7 jun 2008

TV: Arrested development



Una de las máximas muestras de audacia que ha manifestado Ron Howard a lo largo de su carrera no se refiere a ninguno de sus blockbusters hollywoodienses, generalmente protagonizadas por los capos Tom Hanks y Russell Crowe, sino a la producción de una sitcom pequeña, con no demasiadas aspiraciones de reventar los índices del share estadounidense. Aquellos a quienes les gusta etiquetar todo, podrían catalogar a Arrested development como serie de culto, y aquellos a quienes les cuesta descifrar los términos acuñados por quienes les gusta etiquetar todo, deberían partir de la base de que “serie de culto” es aquella no destinada a un público masivo por lo particular, localista o arriesgado de una propuesta que sólo apela a un tipo de espectador a quien no le satisface el esquema precocinado de sota, caballo y rey o que exige un nivel de profundidad superior al de la media.

Lo que hace especial a Arrested development es lo surrealista de su punto de partida: narra la vida de una rocambolesca familia que ve como su vida da un giro de 180º cuando el patriarca George Bluth (Jeffrey Tambor, Algo pasa con Mary) entra en prisión por estafa, momento desde el cual, Michael Bluth (Jason Bateman, La cosa más dulce) y su hijo tendrán que trasladarse a la mansión familiar par hacerse cargo de los importantes negocios inmobiliarios de su padre.

La distancia que había puesto Michael de por medio para separarse de su entrometida, egoísta y alcohólica madre (Jessica Walter); de su hermano mayor Gob (Will Arnett, Ice Age) aspirante a mago de saldo; de su hermana gemela pija y consentida (Portia de Rossi, Ally McBeal) y de su hermano menor Buster (Tony Hale, Más extraño que la ficción), bien entrado en la treintena e incapaz de desarrollarse fuera de las faldas de su madre, queda reducida en perjuicio de su salud mental, pero la familia es la familia.

Pormenorizada la peligrosa galería de inadaptados sociales, Michael habrá de lidiar no sólo con los problemas financieros de la Compañía Bluth, sino con todas y cada una de las neuras de sus allegados, erigiéndose como el sensato catalizador de todas las relaciones humanas que se desarrollan de puertas adentro de la familia media. Siempre existe el abnegado y clarividente miembro que pierde de su derecho a la hora de mostrar sus flaquezas porque alguien más necesitado le resta el protagonismo.

Sin embargo, el personaje interpretado por Bateman, lejos de ser un espejo en que fijarse, es el prototipo de treintañero lleno de incertidumbres e incapacitado para el amor romántico desde que sufriera la pérdida de su mujer. Por ello intenta desempeñar un doble rol educador para con su hijo George-Michael, al que carga con demasiadas responsabilidades cívicas para su edad, manteniéndole en una burbuja que sirve de escarnio contra la sobreprotección.

La mezquindad, el egoísmo y la incorrección política trufan una de las series mejor consideradas por la crítica televisiva en la última década. Como consecuencia inevitable de ello, Arrested development tuvo que conocer su precipitado fin tras ser retirada por la Fox de la parrilla con un final en falso. Falso, no porque no se ataran bien todos los cabos de su trama, sino porque el producto daba para mucho más. Sus actores, lejos de encallarse fueron capaces, día a día, de crecer como portentos de la comedia física más disparatada proclamándose como las prolongaciones en carne y hueso más convincentes de los más subversivos dibujos animados de la parrilla yanqui.

Los exabruptos, abundantes, castrados por pitidos de producción propia, son una chinita contra la censura, muestra de la vocación transgresora de la propuesta en las antípodas del academicismo de Howard. El hacer leña de cualquier tara física, tendencia sexual o prejuicio racial hacen de esta serie, que cuenta entre sus directores con gente de la talla de Jay Chandrasekhar (Dos chalados y muchas curvas) o los hermanos Anthony y Joe Russo (Bienvenidos a Collinwood), un adalid de la libertad de expresión adelantado a su tiempo y coherente sucesor del proceso de normalización social iniciado por Matt Groening a finales de los 80.

Después de tres años en antena, los nueve millones de espectadores que se agolparon frente al televisor en la primera temporada fueron desviando su atención de nuevo hacia otros productos más convencionales y encorsetados. Puede que fuera porque es necesaria una gran dosis de condescendencia por parte del espectador para identificarse con tan mezquinos personajes o por lo reiterativo de una propuesta de acción casi nula -la voz en off (de Ron Howard en la versión original) recuerda las subtramas capítulo tras capítulo de modo que el telespectador habitual corre el riesgo de saturarse- , al modo de Seinfeld, donde los actores y su potente vis cómica eran los únicos protagonistas.

Desde que Friends diera el pistoletazo de salida se tiende a catalogar la calidad de una serie por el nivel de sus estrellas invitadas. Liza Minelli (10 episodios) Charlize Theron (5), Ben Stiller (4), Julia Louis-Dreyfus (4) o Zach Braff (2) hablan de la capacidad de convocatoria de un hito que, como todos los incomprendidos, y los vinos, ganará con el paso del tiempo.

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