12 feb 2007

Diamante de sangre (Edward Zwick, 2006)


Enseñan en la facultad de Periodismo que aquella noticia o suceso acerca de los cuales no existe el preceptivo testimonio gráfico, realmente es como si nunca hubiera ocurrido. Si el acontecimiento en cuestión fuera un partido de fútbol o uno de los incontables chismorreos que nos asolan en nuestro a día a día, la cosa no sería grave, pero cuando hablamos de acciones de las que dependen vidas humanas es preceptivo, casi obligatorio, que todos aquellos que puedan levantar una lanza por los desamparados, por los maltratados y por los acorralados, lo hagan.

A veces, este frívolo negocio que es el cine sirve como plataforma de denuncia contundente e inmediata para hacer llegar a las grandes masas temas que de otra manera quedarían sumidos en el ostracismo. Algo de esto ocurre con Diamante de sangre, la última aventura cinematográfica del cada vez más entonado Leonardo DiCaprio. Después de la solidez que desplegaba en la correcta aunque poco original Infiltrados (Martin Scorsese; The departed, 2006) -en la que daba vida con solvencia y carisma a un policía corrupto (a la fuerza) y desnortado-, se atreve con un antihéroe clásico de desarrollo predecible pero dotado del aura mística de los Bogart, Gable o Holden, intérpretes que hacían del ejercicio de fumar una de las bellas artes y que eran tan duros como un día sin pan. Estereotipos macarras; una especie en constante vía de extinción que, con el cinismo por bandera, regalaba con cada entrada un puñado de frases memorables.

DiCaprio sigue estando lastrado, en cierto modo, por un físico que envejece de manera extraña, pues el paso de los años se adivina más en su mirada que en el endurecimiento de unos rasgos casi femeninos, como les pasa a Matthew Broderick y a Michael J. Fox. Es por ello que desde que rodara El aviador (The aviator, 2004) de las manos, otra vez, del menudo Scorsese, gusta de lucir perillas canallas y gomina en el cabello.

Diamante de sangre es un filme de acción, enmarcado en la africana tierra de Sierra Leona, donde el de California interpreta a un pillo que se dedica al contrabando de las piedras preciosas a las que hace alusión el título. Los brillantes, o insólitos minerales, siempre han ejercido una extraña fascinación en los personajes de la gran pantalla. Basta recordar a un desencajado Boogey en El tesoro de Sierra Madre (The treasure of the Sierra Madre; John Huston, 1948) para hacernos una idea de cómo la riqueza corrompe y hace priorizar la avaricia sobre la comodidad y bienestar de las vidas humanas vecinas.

Cuenta la historia que el sudafricano Danny Archer (DiCaprio) se encuentra con la posibilidad de hacerse con uno de los diamantes más grandes conocidos hasta la fecha. Éste procede de las manos de un esclavo encarnado por Djimon Hounsou, con quien el actor americano establecerá una simbiosis que le permita conseguir la piedra a cambio de que el coprotagonista recupere a su familia. La acción colocará a estos dos caracteres contradictorios al filo de la navaja, hasta llegar al punto en que ambos hayan de poner su vida en las manos del otro. ¿A alguien le suena?

En el bando de los malos se encuentran las grandes multinacionales del ramo joyero, que agasajan con material de guerra a los exaltados de la zona para que desaten toda su ira contra la indefensa población honrada, de manera que la búsqueda de materia prima se mantenga vigente con altas cotas de productividad. Como fruto de esta situación, los violentos se encuentran con la posibilidad de explotar y extorsionar a la población africana que puede servirles a sus fines bélicos egoístas. Para dibujar este panorama brutal, Diamantes de sangre se vale de la figura de los niños soldado; aquellos que en vez de matar hormigas sin escrúpulos, como es común en la primavera de la vida, matan a seres humanos a bocajarro. Todo ello, procurando bordear el terreno de la demagogia, con un punto de vista un tanto simplista pero enfático en su tono de denuncia. No hace falta un gran despliegue de medios, sólo un niño que no alcanza los ocho años empuñando un Kalashnikov para señalar que algo no se está haciendo bien en el continente meridional. De la misma forma que resultaba aterrador el uso de la violencia como piedra de toque habitual en las muy lúcidas Ciudad de Dios (Ciudade de Deus; Fernando Meirelles, 2002) u Hotel Rwanda (id.; Terry George, 2002), este film vuelve a poner un incómodo dedo en la llaga destinado a sobrepasar el objetivo del entretenimiento.

El guión, convencional pero actual y oportuno, corre a cargo del Charles Leavitt; quien, aparte del personaje de Archer, consigue cargar de matices a dos secundarios de lujo: el pescador y después esclavo Solomon Vandy (Djimon Hounsou) y la periodista tenaz, idealista y muy humana Maddy Bowen (Jennifer Connelly). El primero, después de haber trabajado con realizadores de la talla de Roland Emmerich, Ridley Scott o Jim Sheridan, se consolida como un actor muy valioso sin relevo en su perfil: alto, hercúleo, de color y conmovedor. Connelly, por su parte, no demuestra nada nuevo, sino que confirma su permanente estado de excelencia. Ya antes de su merecido Oscar por Una mente maravillosa (A beautiful mind; Ron Howard, 2001) se revelaba constantemente como una sólida actriz diabólica o tierna, según lo requiriera el guión, pero siempre con la promesa de una mirada acousa y emocionante. Las decisiones laborales que ha tomado a continuación, alternando lo más comercial (Dark water, 2005) con el cine de denuncia (Casa de arena y niebla, 2003), la convierten en una profesional a la que todos los directores deberían poner en sus películas. Su personaje de periodista concienciada con las atrocidades del mundo supone el soplo de aire fresco más vigorizante de una película que firma el academicista Edward Zwick.

Los tres roles principales sobre los que descansa el peso de la trama conforman una pirámide simbiótica en la que, a priori, DiCaprio supone el punto más oscuro para paulatinamente empaparse de la bondad y de los saludables valores que imprimen al conjunto las dos fuerzas positivas -una activa (Connelly) y otra pasiva (Hounsou)- restantes. Así, el resultado supone un proceso de purificación que cuaja en una inevitable tragedia que sirve de colofón efectista.

Si echamos un vistazo a la filmografía de Zwick, encontramos obras como Tiempos de gloria (Glory, 1989), Leyendas de pasión (Leyends of the fall, 1994) o El último samurai (The last samurai, 2003), que hablan de personas hechas a sí mismas y del honor alcanzado por medio de la catarsis; planteamientos de manual facilones que, aliñados con un reparto generalmente carismático, pretenden ser una herramienta para plasmar conatos de discursos trascendentes, pero anteponiendo la forma a un mensaje mejor intencionado que efectivo. Estas ínfulas de grandilocuencia, si bien no son molestas, sí pueden tildarse de ingenuas y primarias. No existe en el metraje ningún hilo suelto que dejar en manos del espectador para que éste pueda conformar un aprendizaje propio. Las soluciones se encuentran siempre dentro del guión alejándose de lo que podría ser un Spielberg y abrazando sin prejuicios la fórmula del Mel Gibson de Braveheart.

Por otra parte, la concepción del amor de Zwick en Diamantes de sangre, pretendidamente lírica, es la misma que pueda aparecer en cualquier libro de saldo que lleve por título “Escribe tu propio guión”. No es que le pidamos Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) en las ajustadas dos horas y veinte minutos que dura el corte definitivo; el problema es una sensación de déjà vu que salpica a toda la historia y que hace que el factor sorpresa nunca llegue a manifestarse en el patio de butacas.

El resultado, que no se puede tachar de fallido, es, sin embargo, menos conmovedor o elevado de lo que el director de En honor a la verdad (Courage under fire, 1996) tenía en mente. De cualquier modo, no se puede ser excesivamente duro con una historia que pretende que la historia real en la que todos nos encontramos inmersos sea un poquito mejor, suponiendo un grano de arena que junto a otros muchos como él formarían una montaña desde la que asomarse y otear un futuro más bonito. O menos feo.

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