31 ago 2008

WALL•E: Batallón de limpieza (Andrew Stanton, 2008)



Lo mejor de WALL•E es su preámbulo: un mago y su conejo, que se putean sin cesar. La batalla entre el jefe y el subordinado, la escalada en la lucha de poder por motivos puramente alimenticios. Presto condensa lo mejor de Pixar. En los metrajes cortos son dioses, el problema es cuando buscan alcanzar irrenunciablemente la obra maestra y multiplican bobina perdiendo en concisión y ajuste. No hay un corto parido por la factoría de Lasseter, ni siquiera el que encabeza a la más perdurable de sus obras, esta ambiciosa parábola de robots más humanos que sus inventores, que no supere a su antecedida.

WALL•E (Waste Allocation Load Lifter Earth-Class), en su humanidad, no necesita de palabras para mostrarse franco y honesto. Es un robot enmoradizo y bondadoso que derrocha altas dosis de cine primario, el que, despojado de palabras apela directamente a lo más emocional de la sensibilidad. El patetismo que le confiere la soledad pasa de ser una artimaña a una atractiva máxima vital: si estás callado, pones cara de bueno y no te metes con nadie, nada malo te pasará. Más bien, todo lo contrario.

Se desprende una hipótesis: El ser humano lo empaña todo. Los hombres, justamente recluidos en una hojalata voladora de abominables dimensiones, han dejado La Tierra en paz y se han llevado consigo el terror, las envidias y la estupidez. En el momento en que hace acto de presencia, el mutismo muere y empieza el aburrimiento. Y entonces viene a la cabeza 'El oso' de Annaud y su nobleza. Y cuando todo mejora es porque los gordos se hacen más robóticos y no al revés. Y llega el final, que sabes que no será más que un nuevo comienzo donde nada será tan tranquilo.

Apocalipsis.

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