Los psicólogos dicen que el primer paso para solucionar un problema es hablar de él con naturalidad, sin tabúes. El ejercicio de regurgitar todos los traumas para poder procesarlos con madurez ayuda a la conciencia colectiva a tenerlos detectados de manera que puedan ser enterrados y no se vuelva a caer en ellos. Es importante no cerrar puertas en falso, de manera que no surjan sumideros por los que se cuelen de nuevo antiguos fallos e imprecisiones.
El cine ha servido muchas veces como parte de esta terapia, como exorcización necesaria para ciertos artesanos, a veces visionarios, que utilizan el celuloide como diario para dejar constancia a las generaciones cibernéticas venideras, cada vez más partidarias de la Wikipedia que de la Larousse y más amigas de los blogs que de los periódicos, de lo que el pasado más reciente, e incluso remoto, nos deparó. Habitual viene siendo en nuestro país que, tras setenta años de resaca parricida, se siga rescatando uno de los capítulos más oscuros de nuestra historia nacional. Silencio roto (Montxo Armendáriz, 2001), La hora de los valientes (Antonio Mercero, 1998) y El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006) han mostrado en la última década con mayor o menor fortuna, con mayor o menor hooliganismo, las miserias de una guerra que enfrentó a españoles contra españoles. Sirva de botón de muestra doméstico para comprobar que nadie está a salvo de la vergüenza.
Como cuando el Real Madrid pierde el rumbo y cada uno de nosotros se convierte en clarividente entrenador virtual con una alineación coherente y mágica en la cabeza que salvaría al equipo blanco de una nueva sequía, los autores cinematográficos siempre han pretendido tener un punto de vista privilegiado sobre las problemáticas nacionales. La verdad es que el equipo de Concha Espina tampoco ganará este año el título de Liga y que las manchas históricas permanecerán. Sin embargo, el interiorizar estos inapelables hechos nos servirá para, eventualmente, variar nuestras simpatías futbolísticas y para aceptar sin rubor que la historia oscura es lo que es y que cuanto antes se asimile y se supere, mejor para todos.
Alemania, otro de los países europeos más convulsos del extinto siglo XX, también ha sido proclive al revisionismo histórico en el campo fílmico, sobre todo de un tiempo a esta parte, cuando, tras la reunificación, las ampollas cada vez parece que duelen menos. Así, las producciones germanas de calado político viven en este momento una suerte de edad de oro con proyección internacional. Si hemos de equipararnos con un país como el germano, alejado de nosotros tanto en el plano lingüístico como en el cultural cotidiano, una de las cosas que nos permiten el acercamiento tangencial es el sentimiento de pérdida que pulula en nuestra atmósfera patria.
Del mismo modo que Ken Loach carga las tintas con la decadencia social post tahtcherismo, obteniendo más beneplácito crítico que el comediante Richard Curtis, y Fernando León de Aranoa se lleva las flores que en otro momento fueron de Mariano Ozores, lo social vende; y lo social y lo postraumático es lo que está poniendo en el candelero de nuevo a Alemania, posiblemente el país más pujante del viejo continente junto con Francia en los últimos tiempos.
La réplica del nazismo retratado porVolker Schlöndorff la pasada temporada (El noveno día, filmada en 2004 pero estrenada en España en 2006) y por Oliver Hirschbiegel (El hundimiento) en 2004 es el socialismo radical que se vivió en la mal llamada República Democrática Alemana (RDA) en los años previos a la caída del Muro de Berlín. Para mostrar la barbarie persecutoria que se vivió en la división comunista del país teutón, el talentoso director Florian Henckel von Donnersmarck no se centra en La vida de los otros en la figura del Führer ni de ninguno de sus poderosos esbirros como en los casos anteriormente mencionados, sino que habla de gente cualquiera que llevaba una vida cualquiera, cogiendo el todo por la parte.
El capitán Gerd Wiesler (Ulrich Mühe, Funny games), metódico, riguroso y alemanísimo oficial de la policía secreta del régimen comunista, lleva a cabo una labor pedagógica en la central de la Stasi formando a los nuevos cadetes cuando le es encomendada la misión de vigilar al dramaturgo Georg Dreyman (Sebastian Koch, Amen) en el año 1984.
Para realizar su tarea de espionaje integral ha de mudarse al ático de la casa que el escritor comparte con su novia, la actriz Christa-Maria Sieland (Martina Gedeck, Deliciosa Marta) comenzando así un involuntario proceso empático que le transforma al darse cuenta de que las personas a las que observa sienten y padecen como pueda hacerlo él, lo que le lleva a experimentar un proceso humanizador catártico que da lugar a que sus creencias se tambaleen. Precisamente a él, uno de los más convencidos de la causa. Pero, y en este punto Von Donnersmarck es cauto e inteligente, esta transformación es gradual y alejada de aspavientos. Con el antimaniqueísmo como bandera, Wiesler se pone en el lugar de los observados condescendiendo con lo falible de sus conductas que sólo son, al fin y al cabo, maneras de desarrollarse. De este modo, el oficial percibe hasta qué punto su tarea es absurda y castradora, sufriendo en sus propias carnes lo corrupto de un sistema que no está más justificado que el fanatismo de corte contrario que persigue.
La deshumanización consecuente de enjaular no sólo a personas, sino al libre pensamiento, afecta tanto a víctimas como a verdugos. La política se convierte en una coartada para recortar las libertades, desmoronando en todo lo posible la justicia que el espía pudiera en un primer término haber argumentado. Envidioso pero comprensivo del plácido ambiente que se respira en la cotidianeidad de sus conejillos de indias, su disfuncionalidad emocional le hace buscar oasis artificiales de felicidad mediante amor de compra-venta para intentar emular de una manera prosaica el consuelo marital de Georg y Christa.
Al margen de la práctica del voyeurismo domiciliar, del mapa político y social dibujado en la Alemania comunista de los 80 se desprende que la aplicación real de las doctrinas marxistas era tan opresiva como cualquiera de los históricamente denunciados fascismos, mostrándose como una cara más del terror donde el recorte de las autodeterminaciones y la represión eran platos de consumo diario. Nada hay de idílico en la aplicación de un sistema extremo sea del color que sea. A consecuencia de este brutal escenario, tanto el muy pío, que se dedica a pregonar las bondades del marxismo, como el ciudadano escéptico han de tener pies de plomo a la hora de hablar sin tapujos, puesto que una palabra inconveniente, un chiste a destiempo o una confidencia hecha a la persona inadecuada pueden destrozar vidas con la misma contundencia que lo hace un cañonazo o una mina antipersona; sólo que si el único reducto privado que queda es la mente, el drama torna en más desolador si cabe. La falta de glamour mostrada por el equipo de arte en el mobiliario del domicilio que compartían uno de los más reputados dramaturgos y la actriz más importante de la época en la RDA habla de la exaltación extrema de un sistema donde prosperar no estaba permitido. Además, cumple una doble función de fidelidad a la realidad y de plasmación de la idea de austeridad comunista que equipara a príncipes y a mendigos y que choca frontalmente con los fastos del Hollywood actual; y con los sueños.
Cuando uno investiga y averigua que La vida de los otros es el primer largometraje, y guión, del realizador Florian Henckel von Donnersmarck (Colonia, 1973) sólo cabe la incredulidad y la reverencia ante uno de los despegues más prometedores de la cinematografía reciente. El libreto, a prueba de bombas y con una contundencia propia de los clásicos inmediatos, disecciona las personalidades de los buenos y de los malos con una ecuanimidad notabilísima, haciendo hincapié en las flaquezas de ambos bandos y dibujando con frases perdurables un panorama caduco, que por suerte está casi obsoleto, para conformar un documento en el que fijarse como ejemplo de escritura ágil, intachable y trascendente.
A aquellos que tuvieron la suerte de disfrutar de esta película de talante personalísimo y lo más alejada posible del cine de género que uno pueda imaginarse, pese a la trama de espionaje que puedan referir algunas sinopsis, en nada les sorprendería que esta cinta se llevara el trozo más grande en la tarta de los últimos premios de la Academia de Cine Europeo, llevándose a Almodóvar y a quien hubiera hecho falta por delante. Es difícil competir con una obra que habla de la vida de unos "otros" que en realidad somos todos.
El cine ha servido muchas veces como parte de esta terapia, como exorcización necesaria para ciertos artesanos, a veces visionarios, que utilizan el celuloide como diario para dejar constancia a las generaciones cibernéticas venideras, cada vez más partidarias de la Wikipedia que de la Larousse y más amigas de los blogs que de los periódicos, de lo que el pasado más reciente, e incluso remoto, nos deparó. Habitual viene siendo en nuestro país que, tras setenta años de resaca parricida, se siga rescatando uno de los capítulos más oscuros de nuestra historia nacional. Silencio roto (Montxo Armendáriz, 2001), La hora de los valientes (Antonio Mercero, 1998) y El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006) han mostrado en la última década con mayor o menor fortuna, con mayor o menor hooliganismo, las miserias de una guerra que enfrentó a españoles contra españoles. Sirva de botón de muestra doméstico para comprobar que nadie está a salvo de la vergüenza.
Como cuando el Real Madrid pierde el rumbo y cada uno de nosotros se convierte en clarividente entrenador virtual con una alineación coherente y mágica en la cabeza que salvaría al equipo blanco de una nueva sequía, los autores cinematográficos siempre han pretendido tener un punto de vista privilegiado sobre las problemáticas nacionales. La verdad es que el equipo de Concha Espina tampoco ganará este año el título de Liga y que las manchas históricas permanecerán. Sin embargo, el interiorizar estos inapelables hechos nos servirá para, eventualmente, variar nuestras simpatías futbolísticas y para aceptar sin rubor que la historia oscura es lo que es y que cuanto antes se asimile y se supere, mejor para todos.
Alemania, otro de los países europeos más convulsos del extinto siglo XX, también ha sido proclive al revisionismo histórico en el campo fílmico, sobre todo de un tiempo a esta parte, cuando, tras la reunificación, las ampollas cada vez parece que duelen menos. Así, las producciones germanas de calado político viven en este momento una suerte de edad de oro con proyección internacional. Si hemos de equipararnos con un país como el germano, alejado de nosotros tanto en el plano lingüístico como en el cultural cotidiano, una de las cosas que nos permiten el acercamiento tangencial es el sentimiento de pérdida que pulula en nuestra atmósfera patria.
Del mismo modo que Ken Loach carga las tintas con la decadencia social post tahtcherismo, obteniendo más beneplácito crítico que el comediante Richard Curtis, y Fernando León de Aranoa se lleva las flores que en otro momento fueron de Mariano Ozores, lo social vende; y lo social y lo postraumático es lo que está poniendo en el candelero de nuevo a Alemania, posiblemente el país más pujante del viejo continente junto con Francia en los últimos tiempos.
La réplica del nazismo retratado porVolker Schlöndorff la pasada temporada (El noveno día, filmada en 2004 pero estrenada en España en 2006) y por Oliver Hirschbiegel (El hundimiento) en 2004 es el socialismo radical que se vivió en la mal llamada República Democrática Alemana (RDA) en los años previos a la caída del Muro de Berlín. Para mostrar la barbarie persecutoria que se vivió en la división comunista del país teutón, el talentoso director Florian Henckel von Donnersmarck no se centra en La vida de los otros en la figura del Führer ni de ninguno de sus poderosos esbirros como en los casos anteriormente mencionados, sino que habla de gente cualquiera que llevaba una vida cualquiera, cogiendo el todo por la parte.
El capitán Gerd Wiesler (Ulrich Mühe, Funny games), metódico, riguroso y alemanísimo oficial de la policía secreta del régimen comunista, lleva a cabo una labor pedagógica en la central de la Stasi formando a los nuevos cadetes cuando le es encomendada la misión de vigilar al dramaturgo Georg Dreyman (Sebastian Koch, Amen) en el año 1984.
Para realizar su tarea de espionaje integral ha de mudarse al ático de la casa que el escritor comparte con su novia, la actriz Christa-Maria Sieland (Martina Gedeck, Deliciosa Marta) comenzando así un involuntario proceso empático que le transforma al darse cuenta de que las personas a las que observa sienten y padecen como pueda hacerlo él, lo que le lleva a experimentar un proceso humanizador catártico que da lugar a que sus creencias se tambaleen. Precisamente a él, uno de los más convencidos de la causa. Pero, y en este punto Von Donnersmarck es cauto e inteligente, esta transformación es gradual y alejada de aspavientos. Con el antimaniqueísmo como bandera, Wiesler se pone en el lugar de los observados condescendiendo con lo falible de sus conductas que sólo son, al fin y al cabo, maneras de desarrollarse. De este modo, el oficial percibe hasta qué punto su tarea es absurda y castradora, sufriendo en sus propias carnes lo corrupto de un sistema que no está más justificado que el fanatismo de corte contrario que persigue.
La deshumanización consecuente de enjaular no sólo a personas, sino al libre pensamiento, afecta tanto a víctimas como a verdugos. La política se convierte en una coartada para recortar las libertades, desmoronando en todo lo posible la justicia que el espía pudiera en un primer término haber argumentado. Envidioso pero comprensivo del plácido ambiente que se respira en la cotidianeidad de sus conejillos de indias, su disfuncionalidad emocional le hace buscar oasis artificiales de felicidad mediante amor de compra-venta para intentar emular de una manera prosaica el consuelo marital de Georg y Christa.
Al margen de la práctica del voyeurismo domiciliar, del mapa político y social dibujado en la Alemania comunista de los 80 se desprende que la aplicación real de las doctrinas marxistas era tan opresiva como cualquiera de los históricamente denunciados fascismos, mostrándose como una cara más del terror donde el recorte de las autodeterminaciones y la represión eran platos de consumo diario. Nada hay de idílico en la aplicación de un sistema extremo sea del color que sea. A consecuencia de este brutal escenario, tanto el muy pío, que se dedica a pregonar las bondades del marxismo, como el ciudadano escéptico han de tener pies de plomo a la hora de hablar sin tapujos, puesto que una palabra inconveniente, un chiste a destiempo o una confidencia hecha a la persona inadecuada pueden destrozar vidas con la misma contundencia que lo hace un cañonazo o una mina antipersona; sólo que si el único reducto privado que queda es la mente, el drama torna en más desolador si cabe. La falta de glamour mostrada por el equipo de arte en el mobiliario del domicilio que compartían uno de los más reputados dramaturgos y la actriz más importante de la época en la RDA habla de la exaltación extrema de un sistema donde prosperar no estaba permitido. Además, cumple una doble función de fidelidad a la realidad y de plasmación de la idea de austeridad comunista que equipara a príncipes y a mendigos y que choca frontalmente con los fastos del Hollywood actual; y con los sueños.
Cuando uno investiga y averigua que La vida de los otros es el primer largometraje, y guión, del realizador Florian Henckel von Donnersmarck (Colonia, 1973) sólo cabe la incredulidad y la reverencia ante uno de los despegues más prometedores de la cinematografía reciente. El libreto, a prueba de bombas y con una contundencia propia de los clásicos inmediatos, disecciona las personalidades de los buenos y de los malos con una ecuanimidad notabilísima, haciendo hincapié en las flaquezas de ambos bandos y dibujando con frases perdurables un panorama caduco, que por suerte está casi obsoleto, para conformar un documento en el que fijarse como ejemplo de escritura ágil, intachable y trascendente.
A aquellos que tuvieron la suerte de disfrutar de esta película de talante personalísimo y lo más alejada posible del cine de género que uno pueda imaginarse, pese a la trama de espionaje que puedan referir algunas sinopsis, en nada les sorprendería que esta cinta se llevara el trozo más grande en la tarta de los últimos premios de la Academia de Cine Europeo, llevándose a Almodóvar y a quien hubiera hecho falta por delante. Es difícil competir con una obra que habla de la vida de unos "otros" que en realidad somos todos.
1 comentario:
¿Sabes que el protagonista ha fallecido? :-(
8 de septiembre de 2007 12:25
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