De pequeños, mi hermana tenía una plancha cantarina. La colocaba en posición horizontal y emitía entonces el siguiente soniquete: "Tralaralarita, limpio mi casita; tralaralarita, plancho mi ropita; y todos los días, la misma tarea, más lo hago contenta, porque hay quien lo vea". Aquel incunable juguete arrojadizo hablaba del orgullo de cuidar lo tuyo, de lustrarlo y de velar por su 'statu quo'. Es lo mismo que hace el protagonista de Sueños del desierto, Hungai, quien vive en un 'yurt' (tienda de campaña típica de Mongolia) que se resiste a abandonar, aún cuando su mujer y su hija parten a la 'city'. Para él es más importante plantar árboles y que el páramo donde vive no sea engullido por el desierto que estar al lado de los suyos. La carrera es contrarreloj. Si no cumple con su salvífica misión en defensa del verde césped, perderá su honor. Eso parece más importante que velar por su hija, que se está quedando sorda en esta película muda . Vaya mi ignorancia por delante y me excuso anticipadamente para llamar al noble Hungai "valiente imbécil".
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