4 jun 2008

Hacia rutas salvajes (Sean Penn, 2007)


La naturaleza como droga, como elemento arrebatador alienante. El fruto prohibido. El amor por el entorno en contraposición al consumismo. Son a veces las cosas más hermosas las que más nos hieren: no nada que más daño haya hecho a la humanidad que la persecución de los amores imposibles. La sonrisa de una mujer fatal ha causado noventa unmayor desazón que todas las guerras. Hacia rutas salvajes habla de la búsqueda de la belleza, del equilibrio, de la paz y de la justicia adaptando un texto de John Krakauer, quien consiguió en los primeros a novela superventas a partir de las cartas y un diario que fueron encontrados en Alaska, en la caravana donde vivía el aventurero Christopher McCandless.

La narración de las vivencias de McCandless tiene su origen en el momento en que se gradúa brillantemente en la universidad de Atlanta a los 22 años. Todo indica que empleará los 24.000 dólares que sus padres le han regalado para emprender una exitosa carrera como abogado en Harvard, pero, por el contrario, decide donarlo a una ONG e iniciar una huida hacia Alaska donde encontrarse con la verdad en estado puro, donde cambiar el plato caliente y los cigarrillos por bayas y ardillas resecas, donde perder todo para encontrarse a sí mismo. El camino de la pureza exige desnudarse espiritualmente para empezar a construir desde cero, con las mismas herramientas que Dios brindó a los castores (eso sí, el rifle que no falte, que tampoco somos prehistóricos).

Es importante el diseño del personaje que adopta la decisión de ir contracorriente. No vale el típico matón de discoteca, ni el rojo activista, ni el líder sindical del instituto. Es un chico bien, alguien que tiene todo. La alta literatura, los sueños de Jack London, Tolstoi o Thoureau hacen que McCandless prescinda de las llaves de su nuevo auto. “No quiero nada”, escupe a Gay Harden y a Hurt, el retrato de los peores padres del mundo.

Desde el punto de vista de la sociedad de consumo actual, resulta agresivo, casi obsceno, el momento en que el protagonista destruye sus tarjetas de crédito. Siguiendo la misma línea, es muy conmovedor el pasaje en el que hace una fogata con los billetes que aún conserva. Va deshaciéndose de pesos muertos para alcanzar la redención. Tal como dijo Brad Pitt en El club de la lucha: “Si no has tocado fondo, nunca valorarás la vida”.

Es especialmente reseñable el proceso de inmovilismo del joven, su incapacidad para dejarse afectar por las personas con las que se encuentra por el camino. Con su estatismo radical hace que todo el mundo cambie a su alrededor, les altera el son al que bailan extasiados por su claridad de ideas. Pero sin afán aleccionador, despreocupadamente. Dedicándose sólo a vivir y cultivando una estela de bienestar tras de sí, como las chicas guapas que parten y te cambian la manera de pensar intentando que seas mejor día tras día aunque sepas que nunca jamás las vas a volver a ver.

Parece desagradecida la actitud del proyecto de santón. Los flashbacks narrados de manera plañidera por su hermana justifican en cierto modo lo aguerrido de su rechazo al orden natural de las cosas. Pero ningún momento explica mejor la paradoja de su conducta que cuando, ablandado, a punto está de llamar a su familia, a la que ha condenado al desamparo, y, sin embargo, en el último momento decide donar su última moneda a un anciano que se ha quedado sin ninguna.

Su espíritu, impostadamente altruista, habla de lo artificial de sus conductas. Iba a telefonear a casa pero piensa que es mejor ayudar a un extraño que a quienes le criaron. Algo que no funciona en la estructura de road movie del film es la elección de la galería de estereotipos que acompañan al viajante. Desde la pareja hippy con un trauma por resolver hasta la joven virginal enamorada de aire de maldito. No hay intercambio ni simbiosis sino alimento unidireccional por parte de McCandless hacia todos los demás. Duele el descarnamiento del aventurero y molesta observar que quien ha de ser un reflejo para la sociedad, por el atril en que se le coloca, es muchas veces menos humano que la gente a la que deslumbra.

Debido al espíritu demócrata (entendido en la concepción socialista del esquema político americano) del que siempre ha hecho gala Sean Penn, no extraña que se fijara en el material de Krakauer para emprender su nueva aventura como director. Es cierto que choca frontalmente con sus anteriores intereses como realizador, pero para nada desentona con la imagen pública que en los últimos tiempos se ha querido construir.

La decisión de ensalzar la figura del antihéroe es comprensible desde el punto de vista cinematográfico. Es un perfil en el que encajan personajes de carácter duro e inamovibles ideales, pero el cine siempre ha tenido la buena cabeza de otorgar dichos papeles a jóvenes carismáticos como Errol Flynn o James Dean y, más recientemente, a River Phoenix o a Heath Ledger. No parece acertada la elección de Emile Hirsch, cuyos únicos méritos hasta la fecha consistían en el rol protagonista en La vecina de al lado y un villano en Alpha dog, trabajos que no debieron pasar desapercibidos para Penn ni para los bohemios hermanos Wachowsky (Matrix), que han decidido construir sus últimos trabajos alrededor de él. No es que sea una calamidad, pero Hirsch no ofrece mucho mayor rendimiento que el de una profidéntica sonrisa que, de vez en cuando, es mutada por un aire lacónico de incomprendido, insuficientes méritos para cargarse a la espalda esta epopeya naturista que ha de beber absolutamente de su omnipresencia.

En cuanto a Sean Penn, es errática su labor como director, puesto que no ha sabido imponerse algo de autocensura en un metraje que a todas luces se antoja demasiado largo. Para un personaje que no evoluciona nada no se necesita uno de los metrajes más largos de la temporada: 148 egocéntricos minutos que se vuelven plomizos al no lograr emocionar ni con su ritmo narrativo ni con una fotografía que tiene vocación de acercarse al preciosismo del El nuevo mundo de Malick o a la maravillosa nebulosidad de El asesinato de Jesse James pero que se queda por el camino. Y si deficiente es su tarea como director, Penn sale peor parado en su faceta de guionista, pues los diálogos tampoco consiguen remover al espectador en absoluto.

Hay un amago de sentimentalismo en el penúltimo de los episodios, cuando McCandless se encuentra con el veterano Hal Holbrock, un hombre sabio y deshecho que le insta a que cambie de modo de vida. Su interpretación, cercana a la de Richard Farnsworth, hombre de bien a punto de expirar, con una chistera cargada de buenos consejos, le ha valido una nominación al Oscar como mejor secundario, mérito que no comparte la banda sonora compuesta por el solista de Pearl Jam, de largo lo más destacado de este film. Las melodías de Eddie Vedder son casi lo único rescatable de una cinta fallida, ineficaz en su vocación revolucionaria y pueril en ciertos momentos de la narración, siendo un exponente muy destacado de ello la impresión en pantalla de ciertos fragmentos del diario de McCandless, recurso que recuerda al cine teenager más prescindible.

A Penn no le debería costar demasiado encontrar su senda. Había hecho grandes cosas tras la cámara hasta la fecha, como lo demuestran Extraño vínculo de sangre o El juramento. Habría que tirarle de las orejas y decirle que la elección de sus proyectos es tanto mejor cuanto más se acerca a la oscuridad y a la perdición. Esta búsqueda de un nuevo amanecer le ha salido, aunque le pese, maniquea y ñoña. Y lo más imperdonable de todo: bastante aburrida.

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