11 nov 2006

Pequeña Miss Sunshine (Jonathan Dayton & Valerie Faris, 2006)


Hace más de cuarenta años un austriaco afincado en Estados Unidos, de nombre Billy Wilder, sentó las bases de la comedia amarga, la que hace saltar entre chiste y chiste una sonrisa que hiela la sangre. Desde entonces el cinismo de ese género se ha hecho presente cada vez más. El paso del tiempo no ha cambiado las cosas demasiado desde que el Dios de Fernando Trueba diera el pistoletazo de salida y ahora mismo no hay nada más moderno, si obviamos los montajes esquizofrénicos y los efectos especiales lisérgicos, que contar algo sin llegar a contarlo, dando un circunloquio sarcástico, pisando las plantas del decoro y de lo políticamente correcto y orinándose en toda la sociedad, pero sin que se note. Lo hacía bien Berlanga, lo hacen bien Wes Anderson, Todd Solondz y Sam Mendes y, desde que parieron Pequeña Miss Sunshine, también lo dominan los directores Jonathan Dayton y Valerie Faris. Es un ejercicio de maestros. Moderno como él sólo desde hace más de cuatro décadas. Igual de vigente que entonces y con una fecha de caducidad propia de los alimentos destinados a los refugios antiaéreos. La reflexión sobre las circunstancias propias de cada época es prescindible, pero la antropología perdura.

Pequeña Miss Sunshine es una road movie que no se avergüenza de serlo. De hecho, la acuciante velocidad con la que se tiene que llegar del punto A al punto B es una más de los protagonistas. Sin ella no se entiende que se descarte el atar ciertos asuntos que en otro momento habrían sido de relevancia capital (véase la desbandada en el hospital). Si la carretera es importante como metáfora de una huida hacia delante en la búsqueda del triunfo, no lo es menos la urgencia por conseguir el reconocimiento social, ambición perseguida por el cabeza de familia (Greg Kinnear) y por la hija pequeña (sorprendente Abigail Breslin). En una sociedad en la que no paramos de recibir mensajes que incitan a que seamos concursantes profesionales (Gran Hermano, Operación Triunfo, La casa de tu vida; en el plató o desde casa mandando cómodos y económicos mensajes de texto de a euro la pieza), hasta el último mono quiere sus quince minutos de gloria. Ya no vale con ser eficiente y feliz. Hay que ser el primero.

Thumbsucker y Magnolia se acercaron ya a esta particular parcela temática de los niños prodigio-escaparate, pero lo que diferencia a Pequeña Miss Sunshine es que no carga las tintas en el hecho de que los padres sean un elemento de presión hacia los explotados superdotados sino que es la pequeña de la casa la que insta con vehemencia a toda su deslabazada célula familiar, circunstancialmente acrecentada por la visita de su tío suicida, a que recorra una travesía desproporcionada para conseguir en forma de trofeo los galones que no se cuelga en su vida diaria.

Es precisamente la furgoneta que transporta a todos la que, con su destartalamiento, ofrece un espejo de los engranajes que hacen que se relacionen un heterogéneo grupo de personas como suelen siempre ser las familias. He ahí un punto de la finura evocativa de la que se han valido los realizadores para conseguir una comedia de calibre superior a la mayoría de sus coetáneas sin la necesidad de hacer soltar una sola carcajada. La risa va por dentro, camuflada en un sentimiento de desazón brutalmente representado por el loco de la familia, que no ve el momento en que poder quitarse de en medio, pero que a la postre es el único cabal de todos ellos.

Siendo difícil destacar una interpretación de un reparto sencillamente excepcional, Steve Carell brilla con luz propia en su hieratismo billmurrayano reivindicándose como un cómico de mil registros que nada tiene que envidiar ya a los consagrados Jim Carrey, Ben Stiller o Adam Sandler.

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