Aquellos que estuvieran a punto de perder la cabeza con la frustración impotente causada por observar la violación de Monica Bellucci en Irreversible y no entendieran en su primera lectura, y sucesivas, cómo Holden Caulfield no acabó convirtiéndose en un asesino en serie, tienen en Funny games una herramienta más para turbarse de por vida.
Lo que se le puede cuestionar a la nueva película de Haneke es su necesidad, su existencia. Pero no porque ésta no sea una obra maestra, es porque ya existía. Es porque la versión que dirigiera el germano en 1997 era exactamente igual que ésta. No mejor que la presente, sólo más innovadora. Recuerda al experimento que Van Sant llevara a cabo sobre la Psicosis de Alfred Hitchcock. Las sensaciones que produce este brutal instrumento de terror contenido son las mismas hace diez años que ahora, sin importar el escenario o que los protagonistas hablen alemán o inglés.
La frustración en estado puro derivada de la maldad injustificada y arbitraria, del terrorismo en definitiva, y la impotencia de no poder defender a los tuyos son las teclas que acciona el director en esta tentativa de globalizar su mensaje. Con Naomi Watts de por medio en la producción ejecutiva salta al panorama estadounidense una bomba de relojería incómoda y cuestionable moralmente de la misma manera que lo era la virguería temporal de Gaspar Noè o La naranja mecánica del desaparecido Kubrick.
No es universalmente recomendable esta Funny games por poder causar traumas (no es broma), permanentes. La conmoción que el espectador corre el riesgo de padecer no se fundamenta en escenas de casquería que rayen el mal gusto. Toda la violencia esta fuera de plano. Pero Haneke, y para eso hay que ser un auténtico maestro, es capaz de congeniar amor con horror y a Mozart con hard metal en una certera metáfora musical. Los primeros cinco minutos en los que se observa a una familia feliz desde un plano cenital son soberbios. El resto también. Empezando por Michael Pitt, el imberbe perplejo de Soñadores, que se convierte en el villano más odioso que estos ojos hayan visto.
Lo que se le puede cuestionar a la nueva película de Haneke es su necesidad, su existencia. Pero no porque ésta no sea una obra maestra, es porque ya existía. Es porque la versión que dirigiera el germano en 1997 era exactamente igual que ésta. No mejor que la presente, sólo más innovadora. Recuerda al experimento que Van Sant llevara a cabo sobre la Psicosis de Alfred Hitchcock. Las sensaciones que produce este brutal instrumento de terror contenido son las mismas hace diez años que ahora, sin importar el escenario o que los protagonistas hablen alemán o inglés.
La frustración en estado puro derivada de la maldad injustificada y arbitraria, del terrorismo en definitiva, y la impotencia de no poder defender a los tuyos son las teclas que acciona el director en esta tentativa de globalizar su mensaje. Con Naomi Watts de por medio en la producción ejecutiva salta al panorama estadounidense una bomba de relojería incómoda y cuestionable moralmente de la misma manera que lo era la virguería temporal de Gaspar Noè o La naranja mecánica del desaparecido Kubrick.
No es universalmente recomendable esta Funny games por poder causar traumas (no es broma), permanentes. La conmoción que el espectador corre el riesgo de padecer no se fundamenta en escenas de casquería que rayen el mal gusto. Toda la violencia esta fuera de plano. Pero Haneke, y para eso hay que ser un auténtico maestro, es capaz de congeniar amor con horror y a Mozart con hard metal en una certera metáfora musical. Los primeros cinco minutos en los que se observa a una familia feliz desde un plano cenital son soberbios. El resto también. Empezando por Michael Pitt, el imberbe perplejo de Soñadores, que se convierte en el villano más odioso que estos ojos hayan visto.
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