Y precisamente en ese error cae lo nuevo de Jonathan Mostow, en intentar darnos gato por liebre suplantándole... por sí mismo. En un futuro no lejano, las actividades físicas nos resultan agotadoras, peligrosas o sencillamente aburridas. Es ahí cuando entran en escena unos cyborgs que hacen todo por nosotros: se manejan desde casa como si fueran un videojuego de dimensiones reales, un alter ego que suplanta al yo verdadero. Y todos los tienen. De ahí nace un tejido social más perfecto, pero, consecuentemente, desnaturalizado.
Y de repente, fallo en Matrix. Surge un crimen en una comunidad en la que se habían olvidado de lo que era eso. Los robots intentan solventarlo, pero claro, no es lo mismo porque se ha perdido la práctica. Soy de la teoría de que para que un poli sea de raza debe tener cierta tendencia al alcoholismo, decir muchos tacos y escupir gapos por la comisura. El doble de Willis no lo hace y, entretanto, aburre. Sólo cuando se cansa de tanta vaina y da paso al viejo rockero alopécico (la peluca del muñeco al más puro estilo Nic Cage es un engendro) es cuando nos da la sensación de que Willis es Willis, esto es, lo que queríamos ver todos: el Laurence Olivier de los mamporros.
Es irregular lo nuevo de Mostow, que nos tenía acostumbrados a acción de calidad sin freno y aquí hay que achacarle uno de los finales más tontos y naif (sin quererlo) del año. Aún así, auguro que hará buen dinero. Y de eso se trata, ¿no?
Valoración: 4/10
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