establecido un amor fraterno?, ¿sirven de algo a los ojos de Dios los lazos de amor establecidos en la tierra? Todas estas cuestiones las tuvo que afrontar Bernard, demasiada carga para un solo hombre. A Jesús le costó, y eso que él no era sólo un hombre.El material en que se basa tal enredo de trama cuasi filosófica es el diario que publicó el padre Bernard al quedar en libertad al final de la guerra. En su obra, estos nueve días trascendentales ocupan apenas una página, pero el director Volker Schlöndorff (El tambor de hojalata, 1979) lo consideró un material tan fascinante que se decidió a extrapolarlos a un largometraje. Para justificar la multiplicación de este relato, Bernard pasó a ser el padre Kremer en la ficción.
Si por algo es singular El noveno día es por ponerse del lado poco glamouroso de un devoto sacerdote en vez de centrarse en las quizá más significativas conductas de los altos cargos eclesiásticos de la época. Pío XII, cuya decisión de optar por el silencio en aquellos días fue muy cuestionada, o el mismo arzobispo de Luxemburgo, que debía ser la presa del discurso que había de recitar Kremer, son apenas un mero contexto, pero no la rueda de molino que hace avanzar a la bobina de esta cinta. Si bien es cierto que la actitud del Santo Padre se ve sucintamente justificada en uno de los diálogos de la película y el arzobispo explica en sus propias palabras el porqué de su encierro y su decisión de hacer sonar las campanas una y otra vez como única resistencia, el conflicto fundamental en que repara el director alemán es en el del huérfano sacerdote.
Así, los principales vértices de la trama los ocupan las charlas mantenidas entre el comisario nazi Gebhardt (August Diehl) y el protagonista. El primero de ellos se vale de un discurso ventajista extraído de su formación como seminarista, pero de escaso fundamento más allá de lo demagógico y lo pomposo. Cegado por la idea intoxicante del nacionalsocialismo, asistimos a un despliegue de patetismo fanático tan exacerbado que a veces incluso consigue despertar la conmiseración. Kremer, por su parte, intenta rebatir con argumentos de fe por qué no puede plegarse a sus peticiones, y por qué a pesar de la maldición que ha recaído sobre él no quiere plegarse a unos mandatos que considera inaceptables. Se extrae sin mucho esfuerzo de estos pasajes la metáfora dramatizada de cómo el diablo intentó tentar a Cristo en el desierto durante su largo ayuno para que convirtiera las piedras en pan. Gerbhardt insta a Kremer para que mute en un Judas Iscariote contemporáneo, solo que no son monedas de plata lo que se juega sino la vida de muchas personas.
A pesar de lo alejado de ambas posturas, su relación decanta, si no una simpatía mutua, al menos sí cierta admiración del nazi hacia el impertérrito cura y un posicionamiento algo compasivo a la inversa. Al fin y al cabo, no es nada personal. Son "negocios".
Con estos parlamentos como fundamento donde se sustenta la tesis del conjunto, el marco ambiental es lo que más descuida Schlöndoff. No quizá tanto por lo localista de la propuesta, dejando en manos de dos únicas personas, poco influyentes por otra parte, el destino de la hermanación entre el nazismo y la Iglesia Católica, sino por la explicación del entorno de Kremer. Se le podría haber extraído mucho más partido a la familia del sacerdote y sin embargo, el poco jugo que se escurre de su visita al hogar hace que pensemos en él como alguien un tanto desarraigado. Todos somos conscientes de la tensión y sufrimiento a que está sometido, pero la frialdad expositiva hace que se eche de menos algo más de apasionamiento por su parte. Es su hermana la que mejor parada sale en las escenas familiares, aunque esta circunstancia puede achacarse a que, a pesar de la excelente composición de Matthes, alguien que viene de un barracón donde ha sido castigado repetidamente y con brutalidad y, además, se ve sometido ahora a esta gran carga, bastante tiene con arrastrarse por la pantalla como un espectro.
Es curiosa la paradoja de que Matthes, que con su Kremer diseña un personaje apologético de los valores de hermanación, solidaridad y amor, rodara el mismo año El hundimiento (2004) interpretando a Goebbels, quizá el segundo personaje más distinto en el ranking únicamente por detrás del propio Hitler.
Volviendo al tema de la frialdad, parece una apuesta razonable. No sería justo, y haría un flaco favor al mensaje, el que los barracones no se mostraran como cementerios vivientes grises, sucios y aterradores. El uso de una fotografía poco complaciente, que prescinde absolutamente de los cálidos, y de un sonido cercano al hiperrealismo (el golpe que le asestan en el barracón a Kremer trasciende la pantalla por su sequedad) dibujan un panorama nada alentador que puede resultar una llamada a la tentación del protagonista.
Estamos pues ante una película destinada a hacer pensar en qué hubiera hecho cada uno de nosotros de habernos encontrado en tal encrucijada, pues tan exagerado es el que resulta imposible que alguien quede impasible ante él, estableciéndose un profundo forum debate personal incluso mucho tiempo después de acabar la proyección. En ese sentido es irreprochable la efectividad de Schlondörff para atinar con los sentimientos que apelan a la conciencia del ser humano, dando lugar a un producto honesto y valioso cuyo retraso a la hora de llegar a las pantallas sólo puede explicarse por la redundar con el relativamente reciente estreno de Amén (2002), la antítesis atea del cada vez menos interesante Costa Gavras.
Me permitiré citar a Nando Salvá, que en una ocasión dijo que el cine debería ser "una matemática persecución y análisis de los sentimientos". Pues bien, El noveno día cumple esta máxima. Si de vez en cuando una película como la presente puede colarse en las pantallas, entre la quincuagésima entrega de adaptaciones de cómic y remakes varios, haciendo que la tasa de embrutecimiento colectivo no aumente, quizá este volátil arte pueda seguir manteniendo su sentido.
El religioso luxemburgués Jean Bernard (1907-1994), Kremer en la ficción, estuvo confinado en un campo de concentración en Dachau durante la Segunda Guerra Mundial. A los nueve meses de ingresar le fue concedido un permiso de nueve días para asistir al funeral de su madre, pero decir que los nazis se preocupaban por cosas como el bienestar espiritual de sus presas sería como un homenaje al absurdo. La partida de Kremer (Ulrich Matthes) no fue gratuita. Esos nueve días habrían de servirle para convencer al arzobispo de Luxemburgo de que mostrara su beneplácito frente al régimen comandado por Adolf Hitler. De no ser así, no sólo Kremer volvería a ser encerrado, sino que su familia moriría y todos sus compañeros sacerdotes presos también sufrirían las consecuencias. Me he preguntado a menudo si se le puede hacer algo más cruel a una persona. Aquí la decisión no radica en sacrificar el pellejo en pos de un bien común. Lo que esta disyuntiva aborda no son las opciones de un mártir, que puede comerciar con su propia vida si el fin merece las consecuencias, sino poner las vidas de todas las personas amadas en un lado de la balanza y en el otro conseguir un fin justo y necesario, el derrocamiento del régimen fascista. Disculpen si me pongo farragoso o redundante, pero no creo que nadie jamás, a excepción del propio Cristo, salvando las distancias, haya tenido una decisión tan trascendente entre manos.
La tesis de arranque es tan dura como rica para el debate, que se antoja inagotable. Dios dijo que amáramos al prójimo sobre todas las cosas. Pero, ¿a qué prójimo?, ¿quién merece salvarse más, los desconocidos o aquellos con quienes hemos establecido un amor fraterno?, ¿sirven de algo a los ojos de Dios los lazos de amor establecidos en la tierra? Todas estas cuestiones las tuvo que afrontar Bernard, demasiada carga para un solo hombre. A Jesús le costó, y eso que él no era sólo un hombre.El material en que se basa tal enredo de trama cuasi filosófica es el diario que publicó el padre Bernard al quedar en libertad al final de la guerra. En su obra, estos nueve días trascendentales ocupan apenas una página, pero el director Volker Schlöndorff (El tambor de hojalata, 1979) lo consideró un material tan fascinante que se decidió a extrapolarlos a un largometraje. Para justificar la multiplicación de este relato, Bernard pasó a ser el padre Kremer en la ficción.
Si por algo es singular El noveno día es por ponerse del lado poco glamouroso de un devoto sacerdote en vez de centrarse en las quizá más significativas conductas de los altos cargos eclesiásticos de la época. Pío XII, cuya decisión de optar por el silencio en aquellos días fue muy cuestionada, o el mismo arzobispo de Luxemburgo, que debía ser la presa del discurso que había de recitar Kremer, son apenas un mero contexto, pero no la rueda de molino que hace avanzar a la bobina de esta cinta. Si bien es cierto que la actitud del Santo Padre se ve sucintamente justificada en uno de los diálogos de la película y el arzobispo explica en sus propias palabras el porqué de su encierro y su decisión de hacer sonar las campanas una y otra vez como única resistencia, el conflicto fundamental en que repara el director alemán es en el del huérfano sacerdote.
Así, los principales vértices de la trama los ocupan las charlas mantenidas entre el comisario nazi Gebhardt (August Diehl) y el protagonista. El primero de ellos se vale de un discurso ventajista extraído de su formación como seminarista, pero de escaso fundamento más allá de lo demagógico y lo pomposo. Cegado por la idea intoxicante del nacionalsocialismo, asistimos a un despliegue de patetismo fanático tan exacerbado que a veces incluso consigue despertar la conmiseración. Kremer, por su parte, intenta rebatir con argumentos de fe por qué no puede plegarse a sus peticiones, y por qué a pesar de la maldición que ha recaído sobre él no quiere plegarse a unos mandatos que considera inaceptables. Se extrae sin mucho esfuerzo de estos pasajes la metáfora dramatizada de cómo el diablo intentó tentar a Cristo en el desierto durante su largo ayuno para que convirtiera las piedras en pan. Gerbhardt insta a Kremer para que mute en un Judas Iscariote contemporáneo, solo que no son monedas de plata lo que se juega sino la vida de muchas personas.
A pesar de lo alejado de ambas posturas, su relación decanta, si no una simpatía mutua, al menos sí cierta admiración del nazi hacia el impertérrito cura y un posicionamiento algo compasivo a la inversa. Al fin y al cabo, no es nada personal. Son "negocios".
Con estos parlamentos como fundamento donde se sustenta la tesis del conjunto, el marco ambiental es lo que más descuida Schlöndoff. No quizá tanto por lo localista de la propuesta, dejando en manos de dos únicas personas, poco influyentes por otra parte, el destino de la hermanación entre el nazismo y la Iglesia Católica, sino por la explicación del entorno de Kremer. Se le podría haber extraído mucho más partido a la familia del sacerdote y sin embargo, el poco jugo que se escurre de su visita al hogar hace que pensemos en él como alguien un tanto desarraigado. Todos somos conscientes de la tensión y sufrimiento a que está sometido, pero la frialdad expositiva hace que se eche de menos algo más de apasionamiento por su parte. Es su hermana la que mejor parada sale en las escenas familiares, aunque esta circunstancia puede achacarse a que, a pesar de la excelente composición de Matthes, alguien que viene de un barracón donde ha sido castigado repetidamente y con brutalidad y, además, se ve sometido ahora a esta gran carga, bastante tiene con arrastrarse por la pantalla como un espectro.
Es curiosa la paradoja de que Matthes, que con su Kremer diseña un personaje apologético de los valores de hermanación, solidaridad y amor, rodara el mismo año El hundimiento (2004) interpretando a Goebbels, quizá el segundo personaje más distinto en el ranking únicamente por detrás del propio Hitler.
Volviendo al tema de la frialdad, parece una apuesta razonable. No sería justo, y haría un flaco favor al mensaje, el que los barracones no se mostraran como cementerios vivientes grises, sucios y aterradores. El uso de una fotografía poco complaciente, que prescinde absolutamente de los cálidos, y de un sonido cercano al hiperrealismo (el golpe que le asestan en el barracón a Kremer trasciende la pantalla por su sequedad) dibujan un panorama nada alentador que puede resultar una llamada a la tentación del protagonista.
Estamos pues ante una película destinada a hacer pensar en qué hubiera hecho cada uno de nosotros de habernos encontrado en tal encrucijada, pues tan exagerado es el que resulta imposible que alguien quede impasible ante él, estableciéndose un profundo forum debate personal incluso mucho tiempo después de acabar la proyección. En ese sentido es irreprochable la efectividad de Schlondörff para atinar con los sentimientos que apelan a la conciencia del ser humano, dando lugar a un producto honesto y valioso cuyo retraso a la hora de llegar a las pantallas sólo puede explicarse por la redundar con el relativamente reciente estreno de Amén (2002), la antítesis atea del cada vez menos interesante Costa Gavras.
Me permitiré citar a Nando Salvá, que en una ocasión dijo que el cine debería ser "una matemática persecución y análisis de los sentimientos". Pues bien, El noveno día cumple esta máxima. Si de vez en cuando una película como la presente puede colarse en las pantallas, entre la quincuagésima entrega de adaptaciones de cómic y remakes varios, haciendo que la tasa de embrutecimiento colectivo no aumente, quizá este volátil arte pueda seguir manteniendo su sentido.
1 comentario:
Oooooooh!!! La tengo bajando en el emule y está a puntito...
8 de septiembre de 2007 12:25
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