Los álter egos de Will Ferrell suelen ser envidiosos, ruines, egoístas y ególatras. Y aún así mola. Su cine es de baja estofa, pero ni siquiera se molesta en disimularlo. La estrella absoluta es él. Él, con sus planos fijos soltando sartas de tonterías, monólogos imposiblemente surrealistas que tumban nuestra seriedad por enroscarse en sí mismos hasta que —como cuando te bates en duelo con alguien a ver quien aparta antes la mirada fija—, no tenemos más remedio que soltar la carcajada.
Tiene la suerte, o la maestría, de poder convertir cualquier material que toque (en este caso una chorradilla de viajes en el tiempo que repesca un clásico televisivo setentero dirigida por el tipo que firmó 'Casper') en suyo propio. Dadle el guión que queráis, que lo parasitará paulatinamente hasta adscribirlo al género Ferrell.
Aparte de su perplejo discurso de hombre sobrepasado y de su cómica torpeza que, como a un Mr. Bean o Magoo, le llevan paradójicamente al éxito siempre por el camino más difícil, nos quedamos con Anna Friel, un florero de los que regalas en las bodas y quedas de rechupete.
Valoración: 6/10
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