19 sept 2006

Los amigos del novio (Edward Burns, 2006)


Los amigos del novio, como casi todo lo que rueda Edward Burns, es sólida, se ve con media sonrisa y se recuerda con agrado. Obviando el autopsicoanálisis recurrente al que se siempre se somete este artista todoterreno en su faceta de realizador, la película se desenvuelve bien como comedia cínica que fija un ojo en la madurez y otro en las noches de farra, que siempre, tamizadas por el filtro de la condescendencia, se recuerdan un poco más divertidas de lo que en realidad fueron.

Paulie se va casar con Sue, embarazada de cinco meses, y una semana antes del enlace comienza a celebrar, junto con sus amigos de toda la vida, una despedida de soltero maratoniana que aglutina golf, baseball, borracheras y la reactivación del antiguo grupo de garaje que formaban en el instituto. Surgen las dudas y el consiguiente conflicto.

El vértigo existencial y la elección entre la sensatez impuesta o la que es fruto de un proceso electivo razonado son las taras que caracterizan a Paulie, quien no se revuelve sólo en la miseria porque, pasados los treinta, quien más y quien menos sostienen su vela. De esta forma, cada uno de los secundarios representa un paradigma de los distintos derroteros que puede seguir la vida una vez abandonado el hogar paterno, contemplándose incluso la posibilidad de no abandonarlo jamás.

Otra dosis de peterpanismo al modo de Clerks II, la película de la que hablábamos la semana pasada, protagonizada en esta ocasión por personas de carne y hueso. Seres falibles que se equivocan desde que se levantan y que luchan por llevar una vida lo más cercana posible a como la soñaron en la adolescencia. El reflejo de un presente inmediato, porque el futuro es ahora, donde los sueños han dejado de serlo y las certezas son el único pan de cada día, día a día.

Los amigos del novio están fenomenalmente construidos. Así, nos encontramos con el hermano emocionalmente disfuncional, con el inmaduro que no es capaz de olvidarse de su novia de toda la vida, con el que guarda secretos que queman por dentro huyendo hacia delante y con el más asentado de todos, encarnado de manera inusualmente sobria por el acelerado Matthew Lillard (Shaggy en Scooby Doo).

Paradójicamente, Burns se ha adjudicado a sí mismo el personaje menos lucido. Protagonista principal, sí, pero indeciso. Una piedra angular sosa sobre la que la acción se apoya para contar microhistorias de caracteres con más matices y mejores diálogos.

En su primera etapa, cuando triunfó en Sundance con la refrescante Los hermanos McMullen, se le colgó a este director la etiqueta de Woody Allen irlandés. No por su sentido del humor, más sobrio, ni por lo estrafalario de sus planteamientos, que suelen tender hacia el costumbrismo romántico y de familia arraigada, sino por su constante incidencia en el tema del catolicismo -Allen hace lo propio con el judaísmo- y de sus orígenes. Factores que hacen que su cine tenga una marca de la casa reconocible, pero que, si se suman a que siempre se reserva el papel protagonista y al permanente escenario neoyorquino, donde siempre rueda, hacen de su producción una amalgama homogénea donde es difícil diferenciar unas obras suyas de otras. Precisamente el mal, o el bien, del que adolecen el neurótico judío universal y, ya en el campo de la literatura, al Príncipe de Asturias Paul Auster.

Por citar un punto negro de esta cinta agridulce, que verán mejor los que se encuentren en los albores de la madurez y de la independencia, hay que señalar los sospechosos puntos en común que tiene esta historia con Beautiful girls, la obra cumbre del conformismo y la entrada por la puerta trasera a la edad adulta que filmó el malogrado y muy brillante Ted Demme.

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