19 feb 2007

Manuale d´amore 2 (Corregido y aumentado) (Giovanni Veronesi, 2007)


No entiendo, aparte de los adolescentes exaltados veneradores de Monica Bellucci, cuál es el público potencial a quien puede ir dirigido este filme episódico que, en tono de comedia costumbrista sesentera, repesca una caspa italiana que parecía enterrada y bien enterrada. El italiano Giovanni Veronesi redunda en la temática que le situó en el plano internacional con la primera parte de una saga que según ha apuntado podría prolongarse indefinidamente.

Cuatro son los desiguales capítulos que caricaturescamente nos son presentados en Manuale d´amore 2. El primero de ellos lo protagoniza la exuberante Bellucci que, en su papel habitual de objeto de deseo inalcanzable, puebla las fantasías sexuales del paciente al que presta ayuda fisioterápica. El doliente, paralizado de cintura para abajo encuentra en la actriz un acicate para abandonar su silla de ruedas. Todo ello narrado con un tono de comedia ligera inhabitual a la hora de tratar un escenario generalmente se presta al drama.

En el segundo segmento un matrimonio incapaz de alumbrar descendencia por los medios tradicionales se acoge a la inseminación artificial en una clínica catalana debido a los impedimentos legales y demás tabúes que imperan en el país transalpino.

Una boda entre dos varones homosexuales maduros, uno de ellos más ilusionado con la idea que el otro, es la piedra angular temática sobre la que gira el siguiente capítulo. La cerrazón familiar, los prejuicios sociales y, de nuevo, la legislación del país vecino son las razones por las que el matrimonio ha de celebrarse también en España. Como testigo del enlace figura la paisana Elsa Pataky, más neumática que nunca. Será la casi siempre rubia actriz, aquí teñida, la que lleve el peso dramático de la cuarta y última pieza. En ésta da vida a una madre joven y soltera que es empleada por un maduro restaurador, el cual inevitablemente verá en ella una manera de recuperar la juventud perdida, circunstancia que, por lo que plantea Veronesi, debe ser una pandemia extendida entre todos los machos otoñales.

Ese es el problema principal del que adolece este vodevil irregular, de un afán desmedido por la generalización. Generalización a la hora de clasificar a la infidelidad marital como algo a la orden del día, generalización cuando se presenta a las mujeres como manojos de nervios o floreros exentos de la más mínima inteligencia y generalización cuando, sin venir a cuento se cataloga a España como paraíso de las libertades civiles aproximándonos a un estado donde reina el libertinaje.

Fallida, cateta y poco rigurosa resulta la obra de Veronesi que no logra imprimir un sello de coherencia narrativa a la sutura de la sucesión episódica. Tanto daba que las historias recogidas trataran de los temas en cuestión o de otros cuatro elegidos de manera aleatoria. Consciente de la endeblez de su propuesta, el cineasta optó por reunir en el casting a dos de las más deseadas actrices de la actualidad en un intento desesperado y lastimoso de repetir la fórmula de éxito comercial que obtuvo hace dos años tanto en su patria como aquí.

Ni siquiera el tono de pretendida sátira que quiere destilar el conjunto logra justificar una propuesta de cine zafio, rancio y desechable. No hay quien pueda soltar una carcajada a lo largo de casi dos horas larguísimas de chistes tontos e ingenuos. No hay quien pueda reprimir el bostezo en una franquicia de la que lo mejor que se podría decir es que ha llegado a su fin.

Ases calientes (Joe Carnahan, 2006)


Quien se acerque a ver Ases calientes con la esperanza de encontrarse una continuación de la hilarante tendencia inaugurada por Guy Richie en Lock & stock (1998), a la que dignamente sucedió la más comercial y ambiciosa Snatch (Cerdos y diamantes) (2000), decirle que se ha equivocado de sala. No es que la referencia autoral del marido de Madonna no se encuentre en el horizonte creativo del director Joe Carnahan, pero su intento de aunar comedia cínica con extrema violencia resulta ser un cruce fallido entre cualquier película de buddys policial con Holocausto caníbal (Ruggero Deodato, 1980).

Espero que esta metáfora extrema sirva para disuadir a incautos que, deslumbrados por un reparto de campanillas fundamentalmente cimentado en estrellas televisivas de última hornada (caben entre otros los protagonistas de Perdidos, Arrested development y El séquito), busquen audacia y transgresión. Aquí no cabe la transgresión sino una diarrea mental de influencias videocliperas malentendidas mezclada con un afán de abrir caminos que ya estaban inaugurados valiéndose de hipérboles trasnochadas. Todo es desagradable en Ases calientes desde el momento en que Ryan Reynolds (Van Wilder) abandona su papel de niño bueno para convertirse en una caricatura del Bruce Willis macarra y se adentra en una espiral de violencia gratuita sin sentido que hace que la estima que se podría procesar a algunas de las escenas de la historia, bien planificadas y dirigidas, queden empañadas y deslucidas.

La historia, coral hasta extremos absurdos, cuenta cómo un capo incipiente de la mafia norteamericana (Jeremy Piven) se convierte en un testigo protegido llamado a desmantelar la estructura que hasta ese momento le ha dado de comer.

Los policías (Ray Liotta, arquetípico en su papel de policía veterano e incorruptible y el mencionado Reynolds) son los espectadores perplejos en una guerra sin cuartel que implica a una congregación de asesinos a sueldo (entre los que, caprichos del casting, se encuentra la innecesaria cantante Alicia Keys) y a unos asalariados de bando contrario que velan por la supervivencia del chivato. O al menos eso creí entender, porque el escenario retratado es tan delirante que las subtramas acaban por confundir cualquier esquema mental de comprensión que el espectador medio, con inteligencia media, pueda humildemente labrarse.

El mcguffin del policía fundador de la CIA, muerto en trágicas condiciones que envuelve a la cinta contextualizando y justificando de alguna manera el clima de violencia explícita que campa por doquier es tan difícil de descifrar que esta vez sí emparenta al director con su idolatrado Ritchie, pero con el peor, el de Revolver (2005).

En definitiva, Ases calientes es un vehículo de descarga adrenalínica adolescente que puede herir sensibilidades de los menos impresionables por el uso gratuito de sierras eléctricas, no sólo ya para cercenar sino para triturar partes de la anatomía de los protagonistas en un intento vacuo de ascender en la escala de violencia que desde la francesa Irreversible parecía insuperable. No sé si habrá quedado claro pero les recomiendo a todos que no la vean.

12 feb 2007

Diamante de sangre (Edward Zwick, 2006)


Enseñan en la facultad de Periodismo que aquella noticia o suceso acerca de los cuales no existe el preceptivo testimonio gráfico, realmente es como si nunca hubiera ocurrido. Si el acontecimiento en cuestión fuera un partido de fútbol o uno de los incontables chismorreos que nos asolan en nuestro a día a día, la cosa no sería grave, pero cuando hablamos de acciones de las que dependen vidas humanas es preceptivo, casi obligatorio, que todos aquellos que puedan levantar una lanza por los desamparados, por los maltratados y por los acorralados, lo hagan.

A veces, este frívolo negocio que es el cine sirve como plataforma de denuncia contundente e inmediata para hacer llegar a las grandes masas temas que de otra manera quedarían sumidos en el ostracismo. Algo de esto ocurre con Diamante de sangre, la última aventura cinematográfica del cada vez más entonado Leonardo DiCaprio. Después de la solidez que desplegaba en la correcta aunque poco original Infiltrados (Martin Scorsese; The departed, 2006) -en la que daba vida con solvencia y carisma a un policía corrupto (a la fuerza) y desnortado-, se atreve con un antihéroe clásico de desarrollo predecible pero dotado del aura mística de los Bogart, Gable o Holden, intérpretes que hacían del ejercicio de fumar una de las bellas artes y que eran tan duros como un día sin pan. Estereotipos macarras; una especie en constante vía de extinción que, con el cinismo por bandera, regalaba con cada entrada un puñado de frases memorables.

DiCaprio sigue estando lastrado, en cierto modo, por un físico que envejece de manera extraña, pues el paso de los años se adivina más en su mirada que en el endurecimiento de unos rasgos casi femeninos, como les pasa a Matthew Broderick y a Michael J. Fox. Es por ello que desde que rodara El aviador (The aviator, 2004) de las manos, otra vez, del menudo Scorsese, gusta de lucir perillas canallas y gomina en el cabello.

Diamante de sangre es un filme de acción, enmarcado en la africana tierra de Sierra Leona, donde el de California interpreta a un pillo que se dedica al contrabando de las piedras preciosas a las que hace alusión el título. Los brillantes, o insólitos minerales, siempre han ejercido una extraña fascinación en los personajes de la gran pantalla. Basta recordar a un desencajado Boogey en El tesoro de Sierra Madre (The treasure of the Sierra Madre; John Huston, 1948) para hacernos una idea de cómo la riqueza corrompe y hace priorizar la avaricia sobre la comodidad y bienestar de las vidas humanas vecinas.

Cuenta la historia que el sudafricano Danny Archer (DiCaprio) se encuentra con la posibilidad de hacerse con uno de los diamantes más grandes conocidos hasta la fecha. Éste procede de las manos de un esclavo encarnado por Djimon Hounsou, con quien el actor americano establecerá una simbiosis que le permita conseguir la piedra a cambio de que el coprotagonista recupere a su familia. La acción colocará a estos dos caracteres contradictorios al filo de la navaja, hasta llegar al punto en que ambos hayan de poner su vida en las manos del otro. ¿A alguien le suena?

En el bando de los malos se encuentran las grandes multinacionales del ramo joyero, que agasajan con material de guerra a los exaltados de la zona para que desaten toda su ira contra la indefensa población honrada, de manera que la búsqueda de materia prima se mantenga vigente con altas cotas de productividad. Como fruto de esta situación, los violentos se encuentran con la posibilidad de explotar y extorsionar a la población africana que puede servirles a sus fines bélicos egoístas. Para dibujar este panorama brutal, Diamantes de sangre se vale de la figura de los niños soldado; aquellos que en vez de matar hormigas sin escrúpulos, como es común en la primavera de la vida, matan a seres humanos a bocajarro. Todo ello, procurando bordear el terreno de la demagogia, con un punto de vista un tanto simplista pero enfático en su tono de denuncia. No hace falta un gran despliegue de medios, sólo un niño que no alcanza los ocho años empuñando un Kalashnikov para señalar que algo no se está haciendo bien en el continente meridional. De la misma forma que resultaba aterrador el uso de la violencia como piedra de toque habitual en las muy lúcidas Ciudad de Dios (Ciudade de Deus; Fernando Meirelles, 2002) u Hotel Rwanda (id.; Terry George, 2002), este film vuelve a poner un incómodo dedo en la llaga destinado a sobrepasar el objetivo del entretenimiento.

El guión, convencional pero actual y oportuno, corre a cargo del Charles Leavitt; quien, aparte del personaje de Archer, consigue cargar de matices a dos secundarios de lujo: el pescador y después esclavo Solomon Vandy (Djimon Hounsou) y la periodista tenaz, idealista y muy humana Maddy Bowen (Jennifer Connelly). El primero, después de haber trabajado con realizadores de la talla de Roland Emmerich, Ridley Scott o Jim Sheridan, se consolida como un actor muy valioso sin relevo en su perfil: alto, hercúleo, de color y conmovedor. Connelly, por su parte, no demuestra nada nuevo, sino que confirma su permanente estado de excelencia. Ya antes de su merecido Oscar por Una mente maravillosa (A beautiful mind; Ron Howard, 2001) se revelaba constantemente como una sólida actriz diabólica o tierna, según lo requiriera el guión, pero siempre con la promesa de una mirada acousa y emocionante. Las decisiones laborales que ha tomado a continuación, alternando lo más comercial (Dark water, 2005) con el cine de denuncia (Casa de arena y niebla, 2003), la convierten en una profesional a la que todos los directores deberían poner en sus películas. Su personaje de periodista concienciada con las atrocidades del mundo supone el soplo de aire fresco más vigorizante de una película que firma el academicista Edward Zwick.

Los tres roles principales sobre los que descansa el peso de la trama conforman una pirámide simbiótica en la que, a priori, DiCaprio supone el punto más oscuro para paulatinamente empaparse de la bondad y de los saludables valores que imprimen al conjunto las dos fuerzas positivas -una activa (Connelly) y otra pasiva (Hounsou)- restantes. Así, el resultado supone un proceso de purificación que cuaja en una inevitable tragedia que sirve de colofón efectista.

Si echamos un vistazo a la filmografía de Zwick, encontramos obras como Tiempos de gloria (Glory, 1989), Leyendas de pasión (Leyends of the fall, 1994) o El último samurai (The last samurai, 2003), que hablan de personas hechas a sí mismas y del honor alcanzado por medio de la catarsis; planteamientos de manual facilones que, aliñados con un reparto generalmente carismático, pretenden ser una herramienta para plasmar conatos de discursos trascendentes, pero anteponiendo la forma a un mensaje mejor intencionado que efectivo. Estas ínfulas de grandilocuencia, si bien no son molestas, sí pueden tildarse de ingenuas y primarias. No existe en el metraje ningún hilo suelto que dejar en manos del espectador para que éste pueda conformar un aprendizaje propio. Las soluciones se encuentran siempre dentro del guión alejándose de lo que podría ser un Spielberg y abrazando sin prejuicios la fórmula del Mel Gibson de Braveheart.

Por otra parte, la concepción del amor de Zwick en Diamantes de sangre, pretendidamente lírica, es la misma que pueda aparecer en cualquier libro de saldo que lleve por título “Escribe tu propio guión”. No es que le pidamos Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) en las ajustadas dos horas y veinte minutos que dura el corte definitivo; el problema es una sensación de déjà vu que salpica a toda la historia y que hace que el factor sorpresa nunca llegue a manifestarse en el patio de butacas.

El resultado, que no se puede tachar de fallido, es, sin embargo, menos conmovedor o elevado de lo que el director de En honor a la verdad (Courage under fire, 1996) tenía en mente. De cualquier modo, no se puede ser excesivamente duro con una historia que pretende que la historia real en la que todos nos encontramos inmersos sea un poquito mejor, suponiendo un grano de arena que junto a otros muchos como él formarían una montaña desde la que asomarse y otear un futuro más bonito. O menos feo.

10 feb 2007

La vida de los otros (Florian Henckel von Donnersmarck , 2006)


Los psicólogos dicen que el primer paso para solucionar un problema es hablar de él con naturalidad, sin tabúes. El ejercicio de regurgitar todos los traumas para poder procesarlos con madurez ayuda a la conciencia colectiva a tenerlos detectados de manera que puedan ser enterrados y no se vuelva a caer en ellos. Es importante no cerrar puertas en falso, de manera que no surjan sumideros por los que se cuelen de nuevo antiguos fallos e imprecisiones.

El cine ha servido muchas veces como parte de esta terapia, como exorcización necesaria para ciertos artesanos, a veces visionarios, que utilizan el celuloide como diario para dejar constancia a las generaciones cibernéticas venideras, cada vez más partidarias de la Wikipedia que de la Larousse y más amigas de los blogs que de los periódicos, de lo que el pasado más reciente, e incluso remoto, nos deparó. Habitual viene siendo en nuestro país que, tras setenta años de resaca parricida, se siga rescatando uno de los capítulos más oscuros de nuestra historia nacional. Silencio roto (Montxo Armendáriz, 2001), La hora de los valientes (Antonio Mercero, 1998) y El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006) han mostrado en la última década con mayor o menor fortuna, con mayor o menor hooliganismo, las miserias de una guerra que enfrentó a españoles contra españoles. Sirva de botón de muestra doméstico para comprobar que nadie está a salvo de la vergüenza.

Como cuando el Real Madrid pierde el rumbo y cada uno de nosotros se convierte en clarividente entrenador virtual con una alineación coherente y mágica en la cabeza que salvaría al equipo blanco de una nueva sequía, los autores cinematográficos siempre han pretendido tener un punto de vista privilegiado sobre las problemáticas nacionales. La verdad es que el equipo de Concha Espina tampoco ganará este año el título de Liga y que las manchas históricas permanecerán. Sin embargo, el interiorizar estos inapelables hechos nos servirá para, eventualmente, variar nuestras simpatías futbolísticas y para aceptar sin rubor que la historia oscura es lo que es y que cuanto antes se asimile y se supere, mejor para todos.

Alemania, otro de los países europeos más convulsos del extinto siglo XX, también ha sido proclive al revisionismo histórico en el campo fílmico, sobre todo de un tiempo a esta parte, cuando, tras la reunificación, las ampollas cada vez parece que duelen menos. Así, las producciones germanas de calado político viven en este momento una suerte de edad de oro con proyección internacional. Si hemos de equipararnos con un país como el germano, alejado de nosotros tanto en el plano lingüístico como en el cultural cotidiano, una de las cosas que nos permiten el acercamiento tangencial es el sentimiento de pérdida que pulula en nuestra atmósfera patria.

Del mismo modo que Ken Loach carga las tintas con la decadencia social post tahtcherismo, obteniendo más beneplácito crítico que el comediante Richard Curtis, y Fernando León de Aranoa se lleva las flores que en otro momento fueron de Mariano Ozores, lo social vende; y lo social y lo postraumático es lo que está poniendo en el candelero de nuevo a Alemania, posiblemente el país más pujante del viejo continente junto con Francia en los últimos tiempos.

La réplica del nazismo retratado porVolker Schlöndorff la pasada temporada (El noveno día, filmada en 2004 pero estrenada en España en 2006) y por Oliver Hirschbiegel (El hundimiento) en 2004 es el socialismo radical que se vivió en la mal llamada República Democrática Alemana (RDA) en los años previos a la caída del Muro de Berlín. Para mostrar la barbarie persecutoria que se vivió en la división comunista del país teutón, el talentoso director Florian Henckel von Donnersmarck no se centra en La vida de los otros en la figura del Führer ni de ninguno de sus poderosos esbirros como en los casos anteriormente mencionados, sino que habla de gente cualquiera que llevaba una vida cualquiera, cogiendo el todo por la parte.

El capitán Gerd Wiesler (Ulrich Mühe, Funny games), metódico, riguroso y alemanísimo oficial de la policía secreta del régimen comunista, lleva a cabo una labor pedagógica en la central de la Stasi formando a los nuevos cadetes cuando le es encomendada la misión de vigilar al dramaturgo Georg Dreyman (Sebastian Koch, Amen) en el año 1984.

Para realizar su tarea de espionaje integral ha de mudarse al ático de la casa que el escritor comparte con su novia, la actriz Christa-Maria Sieland (Martina Gedeck, Deliciosa Marta) comenzando así un involuntario proceso empático que le transforma al darse cuenta de que las personas a las que observa sienten y padecen como pueda hacerlo él, lo que le lleva a experimentar un proceso humanizador catártico que da lugar a que sus creencias se tambaleen. Precisamente a él, uno de los más convencidos de la causa. Pero, y en este punto Von Donnersmarck es cauto e inteligente, esta transformación es gradual y alejada de aspavientos. Con el antimaniqueísmo como bandera, Wiesler se pone en el lugar de los observados condescendiendo con lo falible de sus conductas que sólo son, al fin y al cabo, maneras de desarrollarse. De este modo, el oficial percibe hasta qué punto su tarea es absurda y castradora, sufriendo en sus propias carnes lo corrupto de un sistema que no está más justificado que el fanatismo de corte contrario que persigue.

La deshumanización consecuente de enjaular no sólo a personas, sino al libre pensamiento, afecta tanto a víctimas como a verdugos. La política se convierte en una coartada para recortar las libertades, desmoronando en todo lo posible la justicia que el espía pudiera en un primer término haber argumentado. Envidioso pero comprensivo del plácido ambiente que se respira en la cotidianeidad de sus conejillos de indias, su disfuncionalidad emocional le hace buscar oasis artificiales de felicidad mediante amor de compra-venta para intentar emular de una manera prosaica el consuelo marital de Georg y Christa.

Al margen de la práctica del voyeurismo domiciliar, del mapa político y social dibujado en la Alemania comunista de los 80 se desprende que la aplicación real de las doctrinas marxistas era tan opresiva como cualquiera de los históricamente denunciados fascismos, mostrándose como una cara más del terror donde el recorte de las autodeterminaciones y la represión eran platos de consumo diario. Nada hay de idílico en la aplicación de un sistema extremo sea del color que sea. A consecuencia de este brutal escenario, tanto el muy pío, que se dedica a pregonar las bondades del marxismo, como el ciudadano escéptico han de tener pies de plomo a la hora de hablar sin tapujos, puesto que una palabra inconveniente, un chiste a destiempo o una confidencia hecha a la persona inadecuada pueden destrozar vidas con la misma contundencia que lo hace un cañonazo o una mina antipersona; sólo que si el único reducto privado que queda es la mente, el drama torna en más desolador si cabe. La falta de glamour mostrada por el equipo de arte en el mobiliario del domicilio que compartían uno de los más reputados dramaturgos y la actriz más importante de la época en la RDA habla de la exaltación extrema de un sistema donde prosperar no estaba permitido. Además, cumple una doble función de fidelidad a la realidad y de plasmación de la idea de austeridad comunista que equipara a príncipes y a mendigos y que choca frontalmente con los fastos del Hollywood actual; y con los sueños.

Cuando uno investiga y averigua que La vida de los otros es el primer largometraje, y guión, del realizador Florian Henckel von Donnersmarck (Colonia, 1973) sólo cabe la incredulidad y la reverencia ante uno de los despegues más prometedores de la cinematografía reciente. El libreto, a prueba de bombas y con una contundencia propia de los clásicos inmediatos, disecciona las personalidades de los buenos y de los malos con una ecuanimidad notabilísima, haciendo hincapié en las flaquezas de ambos bandos y dibujando con frases perdurables un panorama caduco, que por suerte está casi obsoleto, para conformar un documento en el que fijarse como ejemplo de escritura ágil, intachable y trascendente.

A aquellos que tuvieron la suerte de disfrutar de esta película de talante personalísimo y lo más alejada posible del cine de género que uno pueda imaginarse, pese a la trama de espionaje que puedan referir algunas sinopsis, en nada les sorprendería que esta cinta se llevara el trozo más grande en la tarta de los últimos premios de la Academia de Cine Europeo, llevándose a Almodóvar y a quien hubiera hecho falta por delante. Es difícil competir con una obra que habla de la vida de unos "otros" que en realidad somos todos.

5 feb 2007

Paris, je t´aime (Varios, 2006)


No soy amigo de las películas experimentales ni de las episódicas; ni de las sucesiones de cortos encorsetados bajo el pretexto de una temática común. Me hacen sospechar los encargos que se hacen a los directores consagrados para ser paseados por sesudos festivales y dar una imagen solidaria y "buenrollista" del gremio.

En general los resultados de tales experimentos acaban por ser un conglomerado irregular en el que caben por un lado la máxima de las inspiraciones y, por otro, la sensación de que algunos, generalmente los más reconocidos, han optado por quitarse el marrón de en medio de cualquier manera.

Pasa algo parecido con Paris, je t´aime, consigna bajo la cual veinte reputados directores de todas las nacionalidades posibles han sido homogeneizados bajo la idea de filmar un manifiesto con el que declarar su amor por la ciudad del amor. Paris, je t´aime puede parecer engañosa para el espectador desprejuiciado que se acerca a una sala comercial y se encuentra con que en su bonito y artístico cartel concurren estrellas del relumbrón de Natalie Portman, Nick Nolte o Juliette Binoche. La decepción se desprenderá del hecho de que en rara ocasión se dan cita en la misma historia más de dos actores de talla, porque, como tónica general, se respeta lo de una celebridad por corto, con la excepción del que dirige Gerard Depardieu, en el que acudimos a un otoñal duelo interpretativo entre Ben Gazzara y Gena Rowlands aderezado por el cameo del orondo francés.

De este modo, mexicanos (Alfonso Cuarón), franceses (Olivier Assayas), sudafricanos (Oliver Schmitz), kenyatas (Gurinder Chadha), yankees (Joel & Ethan Coen, Alexander Payne), brasileños (Walter Salles) y hasta la española Isabel Coixet tienen cabida en este mejunje agradable y vistoso que se desenvuelve en un registro bajo, sin altisonancias, y que siempre opta por el intimismo a excepción del segmento vampírico firmado por el autor de Cube (Enzo Natali), en el que encontramos concesiones a los efectos especiales. Todo lo contrario de Wes Craven (Pesadilla en Elm Street), habitual del género de terror, que se muestra sobrio y cómico en el tramo que dirige.

Inevitablemente hay caídas de ritmo, propuestas aburridas y, en los peores casos, directamente prescindibles, pero existen algunas destacables dosis de buen cine encapsulado. Serán fáciles de identificar mis sugerencias para el lector, puesto que cada microhistoria cuenta con título y nombre del director en su primer fotograma. No pierdan de vista Place des Fêtes, del sudafricano Oliver Schmitz, que narra una muerte dulce y romántica; Faubourg Saint-Denis, historia de amor entre la joven Natalie Portman y su novio ciego narrada a toda velocidad por el alemán Tom Tykwer; y otra más de amor, esta vez de manos de Gurinder Chadha (Quiero ser como Beckham): Quais de Seine.

Como habrán podido comprobar, el amor romántico está muy presente, enmarcado indefectiblemente en el espacio incomparable de la capital gala, que metafóricamente contagia a todos con un influjo feromónico y apasionado.

No hay malas intenciones en Paris, je t´aime, acaso un exceso de almíbar y una búsqueda del éxito fácil tanto crítico como comercial. Aún así, el resultado no es excesivamente universal y lo tendrá difícil para encontrar su público fuera de los circuitos de versión original. No obstante, en una de esas tardes de domingo frías y húmedas, no viene mal observar cómo, para variar, la gente se enamora y se quiere, aunque sea en una pantalla de cine.