A menos de 20 metros del Berlinale Palast se encuentra el lujoso hotel Hyatt, donde la prensa internacional se da codazos al menos tres veces al día para entrar en la absurdamente insuficiente sala de conferencias. Es en la primera planta del edificio donde la crème de la crème hollywoodiense, la vanguardia asiática y la nobleza europea (sobre todo) presenta alternativamente sus productos por primera vez. Escasos metros cuadrados que se abarrotan los febreros de cada año más que el metro de Tokio. Ajena al trajín, o no tanto, espera en el lounge aledaño la escocesa Tilda Swinton, quien ha establecido una miniaturizada y bastante clandestina agenda para presentar lejos de fastos Yo soy el amor (I am love), seleccionada para participar en la cuarta muestra de Cine Culinario, encuadrada en la pasada edición del Festival de cine de Berlín.
Flanqueada por su agente y por el director siciliano Luca Guadagnino, miss Swinton espera sentada vestida de riguroso blanco. No es hasta que se pone de pie para entonar la recepción que se perciben su descomunal 1’79 de estatura, las aristadas líneas que conforman su rostro y un extravagante peinado marca de la casa. Rapada a la altura de las sienes y con un mechón flamígero y antinaturalmente anaranjado que corona su cabeza al estilo Tintín, evoca de inmediato a un espárrago bañado en salsa de zanahoria. La tez, casi exenta de cualquier coloración, hace que su imagen de la Reina Blanca, que tan popular la hizo para las grandes audiencias en Las Crónicas de Narnia (Andrew Adamson, 2005) reste mérito a los estilistas de aquella película. Tilda es pura nieve en la capital del frío.
Andrógina como se muestra, hace oposiciones para ser el reflejo noreuropeo de nuestra nacional Bimba Bosé y, desde luego, se antoja tan de mal gusto como irreal adivinar los 49 años que chiva su carnet de identidad. Pocas horas antes se ha podido presenciar la proyección del filme que viene a promocionar y que la ha unido por segunda vez al autor de la convulsa Melissa P. (2005), con quien ya trabajara en The protagonists (1999). En este reencuentro, en el que la actriz ha hecho también las veces de productora, asistimos a una operística estructura de cuatro actos en la que se observa cómo una acomodada familia de la burguesía milanesa de finales del siglo XX se deja llevar por los bajos instintos de la economía y el amor más inmediato e instintivo.
Emma, la matriarca, ella, interpreta en los primeros compases a la modélica y abnegada esposa de empresario. Solícita con las obligaciones de anfitriona constante dentro de su viscontiana mansión, su papel es el de una asilvestrada rusa que se ha hecho a los modos y maneras de la ortodoxia transalpina. Una auténtica mamma, pero con mucho acento. “Trabajé con un speaker ruso para hacerme con mi personaje. Tenía que hablar italiano, pero afortunadamente no como una hablante nativa, sino como una inmigrante, lo que no dejaba de representar un desafío, porque, además de todo, tenía que ser lo más rusa que pudiera”.
Atendiendo a los orígenes geográficos de Emma, la actriz quiso preparar la sensibilidad de la historia “leyendo novelas rusas, y más en concreto a Tolstoi, con cuyos personajes tiene más que ver Emma que con la naturaleza soviética propiamente dicha. Fue muy difícil para mí pero era importante demostrar que era un alien en Italia”.
Ese punto marciano con que cuenta Swinton como valor específico, y que Guadagnino no ha sido el primer director en explotar, era necesario para explicar la fragilidad de cimientos emocionales que unen a Emma con el empalago social en el que vive, pero a la vez emplazando sus raíces reales en un lugar lo suficientemente inhóspito y poco apetecible como la antigua U.R.S.S. al que no querer regresar de ningún modo. En palabras de su director: “Teníamos que encontrar una manera en la que la mujer no fuera a volver a su país si las cosas se torcían, cosa que, si hubiera sido norteamericana, habría sido más difícil de creer. Hicimos varios estudios sobre la U.R.S.S. y la adaptación de la gente de allí a la sociedad occidental y vimos que funcionaba”.
El personaje, su Emma Recchi [basado en la biografía del propio Guadagnino, de madre también inmigrante (argelina) y con idéntico e indeleble apego a la sociedad italiana debido su naturaleza islámica], se halla inmerso es un camino de no retorno, una de las circunstancias que más sedujo a Swinton para embarcarse en el proyecto cuando hace 10 años, tras la agradable experiencia conjunta de The protagonists, se empezó a gestar el guión.
Sin embargo, para Swinton, éste no es el modo óptimo de trabajar, pues puede llevar a desengaños como el que experimentó a comienzos de los 90 tras su colaboración con Sally Potter en la traslación a la gran pantalla de Orlando (1992), película basada en la novela homónima de Virginia Woolf que tardó cinco años en rodarse: “Recuerdo que cuando vi aquella película por primera vez me pareció un tráiler en comparación con la epopeya de 48 horas que había imaginado". No sería, pues, quizá, una experiencia del todo satisfactoria, aunque sí la puerta de entrada a la entronizada y flemática élite actoral Brittish hace casi dos décadas.
Los prestigiosos comienzos sumados a la noble dotación genética que impregna su ADN (su padre, Sir John Swinton de Kimmerghame es representante de trigésimo quinta generación de una estirpe cuyo origen se puede rastrear hasta el siglo IX) a haber sido compañera de pupitre de Lady Di en West Heath en sus años de escuela y a dos doctorados obtenidos tras su licenciatura en Ciencias Sociales y Políticas en Cambridge, podían hacer prever una trayectoria algo más conservadora y alejada de las sexualidad abierta y ambigua [además de en Orlando interpretó a un hombre, el arcángel san Gabriel en Constantine (Francis Lawrence, 2005), la relectura del cómic Hellblazer a mayor gloria de Keanu Reeves] que ha salpimentado todo su currículo. Nada más lejos.
Porque si la crítica ortodoxa continental la saludó como una nueva dama isabelina, amparada sobre todo por sus colaboraciones con el intelectual Derek Jarman, Swinton decidió que no tenía por qué hacer lo que se esperaba de ella, y optó por dar un giro totalmente comercial a su carrera con múltiples colaboraciones mercenarias al otro lado del Atlántico, incluida la de líder de la tribu de acogida de Leonardo di Caprio en La playa (Danny Boyle, 2000), donde ejercía de hostigadora sexual del joven efebo saludando por primera vez a audiencias decididamente planetarias.
Hace un par de años, Swinton, habitual del festivaleo europeo, llegó a declarar en la presentación de Quemar después de leer (Joel & Ethan Coen, 2008) en Venecia que no sentía ningún interés por el teatro (que le parecía del todo aburrido) ni por los guiones, sino únicamente por los directores. Dicho lo cual, y habida cuenta de que no habla nunca para la galería, tampoco extraña que no se comporte de cara a la misma. Incendiaria fue su aparición en la gala de los Oscar aquel mismo año cuando se presentó a recoger la estatuilla que la acreditaba como mejor secundaria del año por Michael Clayton (Tony Gilroy, 2007) acompañada del artista neozelandés Sandro Kopp, 18 años menor que ella; detalle insignificante de no ser porque quien se quedó cuidando a los niños en Londres fue su pareja oficial, el también artista, aunque algo más talludo, John Byrne, quien, según diversas publicaciones, bendice la relación a tres bandas en un trasunto acaso más intrincado que el protagonizado por Mikael Blomkvist con su editora y el marido de ésta en la muy vendida trilogía literaria Millennium.
Así que el sexo como motor de vida no es algo ajeno a Swinton, lo que nos lleva de nuevo a Yo soy el amor y al lounge del Hyatt, en el que explica cómo los sentimientos que la llevan en la ficción a sentirse atraída por Antonio, el chef amigo íntimo de su hijo Edoardo, “no pueden ser interpretados nunca como los de una mujer aburrida en busca de su sexualidad perdida, sino como parte integrante de su identidad y de una interioridad que así los anhela. El objetivo era sumergirnos en la idea de la revolución del amor, cuyo impacto es directamente proporcional al medio en que se produce. Como actores, somos animales, nuestra tarea es presentar un comportamiento animal, y los animales que se encuentran en una encrucijada, se comportan de una manera particular".
El punto de giro en el que Emma decide poner su estática y mortecina existencia en tela de juicio es aquel en el que Antonio, un apuesto treintañero, le prepara un plato de langostinos con los que establece una desaforada conexión: "Estoy orgullosa de protagonizar, quizás, la primera escena en la historia del cine donde el amor a primera vista se establece entre una mujer y la comida, en lugar de entre una mujer y un hombre", y es que el orgasmo de Meg Ryan en la escena de la cafetería de Cuando Harry encontró a Sally (Rob Reiner, 1989) estaba claro que fue fingido. Bromas aparte, comida y sexo, desde El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972), siempre han mezclado bien. “La comida es peligrosa, es un motor de energía. Recuerdo haber oído que el dinero es el motor de casi todas las cosas y, aun concordando con ello, creo que la comida también lo es”, remata.
Llega entonces el momento de la despedida, de apagar la grabadora y de volver a fijarse en la actriz, no ya como enunciadora de un discurso, sino como mujer extravagantemente distinguida y de nuevo resplandeciente. No se ocurren mejores palabras para abrochar la entrevista que las que utilizó para definirla en una ocasión Jim Jarmusch (director suyo en Flores rotas y también en la reciente Los límites del control): Tilda es la luz.
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