Muchos piensan que la resurrección de Bill Murray la esculpió Soffia Coppola en Lost in translation, pero esta llegó antes, en 1998, de manos del marciano Wes Anderson. Le regaló el papel del hierático Herman Blume en la extraña y fascinante Academia Rushmore, una película que, si la golpeas, suena como un tubo de plomo hueco. Poco a poco, el redentor contracorriente fue enfatizando en un mensaje extravagante a la vez que pretendidamente autoparódico y absurdo.
Trabajando sólo, o en compañía de su hermano de sangre Noah Baumbach (guionista y director de Una historia de Brooklyn y de Margot at the wedding), su cine se ha ganado la vitola de rarito. Después de la fallida Life aquatic, escrita a cuatro manos por los dos, el gremio de la crítica esperaba con multiplicada impaciencia la nueva obra de Anderson. Querían comprobar si su trayectoria ascendente inicial se había marchitado en tierra de nadie. Al contrario que su tocayo de apellido, Paul Thomas, que con su reciente Pozos de ambición parece haberse subido al carro de los grandes estudios, Wes es insobornable. Su microcosmos es una declaración de principios sempiterna tan importante como la historia que en cada ocasión quiere contar.
Conjuntamente con las mencionadas obras del realizador Ladrón que roba a un ladrón y Los Tenenbaums armaban hasta ahora una trayectoria delirante sin reflejo ni repercusión ninguna en su entorno coetáneo. Por ello puede decirse que Anderson es un género en sí mismo,porque aglutina toda una serie de constantes en su filmografía en cuanto a estilo, temáticas y vocación de discurso propio. Éste se cimenta epidérmicamente en una estética colorista dueña de un cromatismo alucinado que da un aspecto de irrealidad tanto a los films que rueda en Nueva York como al que rueda en la India en la cinta que nos ocupa. De esta manera, aún pudiendo el espectador reconocer los escenarios, parece que todos los paisajes fotografiados pertenecen a una aldea global regentada por el emperador Anderson.
La puesta en escena teatral y exageradamente artificial que se plantea en el corto que se proyecta precediendo a los títulos de crédito, de tan impostada que resulta, ejerce un hipnótico poder de fascinación que le hace preguntarse al espectador si lo que ve le gusta más que le crispa o al revés. Los 9 minutos que dura Hotel Chevalier anticipan, al modo de una miniatura de Van Gogh, lo que acaecerá en Viaje a Darjeeling. El personaje de Jason Schwartzman, guionista al alimón con Anderson de ambas piezas se muestra afectado y perturbado por la bella Natalie Portman, tanto menos bella cuanto más se va pareciendo a un chupa-chups.
Fundido en negro y vuelta a empezar. Y salen a escena los tres hermanos protagonistas: Francis, Peter y Jack. Son endebles los lazos que unen a este trío de desheredados de la vida. Perdieron a su padre un año atrás y, desde entonces, no se han vuelto a dirigir la palabra. El objetivo de su reencuentro, orquestado por el mayor de ellos (Francis: Owen Wilson) es ganarse de nuevo el favor de una madre bastante desnaturalizada a la que interpreta Anjelica Huston, la recurrente matriarca de la mayoría de las obras de Anderson. Pero “ella” es sólo el capítulo final: el destino de un viaje que como todo buen safari emocional cuenta con más obstáculos que planicies.
Surgen discrepancias e incomodidades y desde la platea se observa sin ápice de ambigüedad las razones objetivas por las que esos hermanos estaban separados. Sus muchas envidias y rivalidades son una radiografía de la disfunción emocional que reina en las células familiares occidentales. La mediocridad, la bajeza, el egoísmo y la ruindad son ruedas de molino de la conducta de los protagonistas. Puede que sus conflictos encierren una presunta vacuidad de contenido (¿Quién era el favorito de papá?), pero, leídos entre líneas, encierran una gran amargura. Y entonces los celos y las heridas mal curadas dan paso a una violencia explícita que tiene su mejor reflejo en la pelea del aseo del vagón, donde Brody y Wilson se pelean a correazo limpio. La estupidez emocional de la fauna retratada hace que sólo sepan resolver sus taras emocionales a golpes. Así, la ausencia del padre, el divorcio y la eterna búsqueda del ídolo caído son de nuevo tema fetiche (por partida doble) en esta cinta.
Es inteligente el planteamiento de la crisis en un entorno tan hermético como el tren Darjeeling Limited, pues, al modo de una olla a presión, consigue que todas las miserias alcancen su punto de cocción óptimo. Además la India es un entorno desconocido en el que la soledad del individuo se plantea como una opción muy poco halagüeña.
El viaje, y no el destino, como decía el poeta Kavafis, es lo importante de toda esta trama. No importa el final sino el trayecto. Por ello, Anderson adopta una nada arbitraria estructura de road movie, acentuada con un esquema episódico que no hace sino subrayar las evoluciones de los hermanos, insuperables en su faceta surrealista. No costaba imaginarse a Jason Schwartman (que interpreta al menor de los hermanos, Jack) en su papel de eslabón más débil del trío, ni a Owen Wilson en un registro muy parecido al de sus anteriores colaboraciones con el realizador. Lo que resulta sorprendente y francamente refrescante es encontrar al muy intenso Adrien Brody en un papel cómico que, merced a los buenos resultados, debería cultivar más.
El hecho de que el humor de Viaje a Darjeeling sea más masivo que el de Los Tenenbaums o que el de la propia Rushmore hace que ésta sea por el momento la cinta más asequible de Anderson, razón por la cual puede serle recomendar a cualquiera sin tener en cuenta el alto nivel de empatía que en anteriores entregas había sido requerido. El espectador no informado corría antes el riesgo de abandonar la sala, de no contar con un sentido del humor condescendiente y aperturista.
Pero no quiero llevarles a equívocos: las sincopadas entradas y salidas de plano siguen aquí presentes, los arrebatos de furia cristalizados en esquizofrénica violencia como único instrumento de exteriorización sentimental del reparto protagonista y el surrealismo como terrado donde cimentar el humor sigue siendo fértil aquí. Además afloran en esta ocasión nuevos y poco ortodoxos recursos, marca de la casa, como los zooms instantáneos, al modo de una serie B, que fijan el ojo en la panorámica desoladora del paisaje indio para inmediatamente pasar a un primerísimo primer plano de Wilson: el entorno abruma y acucia. Al margen de esta novedad, que desde ahora mismo ha pasado a formar parte de la iconografía del cine pop de la misma manera que los diálogos entre gangsters sobre las distintas nomenclaturas de los Cuartos de Libra con queso, los acérrimos del director encontrarán lo que anhelaban al ingresar en el patio de butacas empezando por unas particulares tipografías de los títulos de crédito orientadas hacia el campo del cómic.
Tampoco echará nadie de menos a los habituales freaks de Anderson: los deformes e inadaptados sirven de nuevo de extras en la plasmación de una estética feísta y extravagante. Se pone un ojo en ellos y el dedo en la llaga de sus rarezas para denunciar la marginalización por lógica inversa.
Uno de los mayores aciertos de Anderson es el uso de los silencios como herramienta de drama. Cómodos o incómodos. Adecuados o inadecuados. Lógicos o ilógicos. Pero siempre silencios. Como los de Jesús Quintero y como los del cómico Andy Kauffman antes de sus recitales musicales. Los actores respiran y la audiencia analiza, procesa y asimila. Puede que es sea la aguja más afilada que teje el surrealismo andersoniano como opción humorística. Toda risa conlleva un poso de amargura basado en la estupidez del personaje. Nunca el portavoz del chiste es consciente de que dice algo chistoso.
Partiendo de una pretendida virtud argumentada hasta ahora, que es la exagerada personalidad del universo del realizador, del clónico sentido del humor y la habitual presencia de una troupe de actores reconocible (Anjelica Huston, Owen Wilson, Jason Schwartzman y Seymour Cassell saben que tienen un papel asegurado en casi cualquier película del director) se deriva una acusada tara. La ventaja de que el engranaje del elenco funcione como un reloj cómplice tiene su reverso tenebroso en el hecho de que, cuando la filmografía de este joven genio crezca, puede convertirse en una masa homogénea e indiferenciada como las películas de Woody Allen y como la literatura de Paul Auster o Irvine Welsh.
Si todavía no tienen claro si deben ver Darjeeling, les doy un motivo más: Bill Murray aparece en un cameo memorable. No tiene texto. No le hace falta. Es el mejor cómico de la actualidad que contribuye a la construcción una de las mejores comedias del momento.
Trabajando sólo, o en compañía de su hermano de sangre Noah Baumbach (guionista y director de Una historia de Brooklyn y de Margot at the wedding), su cine se ha ganado la vitola de rarito. Después de la fallida Life aquatic, escrita a cuatro manos por los dos, el gremio de la crítica esperaba con multiplicada impaciencia la nueva obra de Anderson. Querían comprobar si su trayectoria ascendente inicial se había marchitado en tierra de nadie. Al contrario que su tocayo de apellido, Paul Thomas, que con su reciente Pozos de ambición parece haberse subido al carro de los grandes estudios, Wes es insobornable. Su microcosmos es una declaración de principios sempiterna tan importante como la historia que en cada ocasión quiere contar.
Conjuntamente con las mencionadas obras del realizador Ladrón que roba a un ladrón y Los Tenenbaums armaban hasta ahora una trayectoria delirante sin reflejo ni repercusión ninguna en su entorno coetáneo. Por ello puede decirse que Anderson es un género en sí mismo,porque aglutina toda una serie de constantes en su filmografía en cuanto a estilo, temáticas y vocación de discurso propio. Éste se cimenta epidérmicamente en una estética colorista dueña de un cromatismo alucinado que da un aspecto de irrealidad tanto a los films que rueda en Nueva York como al que rueda en la India en la cinta que nos ocupa. De esta manera, aún pudiendo el espectador reconocer los escenarios, parece que todos los paisajes fotografiados pertenecen a una aldea global regentada por el emperador Anderson.
La puesta en escena teatral y exageradamente artificial que se plantea en el corto que se proyecta precediendo a los títulos de crédito, de tan impostada que resulta, ejerce un hipnótico poder de fascinación que le hace preguntarse al espectador si lo que ve le gusta más que le crispa o al revés. Los 9 minutos que dura Hotel Chevalier anticipan, al modo de una miniatura de Van Gogh, lo que acaecerá en Viaje a Darjeeling. El personaje de Jason Schwartzman, guionista al alimón con Anderson de ambas piezas se muestra afectado y perturbado por la bella Natalie Portman, tanto menos bella cuanto más se va pareciendo a un chupa-chups.
Fundido en negro y vuelta a empezar. Y salen a escena los tres hermanos protagonistas: Francis, Peter y Jack. Son endebles los lazos que unen a este trío de desheredados de la vida. Perdieron a su padre un año atrás y, desde entonces, no se han vuelto a dirigir la palabra. El objetivo de su reencuentro, orquestado por el mayor de ellos (Francis: Owen Wilson) es ganarse de nuevo el favor de una madre bastante desnaturalizada a la que interpreta Anjelica Huston, la recurrente matriarca de la mayoría de las obras de Anderson. Pero “ella” es sólo el capítulo final: el destino de un viaje que como todo buen safari emocional cuenta con más obstáculos que planicies.
Surgen discrepancias e incomodidades y desde la platea se observa sin ápice de ambigüedad las razones objetivas por las que esos hermanos estaban separados. Sus muchas envidias y rivalidades son una radiografía de la disfunción emocional que reina en las células familiares occidentales. La mediocridad, la bajeza, el egoísmo y la ruindad son ruedas de molino de la conducta de los protagonistas. Puede que sus conflictos encierren una presunta vacuidad de contenido (¿Quién era el favorito de papá?), pero, leídos entre líneas, encierran una gran amargura. Y entonces los celos y las heridas mal curadas dan paso a una violencia explícita que tiene su mejor reflejo en la pelea del aseo del vagón, donde Brody y Wilson se pelean a correazo limpio. La estupidez emocional de la fauna retratada hace que sólo sepan resolver sus taras emocionales a golpes. Así, la ausencia del padre, el divorcio y la eterna búsqueda del ídolo caído son de nuevo tema fetiche (por partida doble) en esta cinta.
Es inteligente el planteamiento de la crisis en un entorno tan hermético como el tren Darjeeling Limited, pues, al modo de una olla a presión, consigue que todas las miserias alcancen su punto de cocción óptimo. Además la India es un entorno desconocido en el que la soledad del individuo se plantea como una opción muy poco halagüeña.
El viaje, y no el destino, como decía el poeta Kavafis, es lo importante de toda esta trama. No importa el final sino el trayecto. Por ello, Anderson adopta una nada arbitraria estructura de road movie, acentuada con un esquema episódico que no hace sino subrayar las evoluciones de los hermanos, insuperables en su faceta surrealista. No costaba imaginarse a Jason Schwartman (que interpreta al menor de los hermanos, Jack) en su papel de eslabón más débil del trío, ni a Owen Wilson en un registro muy parecido al de sus anteriores colaboraciones con el realizador. Lo que resulta sorprendente y francamente refrescante es encontrar al muy intenso Adrien Brody en un papel cómico que, merced a los buenos resultados, debería cultivar más.
El hecho de que el humor de Viaje a Darjeeling sea más masivo que el de Los Tenenbaums o que el de la propia Rushmore hace que ésta sea por el momento la cinta más asequible de Anderson, razón por la cual puede serle recomendar a cualquiera sin tener en cuenta el alto nivel de empatía que en anteriores entregas había sido requerido. El espectador no informado corría antes el riesgo de abandonar la sala, de no contar con un sentido del humor condescendiente y aperturista.
Pero no quiero llevarles a equívocos: las sincopadas entradas y salidas de plano siguen aquí presentes, los arrebatos de furia cristalizados en esquizofrénica violencia como único instrumento de exteriorización sentimental del reparto protagonista y el surrealismo como terrado donde cimentar el humor sigue siendo fértil aquí. Además afloran en esta ocasión nuevos y poco ortodoxos recursos, marca de la casa, como los zooms instantáneos, al modo de una serie B, que fijan el ojo en la panorámica desoladora del paisaje indio para inmediatamente pasar a un primerísimo primer plano de Wilson: el entorno abruma y acucia. Al margen de esta novedad, que desde ahora mismo ha pasado a formar parte de la iconografía del cine pop de la misma manera que los diálogos entre gangsters sobre las distintas nomenclaturas de los Cuartos de Libra con queso, los acérrimos del director encontrarán lo que anhelaban al ingresar en el patio de butacas empezando por unas particulares tipografías de los títulos de crédito orientadas hacia el campo del cómic.
Tampoco echará nadie de menos a los habituales freaks de Anderson: los deformes e inadaptados sirven de nuevo de extras en la plasmación de una estética feísta y extravagante. Se pone un ojo en ellos y el dedo en la llaga de sus rarezas para denunciar la marginalización por lógica inversa.
Uno de los mayores aciertos de Anderson es el uso de los silencios como herramienta de drama. Cómodos o incómodos. Adecuados o inadecuados. Lógicos o ilógicos. Pero siempre silencios. Como los de Jesús Quintero y como los del cómico Andy Kauffman antes de sus recitales musicales. Los actores respiran y la audiencia analiza, procesa y asimila. Puede que es sea la aguja más afilada que teje el surrealismo andersoniano como opción humorística. Toda risa conlleva un poso de amargura basado en la estupidez del personaje. Nunca el portavoz del chiste es consciente de que dice algo chistoso.
Partiendo de una pretendida virtud argumentada hasta ahora, que es la exagerada personalidad del universo del realizador, del clónico sentido del humor y la habitual presencia de una troupe de actores reconocible (Anjelica Huston, Owen Wilson, Jason Schwartzman y Seymour Cassell saben que tienen un papel asegurado en casi cualquier película del director) se deriva una acusada tara. La ventaja de que el engranaje del elenco funcione como un reloj cómplice tiene su reverso tenebroso en el hecho de que, cuando la filmografía de este joven genio crezca, puede convertirse en una masa homogénea e indiferenciada como las películas de Woody Allen y como la literatura de Paul Auster o Irvine Welsh.
Si todavía no tienen claro si deben ver Darjeeling, les doy un motivo más: Bill Murray aparece en un cameo memorable. No tiene texto. No le hace falta. Es el mejor cómico de la actualidad que contribuye a la construcción una de las mejores comedias del momento.
5 comentarios:
qué crack estás hecho... ;)
Life Aquatic fallida? Es tu apreciación personal o te refieres a la discreta acogida del público? Puedo discrepar si es la primera (y la segunda)? Es una auténtica joya del celuloide...
Digo fallida porque me gusta menos que las otras, porque es más roma y porque es la que menos me apetece repetir. Las otras las vería una y otra vez y en Life aquatic me cuesta más entrar. De todas maneras, o mucho me equivoco, o de la misma manera que tú sabes etiquetarme como cronopio yo creo que tú eres Darjeeling más que Aquatic. Corro el riesgo de equivocarme pero la vida es eso, jugársela y acertar.
Pues si mira,te comento. Life Acuatic es la que veo una y otra vez junto con Rushmore. Bottle Rocket y los Tenenbaums son las que menos me emocionan. Darjeeling me encantó. Acaba de salir en DVD pero cuesta casi 30 euros, esperaré a que baje el precio, la compraré y la alternaré con Life Acuatic y Rushmore según el pie con que me levante. No me puedo decantar. Espero que esto no afecte nuestra amistad...
7 de abril de 2008 11:56
Te tengo que confesar que a mí Bottle Rocket me da más frío que calor. Me parece que es un quiero y no puedo. Como si le faltara un hervor todavía a Anderson. De tan tosco que es, no consigue dar el salto de calidad hacia el surrealismo y se queda en desconcertismo.
7 de abril de 2008 12:28
Publicar un comentario