Nada más salir del cine, entro al excusado y veo a dos señores charlar de lo que les ha parecido ‘La historia de Santa Claus’. Por mi parte, prefiero no hablar tras los pases. La mente humana es tremendamente influenciable cuando recibe juicios de valor ajenos si aún tiene calentito en el horno un pensamiento que procesar. Y estos quieren adulterar mi idea. Dicen que es simple, que le falta emoción, y yo, tirando de bravura y de apresurada autoconvicción me repito como un mantra que la suposición de cómo debió ser San Nicolás de pequeño se adapta como guante a la mano a lo que puede pedir un infante inquieto a unos multicines. Le cuentan una historia que le interesa —-porque a todos nos gusta saber cómo se forjan los ídolos—, que tiene actualidad (estamos en Adviento, así que abrácense) y que, a ratos (cada vez que cualquiera pronuncia la mágica palabra 'Aada'), conmueve.
No hay chistes sofisticados ni gran diseño de caracteres. La gente hace en cada momento lo que se espera de ellos, pero, a diferencia de otras historias en las que necesitamos que nos sacudan, ésta, 'miembra' por derecho de ese pequeña cajita de bombones deliciosos que, escondido, suele aparecer cada año, solamente pretende mecernos. Suspiro contento porque han llegado tarde en su afán mediatizador, me lavo las manos y me voy con viento fresco.
No hay chistes sofisticados ni gran diseño de caracteres. La gente hace en cada momento lo que se espera de ellos, pero, a diferencia de otras historias en las que necesitamos que nos sacudan, ésta, 'miembra' por derecho de ese pequeña cajita de bombones deliciosos que, escondido, suele aparecer cada año, solamente pretende mecernos. Suspiro contento porque han llegado tarde en su afán mediatizador, me lavo las manos y me voy con viento fresco.
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