25 nov 2006

Casino Royale (Martin Campbell, 2007)


A pesar de que en 1967 David Niven protagonizara Casino Royale, este nuevo acercamiento al universo Bond es cualquier cosa menos un remake. Entre otras cosas, el intento de reinventar una franquicia que tras Muere otro día gozaba de una excelente salud comercial. En vez de optar por una corriente continuista que sin duda hubiera sido un nuevo huevo de oro fruto de la gallina de Ian Fleming, se optó por darle la batuta del más elegante y glamouroso espía británico a un feo proveniente del mundo del teatro para acabar diseñando a un Bond más físico, más taciturno y más violento. No faltaron los detractores que prometieron hacer un boicot a la saga porque el elegido fuera un rubio de mandíbula gorilera y torso de quarteback; y si nos atenemos a los resultados en taquilla de su primer fin de semana en tierras estadounidenses, podemos concluir que su operación de sabotaje ha tenido cierta repercusión porque, pese a la campaña de promoción más cansina que se recuerda y que data de hace más de un año, el Bond de Daniel Craig no ha conseguido el número uno. Hasta en eso su película va contracorriente. Les aseguro que injustamente.

Dejando amarillismos y barómetros inciertos aparte, Casino Royale no es una continuación de la saga en el punto en que la dejó Pierce Brosnan sino un nuevo comienzo en el que el héroe, menos héroe que nunca, consigue su licencia para matar. En el ya característico prólogo, tradicionalmente utilizado para narrar una misión estrambótica y descerebrada en que se impusiera el más difícil todavía (recuerden cuando Brosnan se arrojó de cabeza por un acantilado utilizando su nariz como alerón acelerador hasta alcanzar un helicóptero que descendía en picado para acabar pilotándolo), acudimos a la consecución de la categoría de doble cero del protagonista. Es una escena en blanco y negro la que nos pone en situación de cómo han cambiado las cosas. De alguna manera es la puesta al día de un mito icónico de nuestra sociedad occidental al modo de Superman, que en un proceso de crecimiento ha prescindido de todo lo accesorio que hacía de él una caricatura para devenir en un papel riguroso, adulto y metódico capaz de dar el salto hasta el olimpo del cine serio y de calidad alejado del divertimento frívolo que hasta ahora era.

Hace cosa de dos años, un guionista octogenario de gran influencia en Hollywood de cuyo nombre no me puedo acordar catalogó a El mito de Bourne como la película mejor escrita de todos los tiempos. Hipérbole de tinte lisérgico pero ilustrativa y útil a la hora de refrendar la hipótesis que esta crítica persigue. Es posible hacer cine de acción e incluso muy comercial sin descuidar a los personajes. Pasa con Bourne en la saga a mayor gloria de Matt Damon, con Lobezno en X-Men, con el nuevo Superman, con el Ethan Hunt de J.J. Abrams y con el 007 de la entrega que nos ocupa. Se ha optado por humanizar a un temible burlón que campaba por el globo terráqueo a sus anchas amparado por infinidad de gadgets que le hacían la vida más llevadera y amparado por cálidas mujeres a las que trataba con cinismo y misoginia. El último Bond no es de frases grandilocuentes, sino lacónico como todo buen espía, no abusa de aparatillos y no usa para después tirar a toda fémina que se le ponga en plano, sino que se enamora de la dulce Vesper Lynd (Eva Green) tornando en vulnerable.

Aviso para navegantes: atentos a la escena de persecución del primer malaje; es un prodigio de montaje, virtuosismo visual y compás narrativo (es eterna y fascinante). Lástima que lo que flaquee en esta entrega sea el antagonista Mads Mikkelsen que no es un villano de enjundia comparado con nuestro matizado pero letal mamporrero. Nadie como él para defender a su majestad, la reina de Inglaterra.

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