Con motivo del estreno de Dick y Jane, ladrones de risa (Dean Parisot, 2005), el hierático Antonio Gasset Dubois dijo haberse hecho converso con respecto al genio Jim Carrey. Él, que no le había considerado hasta entonces más que un payaso histriónico, rectificó como los sabios, asesorado por “amigos fiables” hasta catalogarlo como una especie de Jerry Lewis moderno. En los tiempos que corren, en que han tenido que pasar veinte años para que Bill Murray se haya proclamado en actor de culto, no está de más que reconozcamos de vez en cuando a grandes intérpretes en su periodo de máxima efervescencia.
En la misma línea de estos dos grandes se mueve el protagonista de The office. A la tardía edad, para un actor, de 44 años, Steve Carell (Massachusetts, 1962) se ha hecho con un hueco en el star system y hoy romperemos una lanza desde este observatorio para augurarle un prometedor futuro. No me extenderé hablando de sus bondades; sólo recordar que fue el freak mitómano de Virgen a los 40 (Judd Apatow, 2005) y uno de los comparsas de Will Ferrell en la marciana El reportero: La leyenda de Ron Burgundy (Adam McKay, 2004).
La serie en la que participa en la actualidad es el remake americano y homónimo de una serie de emitida en la BBC británica entre 2001 y 2003, cuyo protagonista, guionista y ocasional director Ricky Gervais se hizo en con tres premios Bafta consecutivos al mejor intérprete de comedia y con el Globo de Oro a la mejor serie de 2004 (sin haberse emitido en USA) por el especial de Navidad de 2003 con que se puso punto y final a la emisión.
Su álter ego americano (Carell) también ganó el pasado año el Globo de Oro a la mejor interpretación y el Emmy a la mejor serie de Comedia. Personaje jugoso pues, adaptado milimétricamente, el que interpretan ambos monstruos catódicos. Michael Scott (David Brent en la versión BBC) es el manager de una empresa papelera que cuenta con un zoológico de inadaptados insatisfechos a su cargo. El conflicto que se presenta en el piloto (la primera temporada tuvo seis capítulos), es la posible reducción de la plantilla a la que pertenecen. Dicha premisa es el único hilo argumental con que cuenta la franquicia, porque los capítulos autoconclusivos encierran la vocación de seriales como Friends o Seinfeld donde lo más importante no es lo que se dice sino cómo se dice.
Arropando al boss tenemos al trepa cuyas frases siempre suenan a frotar de chaqueta, al rebelde carismático que relativiza la importancia la poca creativa labor que todos ellos desempeñan como mercaderes de Din-A4 y a la dulce y comprometida secretaria de la que éste último está enamorado en secreto.
En realidad lo que interesa de la propuesta es empaparse de los brillantes monólogos de Carell, obra de Gervais y del co-creador inglés Stephen Merchant en ambas versiones. Su Michael Scott es un personaje tan matizado y bien dibujado como el Gregory House de Hugh Laurie. Pero donde el médico se muestra vulnerable y hasta desconcertado, el director de oficina se destapa como un tarado emocional déspota y por todos odiado que piensa, borracho de ego, que todos le quieren y respetan. Algo así como los despreciables protagonistas de Los fantasmas al jefe (Richard Donner, 1988) o Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1993), obra ambos del brillante y ya mencionado Bill Murray. Para que el lector se haga una idea prosaica de su equivalente patrio, podríamos sugerir que es lo más parecido a Aída Nizar, la concursante jordana de Gran Hermano con complejo de Dios de hace un par de ediciones (mi enhorabuena y toda mi envidia para quienes ni siquiera la conozcan de oídas).
El egoísmo y la distorsionada imagen de sí mismo que tiene Scott sólo es equiparable a su asepsia moral, según la cual es permisible llevar bromas pesadas al extremo de la crueldad sólo para deslumbrar a los que le rodean con su pretendido ingenio. El hecho de que nadie le estime en absoluto sumado a una caracterización basada en un peinado alopécico engominado hacia atrás, trajes de baratillo y sonrisa de pobre hombre da como resultado el que la repulsa inicial del espectador cristalice en una compasiva sonrisa torcida.
Por otra parte es obligado hacer mención al estilo elegido para presentar a todos los especimenes que pueblan The office. El televidente los percibe como fieras enjauladas en el microclima diseñado por Gervais, pues la oficina es el escenario perenne e inmutable fuera del cual nunca les observamos porque la vida empieza y acaba ahí. Para mostrar esta suerte de jaula el estilo elegido es el falso documental, gracias al cual se alterna la comedia convencional (sin risas enlatadas, gracias) con pequeñas píldoras en forma de entrevistas a cada uno de los protagonistas por parte de un equipo de reporteros al que nunca vemos. Estos testimonios descontextualizados acentúan la naturaleza irónica de la convivencia laboral por la cual texto y testimonio, lo que se piensa y lo que finalmente se dice o se hace, raramente coinciden.
The office va a contracorriente y eso se agradece. No es otro producto precocinado más de consumo inmediato, sino un espejo lúcido de las relaciones laborales y humanas. Es inteligente, fina y extrema y requiere un gran ejercicio de condescendencia por no parecerse en casi nada a casi nada del panorama televisivo actual. Esperemos que tenga más suerte que su hermana espiritual, la brillantísima y extinta Arrested development. Sería señal de que se pueden abrir caminos en la comedia al modo de los Monty Python y no morir en el intento.
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