Era apenas un joven muchacho cuando leí una de esas clasificaciones arbitrarias y moralizantes donde señalaban a Sin perdón como la mejor película americana de los años 90. Los rankings son algo subjetivo y carecen de valor cinematográfico, con más interés para los estadistas devotos que para cualquier amante del arte si es que reunimos el valor de denominar así a esta irregular disciplina que es el cine.
Entre fascinado y muy condicionado revisé aquella crepuscular película de vaqueros, pues la primera vez que la vi sólo contaba con unos tiernos e inconscientes 12 años. Entendí entonces las subtramas: la poesía que encierra la suciedad, el valor de la amistad y el poder redentor de la venganza. Yo, rematado y maldito estadista seguía teniendo El apartamento como película de cabecera pero Sin perdón subió puestos vertiginosamente en mi lista ATP mental hasta introducirse en el privilegiado top ten.
Desde entonces decidí hacerme apóstol de San Clint Eastwood prometiendo defenderle a ultranza siempre en las tertulias de cafetería y empecé a acudir con devoción a la cita anual que me propusiera como si de un segundo Woody Allen se tratara.
Disfruté con las arrebatadas pasiones que bañaban Los puentes de Madison, romance otoñal de sensibilidad extrema que nos invitaba a seguir los dictados de nuestro corazón. Me hipnotizó el surrealista y pausado cluedo sureño, a mayor gloria de Kevin Spacey: Medianoche en el jardín del bien y del mal. Me inquieté con ese retocado y mejorado déjà vu con respecto a Pena de muerte, la loable Ejecución inminente. Me divertí con el guiño al cine de palomitas que fue la comedia interestelar Space cowboys, parábola del jubilado con espíritu de Peter Pan. Y, ya en la temporada pasada, reconocí todos los méritos de Mystic River, advirtiendo el oficio y el talento de trabajar con material ajeno para hacer siempre una criatura personalísima e inconfundible. He de reconocer que si bien me sentí un poco defraudado por el único punto de negro de su composición, (la conversación de alcoba entre Sean Penn y Laura Linney en la que ésta justificaba vergonzantemente la conducta de su marido como broche del metraje), lo que más me dolió fue la secreta rabieta de que no iba a poder soñar durante la proyección con que apareciera el bueno de Clint escupiendo uno de sus célebres "Alégrame el día".
Este año fui a ver sin prejuicios Million dollar baby, gestada en menos de 40 días y con pinta de ejercicio intimista. Sorpresa superlativa. Lluvia de sensaciones. Realización como espectador. Fue tal el torrente de emociones que se hace difícil explicarlo como un rostro pálido.
El mosaico de fotogramas me trasladó durante dos horas a un lugar mejor, a ese que sólo son capaces de llevarte cineastas como Capra, Wilder y Ford, individuos con parking reservado en el Olimpo de las Ilusiones. Pocas veces, casi ninguna, diría yo, el que se apaguen las luces del cine y el que tus pupilas queden fascinadas se convierten en actos correlativos tan identificables. Pensar que algo creado por la mano de un hombre pueda hacernos pensar que el mundo es un lugar más bonito, divertido y agradable es un hecho tan raro como fascinante.
Clint Eastwood se ha convertido en uno de los realizadores más grandes de la historia (el más grande vivo), haciendo el mismo western desde hace más de 40 años, pero eso no es paradójico ni nuevo porque es el legítimo sucesor de John Ford, tanto en laconismo como en economía de medias y clasicismo.
Esta vez va de boxeo, al menos en apariencia, pero ese violento deporte no es otra cosa que un telón de fondo para contarnos que la vida es mala a veces, que raramente da segundas oportunidades y que si somos capaces de reconocer nuestra tabla de salvación, más nos vale perseguirla hasta que se canse de huir de nosotros, porque de otra manera corremos el riesgo de extraviarnos.
Otra historia de vencidos que encuentran la oportunidad de quedarse en paz con el mundo, esta vez aliñada con la Nueva Karate Kid, una Hilary Swank luminosa, arrebatadora y dulce en la primera parte del metraje y un tanto sombría pero igualmente brillante en la segunda. Un milagro de la naturaleza, no a la hora de elegir papeles (El misterio del collar, El núcleo y Premonición dan muestra de su poco olfato) pero sí cuando el guión está a la altura de su talento.
Maggie, su boxeadora en la película que nos ocupa, posiblemente sea el personaje más honesto, bueno y achuchable desde el George Bailey de ¡Qué bello es vivir! Su retrato de la camarera / luchadora es tan convincente que nos olvidamos de que estamos hablando a una trama tan inusual y tabuística como son las peleas femeninas. Destila tal grado de veracidad que el medio pasa desapercibido. Hoy en día que está tan en boga el intento de restringirlas por un falso proteccionismo, vemos como algo normal los combates de Maggie, no como actos sórdidos sino como hazañas épicas. Una meteórica e irremediable ascensión que nunca pierde el interés y que es del todo menos predecible. Una suerte de trayectoria que salpica la trama de vértices de tensión hasta que nos encontramos con un sorprendente punto de inflexión.
A su empresa se une un viejo entrenador que ha sido todo y que ve en ella el último tren para dar algo de sentido a una vida que perdió el norte hace décadas debido a una familia disfuncional.
La joven emprendedora se convertirá en su prolongación en el ring, en su ilusión renovada y en un soplo vital dirigido a su corazón, que ya sólo late porque puede.
Compendio de todos los sabios mentores, desde el señor Miyagi hasta el genial Pai Mei de Quentin Tarantino, es un maestro estricto que enseña poco a poco muchas cosas importantes, y además boxeo.
Es el Clint de siempre, un duro. Pero un duro desarmado, un duro cotidiano que necesita de su amigo Scrap (sobresaliente Morgan Freeman) para completarse, amalgamando una bella simbiosis que da sentido al concepto de buddy movie. Porque, amigos, tenemos entre manos una buddy movie, un western, una comedia (en los primeros compases), un drama generacional, un drama absoluto y una historia de superación personal y de redención (como casi siempre) que hace que el precio de la entrada resulte irrisorio comparado con casi cualquiera de sus coetáneas. Ah, se me olvidaba, también es una historia de boxeo que tiene vocación de no serlo y que deja (perdón por el sacrilegio) a Toro salvaje en un aburrido telefilme.
Esta película te enamora, te atrapa, te zarandea y te acaricia en la sien cuando te abandona, si es que te abandona.
Todo filtrado por un tamiz de clasicismo que hace que todo adquiera una sobredosis de coherencia. No le hacen falta al perro viejo artificios ni ardides que eleven el tono del filme más allá de un leve susurro. Eastwood hace bueno el utópico tópico de contar tanto con tan poco, si acaso aderezado con alguna leve cita de Yeats (guiño a Los puentes de Madison).
Ese clasicismo inmediato se hace patente al observar un Chrysler del 2004 todo nuevecito y metalizado sabiendo que no desentonaría si la película se hubiera rodado en los 40. Ese es el poder de Clint, el poder sacar lo poético de lo aséptico, la melancolía de la tecnología. Eso y que no necesita valerse de demagogias para contar una historia tremenda que nunca jamás alecciona, sino que pone la cámara en su punto exacto, donde más interesa al espectador. Sin pensar por él, cosa que, con los tiempos que corren, no puede decir todo el mundo.
Como si de ese médico al que iba de pequeño y que me sacaba una moneda de 100 pesetas de la oreja cada vez que le veía, sin que yo pudiera sentirme de otra manera que fascinado y perplejo, se tratara, Harry el sucio se convierte en ilusionista una vez al año consiguiendo regalarnos incombustiblemente una obra maestra tras otra. Machaconamente. De forma tan brillante y puntual que sentimos un poco de sonrojo de tanta gratitud acumulada.
Me despido con un anhelo: me gustaría que esta crítica la hubiera firmado Hemingway y no yo, hubiera tenido cosas preciosas que decir de Million dollar baby. Estoy seguro de que sería su película favorita.
Entre fascinado y muy condicionado revisé aquella crepuscular película de vaqueros, pues la primera vez que la vi sólo contaba con unos tiernos e inconscientes 12 años. Entendí entonces las subtramas: la poesía que encierra la suciedad, el valor de la amistad y el poder redentor de la venganza. Yo, rematado y maldito estadista seguía teniendo El apartamento como película de cabecera pero Sin perdón subió puestos vertiginosamente en mi lista ATP mental hasta introducirse en el privilegiado top ten.
Desde entonces decidí hacerme apóstol de San Clint Eastwood prometiendo defenderle a ultranza siempre en las tertulias de cafetería y empecé a acudir con devoción a la cita anual que me propusiera como si de un segundo Woody Allen se tratara.
Disfruté con las arrebatadas pasiones que bañaban Los puentes de Madison, romance otoñal de sensibilidad extrema que nos invitaba a seguir los dictados de nuestro corazón. Me hipnotizó el surrealista y pausado cluedo sureño, a mayor gloria de Kevin Spacey: Medianoche en el jardín del bien y del mal. Me inquieté con ese retocado y mejorado déjà vu con respecto a Pena de muerte, la loable Ejecución inminente. Me divertí con el guiño al cine de palomitas que fue la comedia interestelar Space cowboys, parábola del jubilado con espíritu de Peter Pan. Y, ya en la temporada pasada, reconocí todos los méritos de Mystic River, advirtiendo el oficio y el talento de trabajar con material ajeno para hacer siempre una criatura personalísima e inconfundible. He de reconocer que si bien me sentí un poco defraudado por el único punto de negro de su composición, (la conversación de alcoba entre Sean Penn y Laura Linney en la que ésta justificaba vergonzantemente la conducta de su marido como broche del metraje), lo que más me dolió fue la secreta rabieta de que no iba a poder soñar durante la proyección con que apareciera el bueno de Clint escupiendo uno de sus célebres "Alégrame el día".
Este año fui a ver sin prejuicios Million dollar baby, gestada en menos de 40 días y con pinta de ejercicio intimista. Sorpresa superlativa. Lluvia de sensaciones. Realización como espectador. Fue tal el torrente de emociones que se hace difícil explicarlo como un rostro pálido.
El mosaico de fotogramas me trasladó durante dos horas a un lugar mejor, a ese que sólo son capaces de llevarte cineastas como Capra, Wilder y Ford, individuos con parking reservado en el Olimpo de las Ilusiones. Pocas veces, casi ninguna, diría yo, el que se apaguen las luces del cine y el que tus pupilas queden fascinadas se convierten en actos correlativos tan identificables. Pensar que algo creado por la mano de un hombre pueda hacernos pensar que el mundo es un lugar más bonito, divertido y agradable es un hecho tan raro como fascinante.
Clint Eastwood se ha convertido en uno de los realizadores más grandes de la historia (el más grande vivo), haciendo el mismo western desde hace más de 40 años, pero eso no es paradójico ni nuevo porque es el legítimo sucesor de John Ford, tanto en laconismo como en economía de medias y clasicismo.
Esta vez va de boxeo, al menos en apariencia, pero ese violento deporte no es otra cosa que un telón de fondo para contarnos que la vida es mala a veces, que raramente da segundas oportunidades y que si somos capaces de reconocer nuestra tabla de salvación, más nos vale perseguirla hasta que se canse de huir de nosotros, porque de otra manera corremos el riesgo de extraviarnos.
Otra historia de vencidos que encuentran la oportunidad de quedarse en paz con el mundo, esta vez aliñada con la Nueva Karate Kid, una Hilary Swank luminosa, arrebatadora y dulce en la primera parte del metraje y un tanto sombría pero igualmente brillante en la segunda. Un milagro de la naturaleza, no a la hora de elegir papeles (El misterio del collar, El núcleo y Premonición dan muestra de su poco olfato) pero sí cuando el guión está a la altura de su talento.
Maggie, su boxeadora en la película que nos ocupa, posiblemente sea el personaje más honesto, bueno y achuchable desde el George Bailey de ¡Qué bello es vivir! Su retrato de la camarera / luchadora es tan convincente que nos olvidamos de que estamos hablando a una trama tan inusual y tabuística como son las peleas femeninas. Destila tal grado de veracidad que el medio pasa desapercibido. Hoy en día que está tan en boga el intento de restringirlas por un falso proteccionismo, vemos como algo normal los combates de Maggie, no como actos sórdidos sino como hazañas épicas. Una meteórica e irremediable ascensión que nunca pierde el interés y que es del todo menos predecible. Una suerte de trayectoria que salpica la trama de vértices de tensión hasta que nos encontramos con un sorprendente punto de inflexión.
A su empresa se une un viejo entrenador que ha sido todo y que ve en ella el último tren para dar algo de sentido a una vida que perdió el norte hace décadas debido a una familia disfuncional.
La joven emprendedora se convertirá en su prolongación en el ring, en su ilusión renovada y en un soplo vital dirigido a su corazón, que ya sólo late porque puede.
Compendio de todos los sabios mentores, desde el señor Miyagi hasta el genial Pai Mei de Quentin Tarantino, es un maestro estricto que enseña poco a poco muchas cosas importantes, y además boxeo.
Es el Clint de siempre, un duro. Pero un duro desarmado, un duro cotidiano que necesita de su amigo Scrap (sobresaliente Morgan Freeman) para completarse, amalgamando una bella simbiosis que da sentido al concepto de buddy movie. Porque, amigos, tenemos entre manos una buddy movie, un western, una comedia (en los primeros compases), un drama generacional, un drama absoluto y una historia de superación personal y de redención (como casi siempre) que hace que el precio de la entrada resulte irrisorio comparado con casi cualquiera de sus coetáneas. Ah, se me olvidaba, también es una historia de boxeo que tiene vocación de no serlo y que deja (perdón por el sacrilegio) a Toro salvaje en un aburrido telefilme.
Esta película te enamora, te atrapa, te zarandea y te acaricia en la sien cuando te abandona, si es que te abandona.
Todo filtrado por un tamiz de clasicismo que hace que todo adquiera una sobredosis de coherencia. No le hacen falta al perro viejo artificios ni ardides que eleven el tono del filme más allá de un leve susurro. Eastwood hace bueno el utópico tópico de contar tanto con tan poco, si acaso aderezado con alguna leve cita de Yeats (guiño a Los puentes de Madison).
Ese clasicismo inmediato se hace patente al observar un Chrysler del 2004 todo nuevecito y metalizado sabiendo que no desentonaría si la película se hubiera rodado en los 40. Ese es el poder de Clint, el poder sacar lo poético de lo aséptico, la melancolía de la tecnología. Eso y que no necesita valerse de demagogias para contar una historia tremenda que nunca jamás alecciona, sino que pone la cámara en su punto exacto, donde más interesa al espectador. Sin pensar por él, cosa que, con los tiempos que corren, no puede decir todo el mundo.
Como si de ese médico al que iba de pequeño y que me sacaba una moneda de 100 pesetas de la oreja cada vez que le veía, sin que yo pudiera sentirme de otra manera que fascinado y perplejo, se tratara, Harry el sucio se convierte en ilusionista una vez al año consiguiendo regalarnos incombustiblemente una obra maestra tras otra. Machaconamente. De forma tan brillante y puntual que sentimos un poco de sonrojo de tanta gratitud acumulada.
Me despido con un anhelo: me gustaría que esta crítica la hubiera firmado Hemingway y no yo, hubiera tenido cosas preciosas que decir de Million dollar baby. Estoy seguro de que sería su película favorita.
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