Siempre ha disfrutado Jarmusch de las narraciones episódicas, de la sucesión de gags, de la galería de personajes. Quizá porque tiene muchas voces interiores, porque multitud de tipos bullen de su cabeza mientras escribe y quiere darles salidas a todos. Obviando la especificidad de su propuesta y su más o menos universal pegada, lo cierto es que si el paradigma de la independencia no traiciona nunca a alguien, es a sí mismo. Aunque en esta ocasión haya cambiado ruido por silencio y adrenalina por valium narrativo. De tanto festivaleo, Jarmusch se ha hecho iraní.
La expansividad de 'Flores rotas', con cierto tirón comercial incluso (Bill Murray post Tokio y Sharon Stone) y humor casi estándar, es contrarrestada aquí con un guión minimalista, escrito sobre la marcha y sin vocación de trascendencia. De verdad, lo que hay es lo que ves a no ser que haya salido metáfora de casualidad. "No traté de analizar demasiado lo que hacía. Cuando rodaba no me hacía preguntas", nos contó en San Sebastián la semana pasada. Toda una patada en la boca a críticos extraanalíticos.
Si este año lamentábamos que Almodóvar reinterpretara a Almodóvar con su algo fallida 'Los abrazos rotos', aquí el experimento es similar. Jarmusch multiplica sus propios tics y se desnuda de cualquier afán de contentar a la masa. Pare ello se vale de Isaach de Bankolé, un negro grande y callado de hábitos marcados, y de toda una serie de marcianos que pululan paulatinamente a su alrededor. En el último tramo, deconstrucción de la mano del habitual Murray. No es demasiada recompensa para los profanos, pero sí un broche coherente después de tanto humo.
Valoración: 6/10
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