4 jun 2008

La misión (Roland Joffé, 1986)


Cada cierto tiempo, no a menudo pero sí cada cierto tiempo, se da una afortunada sinergia gracias a la cual, música e imagen entran en una comunión tan absoluta que se crea una cumbre cinematográfica. Le ocurrió a David Lean con su Río Kwai y a Charles Vidor cuando Rita Hayworth cantó "Put the blame on me" en la memorable Gilda. "Gabriel´s oboe" es la pieza sin la que La misión no sería lo que es y eso hay que agradecérselo al italiano Ennio Morricone, que decidió que dibujar con las notas de una flauta el paisaje que retrató con maestría Chris Menges.

Sería injusto, no obstante, dejar fuera del reparto de la tarta del éxito al cineasta inglés Roland Joffé, que con la calma del que observa hizo que la acción de esta cinta histórica fuera un pretexto para introducir un par de ideas abigarradas pero sutiles. Por un lado el de la realización de unos indígenas guaraníes felices hasta la llegada del "malvado hombre blanco" a las Indias a través de una evangelización musical. No importa que ellos no lo hubieran pedido, porque el ser humano es intrínsecamente colonizador y codicioso. Ahí no se mete Joffé, que lo único que quiere es hacer una oda al poder liberador del arte y de la solidaridad. La segunda idea tratada es que el más villano y el más santo pueden alcanzar el mismo nivel de bondad si reciben los impulsos adecuados.

No es un alegato papanático el que propone La misión, sino una poesía cinematografiada que apela a la belleza de las cosas pequeñas. Se podría acusar al conjunto de abusar de los recursos naturales cayendo en un peligroso preciosismo, pero es una narración que se apoya más en el entorno y en los estímulos redentores que en la propia palabra, que se hace superflua cuando la lluvia pule con vehemencia los rostros de un Robert de Niro que está de vuelta de todo hasta darse cuenta de que siempre es posible un nuevo comienzo.

La turbadora belleza de la frontera argentina-paraguaya-brasileña es suficiente para cargar con el peso de una película histórica que no enfatiza en el desarrollo de los hechos reales, que sólo sirven como marco para demostrar que en una lucha de poder, el que siempre sale malparado es el inocente. La intención de esta liviandad argumental es un guiño hacia el hecho de que no es ese el escenario concreto donde suceden las aberraciones del mundo sino que es una circunstancia universal.

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