Michael Clayton termina con un plano reposado sobre el que fluyen unos títulos de crédito que dicen que la pesadilla burguesa que hemos deglutido ha finalizado por el momento. Ha llegado, al fin, el reposo de un guerrero que en vez de escudo y espada utiliza cheques y micrófonos. Y en vez de un corcel alado, un Mercedes combustible. El protagonista, que presta su nombre al título de la película y es interpretado por George Clooney, es un abogado tan triunfador en su vida profesional como disfuncional en su intimidad. Gran paradoja la planteada cuando adviertes que la persona que ha de hacer de relaciones públicas para un macrobufete no es capaz de lidiar con sus hermanos, ex mujer, hijo o ludopatía.
Así, Clooney plantea un personaje aristado, gestualmente económico y clásico como viene acostumbrando desde que cambió las batas de hospital por polvo de estrellas a mediados de los 90. El hombre anuncio, el que es capaz de que los Martinis y Emidio Tucci parezcan más cercanos a Hollywood que él mismo a un mercenario de los grandes almacenes colecciona otro papel comprometido más de la mano del prestigioso guionista de la saga Bourne, el realizador debutante Tony Gilroy. El sincopado frenesí de las historias del amnésico espía torna aquí en pausa necesaria para contar con perspectiva de voyeur (algo confusa, eso sí) una tragedia isabelina de cristal y acero.
Las grandes corporaciones, la alienación de las personas cuando no son más que peones en manos de los poderosos y la conciencia extendida de la política de los daños colaterales, de las bajas aceptables y del bien mayor, son agitadas en este vermouth agrio y sin atisbo de humor que se alinea, por derecho propio, con el colectivo de esos filmes de epidermis curtida y de denuncia social preponderante sobre los valores cinematográficos o literarios que priman en la carrera de Clooney (Tres reyes, Buenas noches y buena suerte, Syriana…). Y, sin necesidad de tanta abstracción, con las comprometidas y dejavuíticas Erin Brockovich o Acción Civil. Comparándola con estas últimas, Michael Clayton no tiene mucho que aportar en cuanto a pundonor del antihéroe, aunque ninguna de las mencionadas tiene un plano final tan memorable, por su énfasis necesario, ni al gran Dr. Ross haciendo de George Bailey.
Así, Clooney plantea un personaje aristado, gestualmente económico y clásico como viene acostumbrando desde que cambió las batas de hospital por polvo de estrellas a mediados de los 90. El hombre anuncio, el que es capaz de que los Martinis y Emidio Tucci parezcan más cercanos a Hollywood que él mismo a un mercenario de los grandes almacenes colecciona otro papel comprometido más de la mano del prestigioso guionista de la saga Bourne, el realizador debutante Tony Gilroy. El sincopado frenesí de las historias del amnésico espía torna aquí en pausa necesaria para contar con perspectiva de voyeur (algo confusa, eso sí) una tragedia isabelina de cristal y acero.
Las grandes corporaciones, la alienación de las personas cuando no son más que peones en manos de los poderosos y la conciencia extendida de la política de los daños colaterales, de las bajas aceptables y del bien mayor, son agitadas en este vermouth agrio y sin atisbo de humor que se alinea, por derecho propio, con el colectivo de esos filmes de epidermis curtida y de denuncia social preponderante sobre los valores cinematográficos o literarios que priman en la carrera de Clooney (Tres reyes, Buenas noches y buena suerte, Syriana…). Y, sin necesidad de tanta abstracción, con las comprometidas y dejavuíticas Erin Brockovich o Acción Civil. Comparándola con estas últimas, Michael Clayton no tiene mucho que aportar en cuanto a pundonor del antihéroe, aunque ninguna de las mencionadas tiene un plano final tan memorable, por su énfasis necesario, ni al gran Dr. Ross haciendo de George Bailey.
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