Refirió en una ocasión el visionario Truffaut que Play time parecía hecha por alguien de otro planeta. Si lo dijera la vecina del cuarto, sería simplemente una opinión a tener en cuenta. Si lo dice uno de los directores que revolucionó el cine en los años 60, algo de cierto habrá.
Es imposible acercarse al universo Tati de una manera que no sea cauta y perpleja. Lo que ves en la pantalla no se parece para nada a nada que se haya hecho anteriormente. Busca el autor en el cine lo que Sigur Ros en la música o el último montaje de Álbert Plá en el teatro, un mero pretexto para intentar crear algo bello.
Una serie de viajantes desembarca en el aeropuerto de París y se dan cuenta de que en nada se diferencia del resto de destinos que componen su maratoniano tour. Igual que los chinos, todas las ciudades parecen la misma. Dentro de este ambiente de confusa desorientación se van a mover durante 24 horas una serie de personajes desarraigados y con sombrero de los que siempre tendremos la mínima información posible. Como espectros en una ciudad de espectros. Pero tranquilos, el panorama no es desolador. Impersonal sí; aséptico, por supuesto, pero no desolador porque como si del invitado especial en una teleserie americana se tratara, asoma en pantalla monsieur Hulot, un contrapunto gentil frente al dramatismo de fondo. El paradigma de los torpes, primo del Peter Sellers de El guateque y padre no reconocido del lacónico Mr Bean. Un hombre aturdido y sobrepasado por el progreso, que mediante su desconcierto, logra insuflar toneladas de coherencia al entramado gris metálico, acristalado y otra vez gris que es la capital francesa.
Se escinde del conjunto una crítica a la sociedad posmoderna. La misma a la que tildó Lipovetsky como “era del vacío” es la que con encuadres marcianos quiere dibujar Tati. El mundo es a través de sus ojos un laberinto sin lógica que nos hace sentir como hámsters en cautividad. Los personajes más asilvestrados y no iniciados observan lo grotesco de la asimilación de la norma establecida que aliena y deshumaniza. Todas las idiosincrasias del carácter individual quedan supeditadas a la dictadura de lo cool y a la del agotamiento inmediato de las tendencias y vanguardias caducas.
La apertura de un restaurante en la ciudad es un acto inexcusable al que debe acudir la crême de la crême. Todo aquel que no logre aceptar la regla del monocromatismo o de el baile robótico y serializado es un paria que se deberá someter al derecho de admisión.
De la misma manera que en los años 20 un bastón y un bombín evocaban a Charlot, un sombrero y un paraguas en la Francia de los 60 recordaban a Hulot, su más coherente y fiel sucesor. Tiempos modernos tiene en Play time una más que correcta secuela. La única legítima, ya que Tati, al igual que Chaplin, como amantes de lo visual y de la cultura del mimo que eran, pensaban que el gesto era la más bella de las artes. El sonido sucio y maltratado es molesto y prosaico. Nada hay más cinematográfico que una pipa seguida de un hocico y un gesto escrutador. Ésa es la mayor declaración de principios del francés galáctico: la crítica social como fin, el humor como pretexto, el surrealismo como medio y la economía como axioma.
Pero cuidado, no todo es deslumbrante y arrebatador en Play time. Los enemigos del cine mudo, los que detestan a Laurel y Hardy y quienes prefieran beber arsénico a ver otra de las entregas de los hermanos Marx no encontrarán nada que les atraiga en Tati. Es cine de indudables méritos que transgredió numerosos tabúes de la época como introducir Panavisión en un contexto decididamente urbano, pero también es un cine que requiere elevadas dosis de condescendencia para su disfrute. Sin ella, la mayoría de las escenas, que son alargadas como un chicle hasta provocar al espectador cierta sensación de incomodidad y una risilla nerviosa, son difíciles de soportar.
Para acabar, es justo resaltar que Play time no es absolutamente pesimista. Han sido 24 horas en la insomne París. Un día entero sembrado de coches clónicos y de personas clónicas y de edificios altos, altos y alargados, alargados. Pero después de todo, la vida filtrada a través de Hulot hace ahora que los automóviles sean de colores y circulen dibujando divertidas caracolas. Sigue habiendo hormigoneras, pero ahora también hay heladerías.
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