4 jun 2008

Buenas noches y buena suerte (George Clooney, 2005)


En la época en que Paul Lazarsfeld estimó que los medios vieron disminuido su poder de persuasión a favor de las audiencias, hubo un hombre que volcó la balanza ganándose el favor del público y derruyendo a uno de los mayores demonios de la historia reciente.

Quizá el capítulo nacional estadounidense más controvertido y vergonzante del extinto siglo XX, al margen del Watergate, fue la "caza de brujas" protagonizada por el senador McCarthy, quien, autoproclamado defensor de la integridad y de los valores tradicionales, decidió perseguir en una campaña obsesivo compulsiva, que recuerda mucho a la de los fariseos que querían apedrear a la prostituta, a todo aquel que tuviera ideas comunistas o "subversivas". Coetáneamente al senador de Wisconsin, un periodista llamado Murrow no estuvo dispuesto a que un fanático decidiera los destinos de la gente inocente de todo un país, y como el perro que persigue al gato, que persigue al ratón, utilizó su programa See it now a modo de plataforma de lucha política para derrocar a McCarthy.

Un hombre capaz de cambiar las cosas con el único poder, hoy devaluado por su desuso, de la libertad de expresión. Murrow, que pasaba por ser el paradigma de la integridad televisiva en aquellos días, decidió hacer algo que hasta entonces nunca había hecho: tomar partido. En contra de lo que muchos puristas del periodismo pudieran objetar, utilizó su influencia en los medios en aras de un bien mayor. Lo que enseñan en la escuela está bien para tenerlo como base pero no como una guía axiomática de efecto encorsetador.

La materia prima para construir un gran filme estaba servida, pero quizá nadie se esperaba este pequeño milagro de las manos de un George Clooney que, en su irregular despegue como realizador (Confesiones de una mente peligrosa, 2002), se valió del menos espectacular de los guiones del niño bonito Charlie Kaufman. Acusado de estar demasiado influenciado por la mano de su habitual coproductor y cómplice, Steven Soderbergh, en aquella primera incursión, Clooney ha demostrado que su relativo éxito no fue flor de un día. Ahora ya no sólo pasa por ser la estrella más grande de Hollywood, en su concepción clásica, sino que se ha convertido, además, en un director solvente y comprometido.

Con un hilo argumental vocacionalmente liviano, aunque en las antípodas de lo endeble, el film supone el sólido retrato de una etapa muy concreta de la historia norteamericana de una manera casi aséptica, en el enclave microcósmico que fue la CBS de puertas adentro. La Columbia Broadcasting System es, en esta cinta, un marco con forma de pecera que cobija a un ejército de periodistas, y lo hace mostrando perfectamente las idiosincrasias de un entorno creativo casi opresivo que se apoya en un cargado ambiente de planos cerrados, que se abren cuando disminuye la tensión dramática; la ausencia de exteriores y la tóxica atmósfera consecuencia del humo que desprenden los omnipresentes cigarrillos Kent. Ahora que corren tiempos en que los fumadores constituyen una especie en busca y captura, Buenas noches y buena suerte no supone una buena terapia antitabaco. Creo que no me equivoco al afirmar que es la película donde más se fuma desde la soberbia Smoke (1995).

Alejada de cualquier moda, Buenas noches y buena suerte supone una rara avis en el contexto de la cinematografía americana actual, resultando de las pocas películas con algo que contar, de todo lo que importamos de ultramar. Una declaración de principios, o denuncia firmada, pero no a la manera torpe y pueril de cualquiera que se embarca en la tendencia de lo políticamente correcto, sin argumentos, en el programa de Jay Leno una noche cualquiera de la semana, sino con la seriedad y rigor del trabajo de fin de carrera del chico listo de la clase, rodeado de prestigio, veracidad y calidad por los cuatro costados.

Sin ninguna apelación gratuita a los sentimientos del público, el segundo trabajo de Clooney supone una oda a la libertad de expresión y un canto a los héroes anónimos que construyen montañas, pero granito a granito. La trama, de escaso desarrollo dramático pero gran observadora de los hechos, apenas presta atención a nada de lo que ocurre fuera del ámbito laboral de la CBS. Nada al margen del matrimonio clandestino, que sirve para crear un boceto de contexto mínimamente humano, aunque necesario, para saber lo que la gente estaba dispuesta a sacrificar en pos de un bien común. Detalles que nunca contemplan a Murrow, que sólo parece vivir dentro de su cadena. Nada hay que nos permita comprender qué motivaba a este hombre fuera de su trabajo para ser osado y perseverante en su actividad profesional. No hay dimensión privada porque la solidez de los mimbres no la requieren.

Con una escenificación que opta por la inmediatez, Clooney nos hace creer que el personaje interpretado colosalmente por Strathairn es como es porque viene así de serie, como si los idealistas como él crecieran en un tomatal.

A este respecto, la composición que de Murrow hace Strathairn merece capítulo aparte. El actor es capaz de ilustrarnos acerca del gurú televisivo que fue capaz de crear una revolución desde las ondas catódicas, dominando el medio con inmaculado traje y porte sereno y convincente. El cigarrillo en alto, con un porte ligeramente amanerado y escupiendo verdad y denuncia necesaria. David Strathairn no interpreta sino que se mimetiza en un hierático Ed Murrow, al que reviste de una tremenda aura de profesionalidad y misticismo utilizando la técnica interpretativa de la cara de palo de escoba inaugurada por Brad Pitt en su rol de Joe Black.

Si se le preguntara a un niño de hoy en día por su superhéroe favorito posiblemente diría Superman, y en un exceso de sofisticación quizá, algo más rebuscado como Lobezno o Rondador Nocturno, ahora que la Marvel nos embota la mente y nos atosiga el espíritu, pero en los albores del nacimiento de la televisión, los superhéroes no necesitaban de una capa al más puro estilo de Ramón García. No hay duda es de que si nos retrotrajéramos unas décadas atrás y visitáramos a un joven granjero de Kentucky llamado George Clooney, nos hablaría de Murrow con pasión.

Un Clooney que en su faceta actoral hace acopio de una humildad fuera de lo común y se reserva para sí un secundario que hace las veces de Sancho Panza respaldando en la batalla al caballero andante Murrow. El director, guionista y actor cumple, como siempre que se aleja del histrión, de una manera solvente, aportando solidez a un elenco que cuenta con los siempre efectivos Robert Downey Jr., Patricia Clarkson y Frank Langella.

El tono casi documental, que se vale del archivo de imágenes de McCarthy, pretende plasmar en imágenes lo que anidaba en pequeños departamentos de la memoria colectiva, conformando una radiografía de lo que fue la época, de ahí el uso del blanco y negro. Nada hay anacrónico en esta microhistoria. Las generaciones presentes ven a Murrow en el blanco y negro en el que lo vieron sus abuelos.

Buenas noches y buena suerte quiere ser un alegato que remueva las conciencias para que así nos planteemos si la televisión que tenemos hoy en día sirve para algo más que para sostener las figuritas del torero y la flamenca. Como dijo una vez Arturo Pérez Reverte, detractor declarado del medio para el que trabajó durante casi veinte años, "podría ser el mejor invento de la humanidad, de vital importancia para educar a la gente, pero cuando haces una crónica desde Sarajevo que dura un minuto y medio y luego llega un tío y hace zapping para poner Lo que necesitas es amor te dan ganas de dejarlo todo", y lo dejó. En esa línea va el discurso de Murrow que enmarca la trama principal de la “caza de brujas”, la de retratar a los medios como meros mercaderes para nada preocupados por ofrecer la verdad, sino plegados en el miedo y en los intereses comerciales. Para los ejecutivos del ramo, la revolución empieza y acaba con Gran Hermano.

De otra manera no se consigue entender que alguien consiga emocionar con la sola exposición de los hechos. Si la verdad, la coherencia, la valentía y la justicia fueran habituales piedras de toque de nuestra cotidianeidad, las películas que nos conmoverían no serían las que retratan a gente honrada, sino las que nos muestran habilidades alejadas de nuestro alcance como volar o hacernos invisibles.

Nos encontramos ante una película no exenta de pretensiones, pero sí de artificios. No es Luna nueva (Howard Hawks, 1940) ni Primera plana (Billy Wilder, 1974), pues para nada se acerca al vodevil. Sus banderas son la seriedad, la contundencia y la causticidad, pero al igual que las otras consigue su cometido. Se acerca más a la denuncia amarga de Todos los hombres del presidente (1976), pero con un factura mucho más universal que soportará mejor el paso del tiempo. Además la trama aquí retratada es más importante que la corrupción política, porque Buenas noches y buena suerte se ocupa de derechos fundamentales, y todo ello con las utilizando como herramientas un clasicismo serio, respetuoso y solemne que nunca carga tintas sobre la tragedia, sin gestos exaltados y con economía expresiva. Apunta pero no dibuja y colorea pero no rellena. Tiene las pinceladas justas de manera que no que sobra ni un minuto, si acaso le falta, pero eso es una opinión del crítico, que querría que no hubiera acabado todavía.

Totalmente alejada del documento sensacionalista que hubiera rodado el a veces brillante Michael Winterbottom y de la pirotecnia propagandística de Michael Moore, Buenas noches y buena suerte no encierra ninguna vocación transgresora si es que contar la verdad y "morir por ella" no se considera así.

Como reflexión final, apuntar la sorpresa que causa el que un actor que comenzó su carrera protagonizando series Z como El regreso de los tomates asesinos (John de Bello, 1988), consiguiera mediante su triunfal paso por Urgencias en la pequeña pantalla la pista de despegue para, primero, dar un exitoso salto al cine y después, hacer la transición a la silla de director, convirtiéndose en un cineasta, casi autor, con un status que le sirve para proclamar un ideario político cercano a la izquierda europea. Todo ha sido tan milimétrico en su ejecución que cuesta no imaginarse hace unos años al Doctor Ross conspirando de manera maquiavélica para acabar presidiendo la Casablanca al modo de Ronald Reagan.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Qué estudiaste? Eres un crak ;-)))

8 de septiembre de 2007 12:29