Cuando Clarence conoció a Alabama en el cine de sesión continua donde proyectaban un ciclo de Sonny Chibba en Amor a quemarropa, Tarantino debía estar tomando apuntes, pues a nadie le hubiera extrañado que en ese momento proyectaran Kill Bill.
Con un bagaje tan corto como interesante, este hombre, que parece más una estrella de rock que un director de cine, nos escupe a la cara otra de sus declaraciones de principios que viene a decir: "olvidaos de todas las declaraciones de principios que os he hecho, soy Tarantino y hago lo que me da la gana". En este caso, un maravilloso refrito de cintas tan malas como desconocidas y tan violentas como tronchantes.
El hijo predilecto de los hermanos Weinstein les pidió 80 millones de dólares para hacer dos películas por el precio de una, con una libertad creativa tal, que transforma a los productores que le amamantaron, y que, gracias a él, situaron a Miramax en el mapa, en meros espectadores de preestreno; porque a estas alturas ya no hay quien tosa a este niño terrible que convierte sus discos mixtos en himnos cool y éxitos superventas de la Fnac.
DJ vocacional y maestro del ritmo, hace de cada patada una obra de arte y consigue que una historia de venganza llana y simple, como las de Steven Seagal, se recicle en un ejercicio de estilo y en un referente mítico inmediato de la cultura pop.
Uma Thurman, que eleva la noción de musa a su significado real, es la protagonista todoterreno sin cuya presencia es imposible este tebeo filmado que se sitúa en las antípodas de lo que el habitualmente oscuro director nos venía acostumbrando.
Ahora su cine negro y gangsteril se vuelve rojo, rojísimo y, ante todo, muy divertido. Habrá quienes acusen a la cinta de cierta ligereza y autoparodia, pero, ¿es que no se puede cimentar una obra maestra en unos principios tan sanos, lúdicos y refrescantes como la ligereza y la autoparodia?
Los kilómetros y kilómetros de guiones metalingüísticos, freaks y endiabladamente malhablados que había escrito el bueno de Q hasta ahora, sólo conservan aquí su parte endiabladamente malhablada y un laconismo del todo respaldado en miradas, muy afrancesado.
Las peleas, herederas del espíritu Matrix con la diferencia de que aquí los encargados de efectos especiales si están autorizados para abrir la manguera del ketchup, hacen de Mamba Negra una heroína de acción incontestable que se encuentra más cómoda degollando a docenas de japoneses que filosofando sobre la procedencia de los cuartos de libra con queso.
Puede parecer una afirmación algo heterodoxa, pero, con una peli de casquería, Tarantino se ha ganado por derecho propio ser el heredero natural de la nouvelle vague. Y eso que aún no hemos visto la segunda parte.
Con un bagaje tan corto como interesante, este hombre, que parece más una estrella de rock que un director de cine, nos escupe a la cara otra de sus declaraciones de principios que viene a decir: "olvidaos de todas las declaraciones de principios que os he hecho, soy Tarantino y hago lo que me da la gana". En este caso, un maravilloso refrito de cintas tan malas como desconocidas y tan violentas como tronchantes.
El hijo predilecto de los hermanos Weinstein les pidió 80 millones de dólares para hacer dos películas por el precio de una, con una libertad creativa tal, que transforma a los productores que le amamantaron, y que, gracias a él, situaron a Miramax en el mapa, en meros espectadores de preestreno; porque a estas alturas ya no hay quien tosa a este niño terrible que convierte sus discos mixtos en himnos cool y éxitos superventas de la Fnac.
DJ vocacional y maestro del ritmo, hace de cada patada una obra de arte y consigue que una historia de venganza llana y simple, como las de Steven Seagal, se recicle en un ejercicio de estilo y en un referente mítico inmediato de la cultura pop.
Uma Thurman, que eleva la noción de musa a su significado real, es la protagonista todoterreno sin cuya presencia es imposible este tebeo filmado que se sitúa en las antípodas de lo que el habitualmente oscuro director nos venía acostumbrando.
Ahora su cine negro y gangsteril se vuelve rojo, rojísimo y, ante todo, muy divertido. Habrá quienes acusen a la cinta de cierta ligereza y autoparodia, pero, ¿es que no se puede cimentar una obra maestra en unos principios tan sanos, lúdicos y refrescantes como la ligereza y la autoparodia?
Los kilómetros y kilómetros de guiones metalingüísticos, freaks y endiabladamente malhablados que había escrito el bueno de Q hasta ahora, sólo conservan aquí su parte endiabladamente malhablada y un laconismo del todo respaldado en miradas, muy afrancesado.
Las peleas, herederas del espíritu Matrix con la diferencia de que aquí los encargados de efectos especiales si están autorizados para abrir la manguera del ketchup, hacen de Mamba Negra una heroína de acción incontestable que se encuentra más cómoda degollando a docenas de japoneses que filosofando sobre la procedencia de los cuartos de libra con queso.
Puede parecer una afirmación algo heterodoxa, pero, con una peli de casquería, Tarantino se ha ganado por derecho propio ser el heredero natural de la nouvelle vague. Y eso que aún no hemos visto la segunda parte.
1 comentario:
Pues lamento que el motivo por el que pongo este, mi primer post en tu blog sea que no apareces en google como el primer resultado, sino como el segundo.... un abrazo
7 de septiembre de 2007 1:19
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