4 jun 2008

Harry Potter y el cáliz de fuego (Chris Columbus, 2005)


En los aledaños de una de las macrosalas donde se proyectaba Harry Potter y el cáliz de fuego había dos jóvenes entendidillos profiriendo comentarios jocosos. Uno de ellos dijo de repente: ¿Crees que todavía quedará algún friki que no se haya leído los libros de la serie?. Esto da que pensar. Da igual el saco de millones que recaude la película. Es igual la cantidad de adeptos que aglutine el videojuego y también resulta casi irrelevante las arrobas de merchandising que, a buen seguro, comercializará Toys'r us. Si un producto es capaz de cambiar el significado del vocablo más cool desde mediados de los 90, merece un estudio sociológico. La definición pre-jóvenes entendidillos mantenía que friki es algo así como empollón, gafotas, acusica que se entretiene con hobbies minoritarios y que está apuntado al club de filatelia de su barrio. Frikis eran los veneradores de Star Wars, los devotos del juego de rol de El Señor de los Anillos y los devoradores de tebeos de a 20 euros la pieza. Ahora, gracias a Potter, las tornas se han invertido. Ahora, según la antigua acepción, frikis somos todos.

Nos encontramos ante la más madura, equilibrada, jugosa y terrorífica de todas las aventuras del más famoso niño mago. La ingenuidad y espíritu descriptivo que ya desaparecieron en la última (y mejor hasta entonces) entrega, son hábilmente sustituidas por intriga y profundidad de conceptos. No porque se ahonde demasiado en la construcción de los caracteres, que no da tiempo, sino porque los temas tratados son mucho más sugerentes que cuando Harry era un muchachito.

Por primera vez, la camada de jóvenes magos se percata de la existencia del sexo opuesto y eso da cantidad de juego. Los fotogramas de las adaptaciones de Columbus y Cuarón que relataban infantiles corredurías de niños acudiendo a sus clases de herbología y de pociones son mutadas en un relato hormonal y adrenalínico que parece escrito por los creadores de American Pie. Eso sí, edulcorándolo y prescindiendo del chiste fácil y chabacano. El amor aparece y con él las inevitables demostraciones de celos y heroísmo.

"El torneo de los tres magos" que, en esta ocasión, sustituye al popularísimo quidditch permite un despliegue asombroso de efectos especiales que tienen su punto álgido en la escena del dragón. Si el deporte había tenido una importancia predominante en la saga, incluso por encima de los enfrentamientos finales con los villanos, aquí Mike Newell (Cuatro bodas y un funeral, La sonrisa de Mona Lisa) consigue un equilibrio que hace que el conjunto adquiera una dosis de solidez y ritmo interno que hasta ahora no conocíamos.

Si de algo adolece este Potter es de las leves pinceladas con que se esbozan ciertos temas. Los personajes como McGonagall, Snape o Sirius Black que tan bien venían construyéndose, ven reducida su aportación a tres o cuatro líneas de guión en favor de la espectacular pirotecnia. De cualquier manera no es una tara trascendental, pues si por algo son valiosas La piedra filosofal y La cámara secreta es porque nos presentaron de una manera muy detallada tanto al profesorado como a las instalaciones de Hogwarts, que a estas alturas se ha convertido en un lugar común para todos, como el salón de la propia casa.

Es posible que el espectador no conocedor del mundo literario complementario al film vea como su cabeza va de un escenario a otro, sin solución de continuidad, corriendo el riesgo de caer en la desorientación. No es fundamental la lectura del relato de la novela en que se basa, pero si ayuda muchísimo.

Cabe señalar que la obra adaptada esta vez tiene casi el doble de grosor que las anteriores y que al principio estaba planeado partirla en dos al estilo de Kill Bill o Matrix, pero los peces gordos de Warner no se atrevieron a cambiar el esquema temerosos de que la legión de seguidores de la saga no se acomodara al nuevo formato. Yo voy más lejos, propongo la traslación en formato de serie televisiva para no perdernos ni uno solo de los detalles de este mundo paralelo y fascinante. Nadie desde William Goldman con su Princesa prometida había hecho tanto por los niños, y no tan niños, como la inglesa J.K. Rowling. No sólo por las películas, sino, sobre todo, por su monstruo literario. Ray Bradbury se lo agradecería. Gracias a ella, todos somos frikis. O ninguno, según se mire.

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