3 ene 2003

Harry Potter y la cámara secreta (Chris Columbus, 2002)


Sean Connery dijo en una ocasión que le encantaría ver un Bond protagonizado por Daniel Day-Lewis y dirigido por Quentin Tarantino. Esto, hoy por hoy, parece impensable; en primer lugar porque Day-Lewis ha abandonado momentáneamente su carrera de actor para dedicarse a coser zapatos en Italia y en segundo porque Tarantino, enfant terrible de la industria, es incapaz de hacer cine de género, no porque no sepa, sino porque no le da la gana. Y pensarán ustedes: ¿qué tendrá que ver esta deliciosa utopía con las nuevas hazañas del niño mago? Pues nada más y nada menos que o se reinventa o caerá en el tedio de la agotada saga 007.

Lejos de innovar de algún modo, Columbus se ha adherido a la vertiente continuista para ofrecernos más de lo mismo: un colorido mosaico dotado de una exclusiva atmósfera con unos personajes cada vez más de la familia pero que sugiere una sensación de déjà vu.

No es reprochable el no haber sido un tanto más arriesgado, si con esta fórmula se consiguió hace solo un año la gallina de los huevos de oro (segunda película más taquillera de todos los tiempos), aunque eso no quiere decir que no nos acabe saturando.

El talentoso mago infantil Potter deja tras de sí una estela agridulce, ya que aún siendo más completa esta historia por desarrollo y desenlace (daba vergüenza ajena ver con qué precipitación se remachaba la anterior entrega), resulta también bastante más complicada e incapaz de abarcar todos los frentes que aborda.

Una vez superado el aparatoso, y por momentos brillante, planteamiento inicial, observamos un film confuso, henchido de subtramas y demasiado dependiente de la obra literaria, de la que bebe absolutamente.

Podían adoptarse dos posturas a la hora de afrontar el farragoso producto: intentar extraer la esencia dejando muchos detalles por el camino, o ser todo lo fiel posible (que es por lo que han optado) obviando también parte de las infinitas anécdotas, pero a la vez retorciendo de mala manera el metraje. Se tiende a esto segundo, en mi opinión, para no defraudar a los seguidores de la saga, que ya se cuentan por millones. "Pues esto no sale", "pues esto otro se lo han inventado"... Señoras y señores, nos encontramos ante dos medios totalmente distintos, no hace falta que la película sea una milimétrica transcripción del texto.

El objetivo es entretener y a ser posible hacer una buena película, pero de tan fiel que se intenta ser, de tanto ir el cántaro al fuente, el proyecto se hace latoso, pesado y se convierte en un ejercicio de maniqueísmo consistente en exponernos: “mirad cuanta tecnología tenemos, mirad qué cosas tan sofisticadas sabemos hacer...”, el cántaro se desparrama por el camino y nos quedamos con las ganas.

Llegados a este punto se plantea una duda: ¿es lícito hacer una película de ¡más de dos horas y media! para ganar potencial descriptivo si con ello no se defrauda a los potterófilos?

Aún así, quizá la mayor flaqueza la encontramos en el reparto, donde el principal protagonista no establece la empatía con el público que el resto de los niños prodigio. Es soso, aburridote y lo peor de todo, tiene una sonrisa muy muy fea.

Además, ¿a quién se le ocurrió dar un papel de rompecorazones a Kenneth Branagh?. Si lo pretendido era dar un poco de prestigio actoral británico, ¿no tenían suficiente con Maggie Smith, Richard Harris y Alan Rickman? Ya puestos, podían haber traído a Kate Winslet, Judi Dench, Emma Thompson y a toda la pesca.

Por lo menos nos queda la esperanza de que la próxima adaptación la realizará el mexicano Alfonso Cuarón, ahora que el cine de su país se ha puesto tan de moda.

Éste, que ya se reveló con la entretenida versión de Grandes esperanzas de Dickens y con la soberbia Y tu mamá también, posiblemente sea capaz de dar esa vuelta de tuerca que los amargados críticos tanto estamos esperando. Quién sabe, a lo mejor se desmarca cambiándole al inefable Harry la varita por un sombrero de mariachi.

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