No me gustaría toparme por la calle con Borat Sagdiyev. Quizá me insultaría, me amordazaría y me dejaría tirado en una gasolinera de carretera; y no por maldad, sino por absoluta inconsciencia e ignorancia. Borat, autoproclamado segundo periodista más famoso de su país y álter ego del actor británico Sacha Baron Cohen es una suerte de Mr. Bean casposo, machista, ignorante y grotesco. Podría definirse como la némesis de Rowan Atkinson si no fuera porque el otro patán británico más famoso del planeta tampoco es un dechado de virtudes, que se diga.
Baron Cohen, que ya nos sorprendió hace unos años con su interpretación del rapero Ali G, quien llegó a nuestros cines despojado de su esencia debido a un doblaje cañí cortesía de Gomaespuma, construye a su nuevo personaje partiendo de un esquema similar: un tipo con un alto concepto de sí mismo pero profundamente sobrepasado por las circunstancias que le rodean. En Ali G anda suelto, la trama giraba alrededor de un paria drogadicto que se creía negro y que a golpe de buena suerte se colaba en la ONU para acabar solucionando todos los problemas diplomáticos del mundo conocido utilizando la marihuana como catalizador hacia el buen rollito.
En esta ocasión, Borat trabaja para Kazajhstani TV y es enviado por su cadena a los Estados Unidos para grabar y aprender sobre su sistema político y su cultura. Este es el preámbulo de una crítica desaforada de los valores más arraigados de la sociedad estadounidense en la que, desde el punto de vista del observador externo, Baron se escuda en problemas idiomáticos y adaptativos para no dejar títere con cabeza. No se casa con nadie y su incorrección política llega a tales cotas que alcanza el grado del surrealismo.
En la era del humor posmoderno en la que primero Los Simpsons, posteriormente South Park y en la actualidad House están sentando las bases que hay que saltarse si uno quiere ser graciosamente incorrecto en términos políticos, Borat se revela como un exponente aventajado cogiendo un poco de aquí y un poco de allá. Con una pizca de Tonino (Caiga quien caiga) por aquí y un pedacito de Jackass por allá, se destapa en su viaje catártico por la América profunda con preguntas como "¿Creen que las mujeres poseen un cerebro más pequeño que el de los hombres?" cuando tiene por contertulias a una agrupación de feministas. Reinterpretar el himno estadounidense con una letra inventada que ensalza a Kazajstán por encima del resto de naciones en un rodeo dentro de la republicanísima Texas es otra de las experiencias kamikazes que lleva a cabo este antropólogo del absurdo.
El estilo de falso documental utilizado no atiende a ningún capricho arbitrario sino que pone el dedo en la llaga a la hora de retratar a los norteamericanos como monos de feria al más puro estilo National Geographic.
No obstante, no son los sobrinos del tío Sam los únicos damnificados en este film rodado con 18.000 euros que ha sido capaz de aguantar durante dos semanas a la cabeza del box office estadounidense (honor que no ha podido compartir la última aventura de James Bond, sin ir más lejos). Judíos (y Baron lo es), prostitutas y uzbecos se llevan lo suyo en una película que ha sido denunciada por rusos, alemanes y un sin fin de asociaciones en contra de la instigación racial. Lástima que no vean la gracia a una de las comedias más hilarantes de los últimos años, y es que, si no podemos empezar por reírnos de nosotros mismos, nunca podremos vivir en paz con el vecino. Que se lo digan a Ali G.
Baron Cohen, que ya nos sorprendió hace unos años con su interpretación del rapero Ali G, quien llegó a nuestros cines despojado de su esencia debido a un doblaje cañí cortesía de Gomaespuma, construye a su nuevo personaje partiendo de un esquema similar: un tipo con un alto concepto de sí mismo pero profundamente sobrepasado por las circunstancias que le rodean. En Ali G anda suelto, la trama giraba alrededor de un paria drogadicto que se creía negro y que a golpe de buena suerte se colaba en la ONU para acabar solucionando todos los problemas diplomáticos del mundo conocido utilizando la marihuana como catalizador hacia el buen rollito.
En esta ocasión, Borat trabaja para Kazajhstani TV y es enviado por su cadena a los Estados Unidos para grabar y aprender sobre su sistema político y su cultura. Este es el preámbulo de una crítica desaforada de los valores más arraigados de la sociedad estadounidense en la que, desde el punto de vista del observador externo, Baron se escuda en problemas idiomáticos y adaptativos para no dejar títere con cabeza. No se casa con nadie y su incorrección política llega a tales cotas que alcanza el grado del surrealismo.
En la era del humor posmoderno en la que primero Los Simpsons, posteriormente South Park y en la actualidad House están sentando las bases que hay que saltarse si uno quiere ser graciosamente incorrecto en términos políticos, Borat se revela como un exponente aventajado cogiendo un poco de aquí y un poco de allá. Con una pizca de Tonino (Caiga quien caiga) por aquí y un pedacito de Jackass por allá, se destapa en su viaje catártico por la América profunda con preguntas como "¿Creen que las mujeres poseen un cerebro más pequeño que el de los hombres?" cuando tiene por contertulias a una agrupación de feministas. Reinterpretar el himno estadounidense con una letra inventada que ensalza a Kazajstán por encima del resto de naciones en un rodeo dentro de la republicanísima Texas es otra de las experiencias kamikazes que lleva a cabo este antropólogo del absurdo.
El estilo de falso documental utilizado no atiende a ningún capricho arbitrario sino que pone el dedo en la llaga a la hora de retratar a los norteamericanos como monos de feria al más puro estilo National Geographic.
No obstante, no son los sobrinos del tío Sam los únicos damnificados en este film rodado con 18.000 euros que ha sido capaz de aguantar durante dos semanas a la cabeza del box office estadounidense (honor que no ha podido compartir la última aventura de James Bond, sin ir más lejos). Judíos (y Baron lo es), prostitutas y uzbecos se llevan lo suyo en una película que ha sido denunciada por rusos, alemanes y un sin fin de asociaciones en contra de la instigación racial. Lástima que no vean la gracia a una de las comedias más hilarantes de los últimos años, y es que, si no podemos empezar por reírnos de nosotros mismos, nunca podremos vivir en paz con el vecino. Que se lo digan a Ali G.
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