4 jun 2008

Pozos de ambición (Paul Thomas Anderson, 2007)


A finales del siglo XIX Daniel Plainview es un próspero explotador de pozos petrolíferos. Su historia es la del ascenso de un joven emprendedor que ve nublado su buen juicio al enamorarse sin remisión del “oro negro” y de los beneficios económicos derivados de él. El drama se gesta con la cerrazón paulatina de un hombre normal que se ve poco a poco esclavo del imperio que ha creado hasta empezar a dirigirse como un autómata que no atiende a juicios ni razones. Es inevitable que el espectador establezca, a medida que saborea Pozos de ambición, una paralela comparación con la película que hasta ahora mejor había retratado la obsesión por la riqueza, El tesoro de Sierra Madre (John Huston). Tenemos entre manos a un nuevo Bogart: se llama Daniel Day Lewis.

La novela Oil! (¡Petróleo!), del autor Upton Sinclair, es la materia prima de la que parte esta nueva película de Paul Thomas Anderson, quizá el último material que cabía esperar para que el director de Magnolia hincara el diente. Acostumbrado a trabajar desde su primer largo con material propio, resulta chocante que el padre de los desheredados, de los tristes y de los desamparados se fijara en un texto que narra los avatares vitales del megalómano Plainview. Hasta ahora los conejillos de indias habían sido gentes comunes y corrientes: el ex niño prodigio torturado que compuso William H. Macy en Magnolia; el policía perdedor, también en aquella cinta, de John C. Reilly o el desquiciado vendedor de artículos inútiles que consagró a Adam Sandler como actor a tener en cuenta en Punch-drunk love. Precisamente esta pequeña joya fue lo último que de Anderson llegó a las pantallas hace seis años ya. Aquella inusual obra maestra, defendida a capa y espada ni más ni menos que por Francis Ford Coppola, no podía estar más en las antípodas de esta clasicísima y academicista nueva realización de Anderson.

Uno podría pensar que Punch-drunk love (estrenada en España como Embriagado de amor) definía un camino sin retorno hacia el olimpo de los malditos por parte del realizador californiano. Y cuando todo indicaba a que daría una nueva vuelta de tuerca a su retorcida manera de contar historias, volviéndose acaso más extraño, se desmarca con el producto más comercial hasta la fecha de su hasta ahora todavía corta filmografía.

Reniega de su gusto por los parias a la vez que vuelve a sus escandalosos metrajes en los que intenta aglutinar la mayor cantidad de ideas por metro cuadrado de celuloide. Es un gusto observar cómo el chico de la barba de dos días no intenta hacer encajes de bolillos con el material literario que maneja. Dice no al montaje sincopado, a los agotadores flashbacks tan presentes en las obras de los cachorros de la nueva generación, y nos escupe a la cara una obra tan cáustica como contenida donde los únicos lujos que se permite son la utilización de unos chirriantes violines en los momentos de mayor intensidad dramática de la acción y la incontinencia de un Daniel Day Lewis al que le ha regalado uno de los mejores papeles de su, de por sí, loable carrera. Es posible que lo más revolucionario hoy día sea no ser revolucionario en absoluto, como hizo Quentin Tarantino cuando después de Pulp Fiction se sacudió a aduladores y a fans oportunistas con la ajustadísima Jackie Brown.

No es demasiado probable, no obstante, que Anderson siga en esta línea y, aún habiéndose plegado a los dictados de los magnates de Hollywood, aún habiendo dejado que un poderoso estudio como Paramount le apadrinara en su bautismo de fuego (con notables resultados en taquilla, además), siga en esta línea de radical ortodoxia. La cabra siempre tira al monte.

Línea por línea, Pozos de ambición, monstruosa traducción telenovelesca del más gráfico y aterrador título original There will be blood (Habrá sangre o Correrá la sangre), merece un estudio doctoral. Pocas parecen las decisiones erróneas de la estructura del guión, que bebe de los primeros capítulos de la bastante desconocida novela de Sinclair. Puede que el único pero que se puede poner al resultado final es que ninguno de los desarrollos posibles podría haber estado a la altura de los 12 minutos iniciales que hablan (hablar es una metáfora porque decirse, no se dice nada) del camino hacia la prosperidad de un hombre de la tierra. Durante dicho microrrelato mudo, Daniel Day Lewis dibuja a un personaje concienzudo, amante del trabajo duro y de ideas fijas, que tiene un objetivo entre ceja y ceja del que no se desviará: la riqueza. Poco o nada importa las heridas que se haga por el camino. De la misma manera que el artista renacentista multimedia Miguel Ángel era capaz de vislumbrar en los bloques de mármol la figura que había atrapada en ellos antes de ponerse a esculpir, Daniel Plainview adivina el potencial del terrado que en un momento o en otro puede segarle la vida. El petróleo le llama.

La paulatina prosperidad alcanzada por el proyecto de millonario tiene su reflejo en la que de William Randolph Hearst filmó Orson Welles en Ciudadano Kane. Y los paralelismos no acaban ahí, pues ambos realizadores pueden definirse como los más talentosos de sus generaciones respectivas. Tanto el de Wisconsin como el autor de Boogie Nights nos hablan de una manera tremendamente personal a través de la descripción de las vidas de otros. Y esto no lo consiguen a través de guiones autobiográficos sino dibujando sendas personalidades mastodónticas a las que nadie podría haber dotado de un soplo de vida semejante.

Los revolucionarios movimientos planos del orondo fan de Shakespeare tienen su reflejo en las panorámicas amplias diseccionadas con discretísimos y dramáticos zooms de Anderson; también en una posición de la cámara que deja respirar a la acción, relegando en ocasiones al espectador a la posición de un incómodo voyeur desinformado.

Para llevar a cabo esta labor es especialmente meritoria la fotografía de Robert Elswitt, perpetuo colaborador del director, nominado al Oscar por el precioso blanco y negro de Buenas noches y buena suerte. Logra Elswitt que Pozos de ambición tenga personalidad cromática: el rojo de la sangre que se queda por el camino en la búsqueda del negro petróleo es un digno heredero del desquiciado azul de Embriagado de amor. Los colores cuentan historias y aquí muestran en toda su intensidad el drama de una tierra que esconde un tesoro y que pasa de ser ocre a opaca cuando se inunda del enajenante y viscoso líquido de la discordia. Y, si a los preciosistas encuadres y texturas se les baña con la psicótica partitura del Radiohead Jonny Greenwood, se obtiene un envoltorio formal tan precioso que haría de la obra presente, casi por sí mismo, un caballo ganador.

En cuanto a la construcción de personajes, hay que destacar la gran labor del esforzado lunático Daniel Day Lewis. Sólo un personaje como el ideado por el director podía hacerle renunciar a su exilio voluntario como zapatero en Italia que le había llevado a interpretar tan sólo cuatro papeles en una década, idéntico ritmo de trabajo que el de Anderson. Dice que estuvo dos meses hasta dar con el acento que mejor casaba con Plainview, para que cuando abriera la boca, después de casi un cuarto de hora de trabajo silencioso, hiciera que quien se quedara sin habla fuera el patio de butacas, conmovido por su profundidad y contundencia. Algo que va en contra del actor inglés es su caracterización, muy parecida, merced a su exagerado mostacho, a la que ofreció en Gangs of New York, lo cual no empaña en absoluto una actuación de cinco estrellas.

De quien no se esperaba tanto, y que, sin embargo, logra mantener un duelo de igual a igual con el protagonista principal, era de Paul Dano, el lacónico adolescente daltónico de Pequeña Miss Sunshine, quien demuestra que su paso a la madurez es un hecho constatable. El joven actor logra dotar a su molesto párroco de un aura de asqueroso maquiavelismo que proyecta tanto miedo como repulsa. Ambos intérpretes establecen un duelo de titanes que se mantiene a lo largo de más de treinta años (algunos bien desmenuzados y otros, pasto de la papelera de la sala de montaje) y que da entidad a un proyecto de obra maestra, la cual tiene su merecida sinopsis gráfica en los fotogramas que recogen a Lewis de rodillas frente al monstruo que ha creado, ajeno a lo que pasa en el mundo que le rodea, que no es poco ni bueno.

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