Cuando Victor Fleming, Frank Capra o Robert Stevenson hacían sus comedias debía ser todo un gusto ir al cine en familia a conocer las historias de Dorothy, Juan Nadie, George Bailey o Mary Poppins. Estos personajes de ficción protagonizaban fábulas maravillosas y llenas de magia que hacían soñar tanto a niños como a adultos. "Películas de las de antes" las llamamos ahora. La segunda gran posguerra, concatenada con la Guerra Fría , ha hecho del mundo en que vivimos un ecosistema más maleado donde la fantasía blanca y bienintencionada se ha visto reemplazada por los videojuegos violentos y por el sangrante vocabulario y corrosión de South Park, por poner un ejemplo.
Sólo La princesa prometida, y Eduardo Manostijeras han conseguido en las últimas dos décadas alcanzar altas cotas de clasicismo romántico en las salas comerciales y, lejos de crear tendencia, han visto como sus compañeras espirituales, las animaciones de Disney, se han desinflado en favor de Pixar, de corte también infantil, pero ya no tanto. La era de la informática ha introducido el píxel no sólo ya en las consolas, que se cuentan por manadas en cada domicilio particular, sino en el celuloide más puro. Ahorala Cenicienta le ha pasado el relevo al coche femenino Sally Carrera de Cars y la Sirenita a la Elastigirl de Los Increíbles. Los tiempos cambian, pero los seres humanos y su antropología es más inmutable. Quiero pensar que en el corazón humano permanece un todavía un reducto, ávido de historias conmovedoras, que se deja embelesar por tramas de superación y optimismo, como es el caso de En busca de la felicidad. Con un presupuesto modesto, ya lleva facturados más de 150 millones de dólares en los Estados Unidos, lo que demuestra que Will Smith convierte en oro todo lo que toca, independientemente de películas de acción macarra o comedias aceleradas. Merced a su reducido presupuesto es una película pequeña, sin ínfulas.
Y como la mayoría de las fábulas clásicas, es un film con niño, hecho que condiciona completamente su vocación y alcance. Se circunscribe en un subgénero, al margen de su etiqueta absoluta, que ha visto florecer a pequeños genios como Tatum O´Neal, Anna Paquin, Kirsten Dunst o Abigail Breslin. Pequeños genios en películas adultas que, si bien no comparten temática con la obra presente, destacan por haber sabido desarrollar los caracteres de personajes de corta edad con unos mecanismos y maneras de actuar habitualmente ajenos al guionista adulto, lo que, de culminarse exitosamente, supone un valor añadido al montante final.
En clave melodramática, En busca de la felicidad bebe de La vida es bella en la medida en que habla de un padre y su hijo. El adulto intenta preservar a su vástago de los horrores de la vida, aunque esta vez no son los referidos a la guerra sino a la pobreza. 'El principe de Bel Air' interpreta a un personaje real, Chris Gardner, que ve cómo el negocio de venta de instrumental médico al que se dedica le lleva a la quiebra, lo que le incapacita para pagar el alquiler de su casa. Su mujer Linda (Thandie Newton), frustrada por tan adversa situación económica, le abandona pero no se lleva al hijo de ambos, pues Gardner apela al hecho de que no es él quien quiere desintegrar la célula familiar para retenerlo. No es un ejercicio de egoísmo el del protagonista, sino de responsabilidad.
Compuesto y con niño, un día vislumbra, entre venta y venta, una forma de prosperar gracias a un programa de meritoriaje impartido por una gran firma bursátil de Wall Street y acepta entrar en él a pesar de que, durante los seis meses que dura, no existe remuneración alguna. Además, existe el agravante de que de los veinte elegidos para realizar las prácticas, sólo uno puede quedarse. Lo fabuloso, lo realmente emocionante es que el hijo de Smith, en la ficción y en la realidad, no rechista ante la austeridad y rigidez de su progenitor, sino que parece uno de esos bebés buenos que nunca lloran a los que nuestros padres cambiarían por cualquiera de nosotros con los ojos cerrados.
En busca de la felicidad cuenta tras las cámaras con el italiano Gabriele Muccino, autor de El último beso, que fue un gran éxito en su país y aquí funcionó bastante bien en los circuitos de versión original. En aquella ocasión el director se fijó en las disfunciones relacionales consiguientes a la recurrente crisis de la treintena. En ésta, el tema son los más universales vínculos paternofiliales; y son tratados de una forma un tanto hiperbólica, porque la cantidad de malos ratos que tienen que pasar padre e hijo para sobrevivir derivados de sus acuciantes circunstancias son tan exagerados que abruman. Pudiendo haber optado por el victimismo fácil, Muccino dota a Smith, como Benigni a sí mismo, de una óptica optimista sin fisuras que cristaliza en una manera de actuar sencilla e íntegra. Es infinita la cantidad de sensaciones que causa la humildad, educación y rabia contenida con que el actor matiza al personaje.
La elección de Muccino no es gratuita, pues al margen de la mencionada El último beso -recién adaptada para el público americano por Tony Goldwyn y con el genial Zach Braff (Scrubs, Algo en común) a cargo del papel principal-, fue el artífice de otro gran taquillazo, Ricordati di me, divertida y doméstica comedia al servicio de Monica Bellucci. Tal fue el reconocimiento de ambas de fronteras de la bota hacia dentro que los ojeadores de Columbia no dudaron en brindarle la posibilidad de conquistar también el mercado norteamericano con el último vehículo para el lucimiento de Will Smith. Los ejecutivos de la major, que no son tontos, sabían que, de tener suerte, se garantizarían no sólo el favor de los estadounidenses, sino también el de los transalpinos. No se entienda esta estratagema comercial como algo peyorativo, porque realmente la actuación del rapero, actor y showman merece un gran aplauso. El tratamiento dramático, cercano al cine de autor europeo, nunca se fundamenta en el chiste fácil ni en la sensiblería de todo a cien que suele adornar a las grandes epopeyas cotidianas norteamericanas. Todo este envoltorio, concienzudamente estudiado, para hablar de coraje, de superación y de que con esfuerzo ninguna meta está demasiado alejada.
O sea, temas de los de siempre que se le dan muy bien a Ron Howard. Pero mientras el pupilo de George Lucas habla normalmente de iconos de la sociedad norteamericana que han alcanzado la cima -ya sea desarrollando grandes fórmulas macroeconómicas, convirtiéndose en campeones de los pesos pesados o surcando el espacio en busca de la cara oculta de la luna-, la historia de Gardner (que llegó a convertirse en un magnate en la década de los noventa gracias a su tesón y su fe en la escalada social si esta va precedida del trabajo duro), acaba en el punto donde comenzaba la de los grandes ídolos. Es paradójico que una de las personas que mejor han rodado el sueño norteamericano sea un italiano, aunque este hecho puede ser comprensible si tenemos en cuenta que desde nuestros ojos de observadores mitómanos seguimos viendo al engranaje estadounidense como una inmensa fábrica de algodón de azúcar.
No se puede pasar por alto, no obstante que hay ciertos tópicos que empañan la contundencia del discurso final de este cuento de hadas, y son las referidas al buen talante de los ricos brokers que trabajan codo con codo con Smith. En la época pre Reagan, cuando la segregación racial era un fenómeno todavía más pronunciado que en la actualidad, casi todos aquellos con quienes se relaciona este dignísimo indigente le tratan como a un igual, lo cual rechina con las tesis de cineastas como Spike Lee o John Singleton, entre otros.
Bordeando la ñoñería, pero sin llegar a empaparse de ella, se obtiene finalmente un más que correcto drama con algún que otro momento bastante conmovedor, como el que protagoniza la pareja protagonista cuando ha de dormir en una parada de metro y están a punto de ser desenmascarados por un operario de la limpieza. No hay trampa ni cartón al contrario que en el cine de Lars Von Trier, glorioso manipulador de sensaciones humanas. El sentimiento de orfandad causado por la desesperación que da el no tener nada es un sentimiento universal fácilmente asimilable.
De la película merece la pena quedarse, aparte de con la excelente interpretación de Will Smith, merecidamente nominado al Oscar, con su hijo Jaden, un robaplanos maravilloso que por momentos se convierte en el verdadero capo de la situación.
En busca de la felicidad es, por tanto, un cuento de los buenos, oportunamente navideño, sin estar enmarcado en las comerciales fechas, y enternecedor hasta para aquellos que tienen una patata en lugar de corazón.
Sólo La princesa prometida, y Eduardo Manostijeras han conseguido en las últimas dos décadas alcanzar altas cotas de clasicismo romántico en las salas comerciales y, lejos de crear tendencia, han visto como sus compañeras espirituales, las animaciones de Disney, se han desinflado en favor de Pixar, de corte también infantil, pero ya no tanto. La era de la informática ha introducido el píxel no sólo ya en las consolas, que se cuentan por manadas en cada domicilio particular, sino en el celuloide más puro. Ahora
Y como la mayoría de las fábulas clásicas, es un film con niño, hecho que condiciona completamente su vocación y alcance. Se circunscribe en un subgénero, al margen de su etiqueta absoluta, que ha visto florecer a pequeños genios como Tatum O´Neal, Anna Paquin, Kirsten Dunst o Abigail Breslin. Pequeños genios en películas adultas que, si bien no comparten temática con la obra presente, destacan por haber sabido desarrollar los caracteres de personajes de corta edad con unos mecanismos y maneras de actuar habitualmente ajenos al guionista adulto, lo que, de culminarse exitosamente, supone un valor añadido al montante final.
En clave melodramática, En busca de la felicidad bebe de La vida es bella en la medida en que habla de un padre y su hijo. El adulto intenta preservar a su vástago de los horrores de la vida, aunque esta vez no son los referidos a la guerra sino a la pobreza. 'El principe de Bel Air' interpreta a un personaje real, Chris Gardner, que ve cómo el negocio de venta de instrumental médico al que se dedica le lleva a la quiebra, lo que le incapacita para pagar el alquiler de su casa. Su mujer Linda (Thandie Newton), frustrada por tan adversa situación económica, le abandona pero no se lleva al hijo de ambos, pues Gardner apela al hecho de que no es él quien quiere desintegrar la célula familiar para retenerlo. No es un ejercicio de egoísmo el del protagonista, sino de responsabilidad.
Compuesto y con niño, un día vislumbra, entre venta y venta, una forma de prosperar gracias a un programa de meritoriaje impartido por una gran firma bursátil de Wall Street y acepta entrar en él a pesar de que, durante los seis meses que dura, no existe remuneración alguna. Además, existe el agravante de que de los veinte elegidos para realizar las prácticas, sólo uno puede quedarse. Lo fabuloso, lo realmente emocionante es que el hijo de Smith, en la ficción y en la realidad, no rechista ante la austeridad y rigidez de su progenitor, sino que parece uno de esos bebés buenos que nunca lloran a los que nuestros padres cambiarían por cualquiera de nosotros con los ojos cerrados.
En busca de la felicidad cuenta tras las cámaras con el italiano Gabriele Muccino, autor de El último beso, que fue un gran éxito en su país y aquí funcionó bastante bien en los circuitos de versión original. En aquella ocasión el director se fijó en las disfunciones relacionales consiguientes a la recurrente crisis de la treintena. En ésta, el tema son los más universales vínculos paternofiliales; y son tratados de una forma un tanto hiperbólica, porque la cantidad de malos ratos que tienen que pasar padre e hijo para sobrevivir derivados de sus acuciantes circunstancias son tan exagerados que abruman. Pudiendo haber optado por el victimismo fácil, Muccino dota a Smith, como Benigni a sí mismo, de una óptica optimista sin fisuras que cristaliza en una manera de actuar sencilla e íntegra. Es infinita la cantidad de sensaciones que causa la humildad, educación y rabia contenida con que el actor matiza al personaje.
La elección de Muccino no es gratuita, pues al margen de la mencionada El último beso -recién adaptada para el público americano por Tony Goldwyn y con el genial Zach Braff (Scrubs, Algo en común) a cargo del papel principal-, fue el artífice de otro gran taquillazo, Ricordati di me, divertida y doméstica comedia al servicio de Monica Bellucci. Tal fue el reconocimiento de ambas de fronteras de la bota hacia dentro que los ojeadores de Columbia no dudaron en brindarle la posibilidad de conquistar también el mercado norteamericano con el último vehículo para el lucimiento de Will Smith. Los ejecutivos de la major, que no son tontos, sabían que, de tener suerte, se garantizarían no sólo el favor de los estadounidenses, sino también el de los transalpinos. No se entienda esta estratagema comercial como algo peyorativo, porque realmente la actuación del rapero, actor y showman merece un gran aplauso. El tratamiento dramático, cercano al cine de autor europeo, nunca se fundamenta en el chiste fácil ni en la sensiblería de todo a cien que suele adornar a las grandes epopeyas cotidianas norteamericanas. Todo este envoltorio, concienzudamente estudiado, para hablar de coraje, de superación y de que con esfuerzo ninguna meta está demasiado alejada.
O sea, temas de los de siempre que se le dan muy bien a Ron Howard. Pero mientras el pupilo de George Lucas habla normalmente de iconos de la sociedad norteamericana que han alcanzado la cima -ya sea desarrollando grandes fórmulas macroeconómicas, convirtiéndose en campeones de los pesos pesados o surcando el espacio en busca de la cara oculta de la luna-, la historia de Gardner (que llegó a convertirse en un magnate en la década de los noventa gracias a su tesón y su fe en la escalada social si esta va precedida del trabajo duro), acaba en el punto donde comenzaba la de los grandes ídolos. Es paradójico que una de las personas que mejor han rodado el sueño norteamericano sea un italiano, aunque este hecho puede ser comprensible si tenemos en cuenta que desde nuestros ojos de observadores mitómanos seguimos viendo al engranaje estadounidense como una inmensa fábrica de algodón de azúcar.
No se puede pasar por alto, no obstante que hay ciertos tópicos que empañan la contundencia del discurso final de este cuento de hadas, y son las referidas al buen talante de los ricos brokers que trabajan codo con codo con Smith. En la época pre Reagan, cuando la segregación racial era un fenómeno todavía más pronunciado que en la actualidad, casi todos aquellos con quienes se relaciona este dignísimo indigente le tratan como a un igual, lo cual rechina con las tesis de cineastas como Spike Lee o John Singleton, entre otros.
Bordeando la ñoñería, pero sin llegar a empaparse de ella, se obtiene finalmente un más que correcto drama con algún que otro momento bastante conmovedor, como el que protagoniza la pareja protagonista cuando ha de dormir en una parada de metro y están a punto de ser desenmascarados por un operario de la limpieza. No hay trampa ni cartón al contrario que en el cine de Lars Von Trier, glorioso manipulador de sensaciones humanas. El sentimiento de orfandad causado por la desesperación que da el no tener nada es un sentimiento universal fácilmente asimilable.
De la película merece la pena quedarse, aparte de con la excelente interpretación de Will Smith, merecidamente nominado al Oscar, con su hijo Jaden, un robaplanos maravilloso que por momentos se convierte en el verdadero capo de la situación.
En busca de la felicidad es, por tanto, un cuento de los buenos, oportunamente navideño, sin estar enmarcado en las comerciales fechas, y enternecedor hasta para aquellos que tienen una patata en lugar de corazón.
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