15 oct 2006

Scoop (Woody Allen, 2006)


Scarlett Johansson es la estrella más grande del mundo. Es un hecho. En una sociedad que se rige por la caducidad de las modas, es el turno de esta talentosa rubia. Cada cuatro o cinco años la anterior reina del baile abdica y da paso a la savia nueva. El primer segmento de los años noventa fue de Julia Roberts, que dio paso a Sandra Bullock, que delegó en Nicole Kidman, quien cedió el cetro a Angelina Jolie, a la que sucedió Scarlett.

Al contrario que sus predecesoras, es una diosa que parece sacada del túnel del tiempo. No debieron romper el molde cuando inventaron a Marilyn Monroe y a Rita Hayworth. Es junto con George Clooney la única que no desentonaría en una película de Howard Hawks. En estos tiempos convulsos en que la Pasarela Cibeles (la simple alusión a este tema resulta demagógica, disculpen) impone sus cánones de belleza políticamente correctos, la Johansson, exuberante y rotunda, no tendría problemas para presentarse a ningún desfile de aquí a Lima. Tiene carnes y les sabe sacar partido. Además es turbadora, hipnótica y una actriz como la copa de un pino (no verde ni picuda, sino gloriosa).

Es una extraña alquimia la que la ha situado en la cima porque, al margen de las cualidades citadas, no ha sido agraciada con el don de convertir en oro lo que toca. Sabe elegir papeles, y directores, y guiones, pero exceptuando Lost in translation, ninguna de las obras en que ha participado puede calificarse de "grande", si bien es cierto que ha pinchado poco. No es la que más dinero ha hecho (no ha salido en Star Wars ni V de vendetta como Natalie Portman), ni la que más reconocimientos ha tenido (ni siquiera se ha hecho merecedora de una nominación al Oscar), pero es la actriz más importante del mundo.

Es indudable que gran parte de su aura y proyección se la otorgado el que, recién cumplida la veintena, el director más intelectual haya querido hacer de ella su nueva musa. Ya ocuparon antes su lugar Diane Keaton y Mia Farrow. Pero ella las adelantará por la derecha. Lástima que la última de sus colaboraciones, esta Scoop, sea una de las menos lúcidas obras del pequeño judío.

Scoop utiliza el periodismo como telón de fondo, aunque no arroja ninguna reflexión sobre él. La sensación que queda es que a Allen se le cruzaron un par de ideas por la cabeza y caracterizó de reportera a Scarlett porque le daba para hilarlas. Hugh Jackman está aburrido y poco creíble. Lejos de los papeles de duro que le hicieran célebre (X-Men, Operación Swordfish), se encuentra como pez fuera del agua. Pasa con este australiano como con Sansón. Le cortas el pelo y le rasuras el rostro y pierde toda su presencia en pantalla.

Ambos forman la pareja protagonista de un amor gestado gracias a una investigación criminal. Ella se enamora del supuesto asesino en una historia que no se toma en serio a sí misma, sobre todo en su fallido y precipitado broche. Hay ecos de Misterioso asesinato en Manhattan y también de La maldición del escorpión de Jade, ése es su tono.

Por su parte, Woody Allen repite su papel de siempre, quedándose con las mejores bromas de un guión que ha descuidado en su parte narrativa. Se aprecia desinterés por la historia y síntomas de sequía creativa. Incapacidad para parir anualmente una nueva obra maestra o decadencia artística, una de dos; lo que está claro es que como el artista clarinetista no se tome más en serio su trayectoria, su obra más grande habrá que buscarla en los ochenta y no de ahora en adelante, ya que nada de lo que hecho desde Desmontando a Harry está a la altura de su talento.

Puede que se sea más duro con él, que se le exija mucho más que a cualquier director de videoclips alucinado hijo de la generación de la MTV a la hora de amortizar la entrada, pero no se puede ser condescendiente con el que fuera el mejor director del mundo. Aunque ya no lo sea.

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