La noticia la cuelgan Twitter, Facebook y los diarios de internet. Es la era de las redes sociales y Brittany ha muerto. Tenía 32 años hasta ayer. Tendrá 32 años para siempre a partir de hoy. Ella las previó en su debut ceniciento en 'Fuera de onda'. El zapatófono que llevaba esa suerte de Emma posmoderna que era Alicia Silverstone (ahora el casting iría al revés) en su primera película avanzaba chisme, comedia y adolescencia. Britanny, en realidad se desvirgó artísticamente en términos absolutos en 'Murphy Brown', precisamente Murphy como su apellido Murphy. Brittany Murphy. Te mando un beso rápido que te alcance antes de intentar sobornar a San Pedro con una cafetera.
"No me lo puedo creer...", "Estoy en shock", "Con lo joven que era...", "¿Serían las drogas?", comentan hoy los mismos fans temporeros que consultan los paneles de prensa para saber cuántas t's duplica su nombre, porque hasta ayer casi nadie sabía nada de ella aparte de que era una chica mona: "¿Dónde dices que salía?". Y eso es porque tuvo una carrera atípica. Porque era una estrella anónima, dueña de un chasis suficientemente bello para que la colaran de cabeza de cartel en las américas en pelis que aquí nos llegaban para pastar en nuestros videoclubes y de una sonrisa tan hipnótica como para copar muchas páginas del Just Jared.
Pero lo bonito era su voz de cazalla que la convertía en la alternativa macarra de Kate Hudson o la Johansson. También la sonrisa líquida y los ojos gatunos de la que es mala pero se hace la buena. Todo ello le daba la versatilidad para ser una intrusa golden card en el sistema al lado de Ashton Kutcher ('Recién casados') o de Eminem ('8 millas') cuando ella en realidad era una chica indie de vaqueros rotos a la altura del tacón de tanto pisarlos.
Es lo que leyó en su alma vieja el cada vez menos silvestre Edward Burns, que últimamente se la estaba llevando de la manito a reinar con Rosario Dawson su troupe de neoyorquinos hiperverborreicos. Experimentos radicalmente indies como 'Spun' o 'The dead girl' ponían la mancha de rimmel en sus ojos nacidos para llorar. Incomprendidamente preciosa como pocas, esta aristada chica del suburbio parecía gestionar su carrera en los términos de una biblia multicapitular que explicara con minucioso detalle el mito de Pigmalión.
Llevo recomendando desde hace varios meses a todos los que me importan una peli ñoña de 2007 llamada 'The Ramen Girl', no estrenada en nuestro país hasta la fecha, y quizá ahora apresuradamente necesaria. En ella, Brit en Tokio es abandonada por un novio imbécil que prefiere los ojos rasgados de un tiempo a esta parte. Y la rubia eterna, rubia de todos ahora, entona entonces una melodía de llanto que la lleva hasta un restaurante de ramen en la que los fideos absorben su pena. A partir de ahí, ella sólo puede pensar en aprender a cocinarlos como los oriundos milenarios. Y se empapa de Tokio, de Japón y de vida. Conocerá a un paisano, claro, y se enamorará, desde luego, pero ésa es otra historia.
La verdadera metáfora de este corolario es que desde su ñoñez, y amparada sólo en la potencia de unos gestos pequeños y un encanto con nombre y apellido que ayer adquirieron categoría de mito en una ducha maldita, pone de vuelta y media lo que Scarlett hizo a manos de Coppola y convierte en dignísimo un proyecto exótico y hasta ahora inestrenable en medio mundo, el de la chica ramen, la que no se contentó con taconear los mármoles de Rodeo Drive y pateó el mundo de arriba a abajo dejando tras de sí una selecta aunque incondicional estela de dorada admiración.
Brittany en 'The ramen girl' (2007), una pequeñísima maravilla a su servicio.
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