Pinta mal el comienzo de la ópera prima de Vigalondo. No los planos norteños del supermercado en el que hace la compra Karra Elejalde, sino las primeras líneas de diálogo. Los actores quieren hablar como la gente de a pie, pero no les sale. En el minuto 10 es cuando el espectador informado condesciende con el espíritu del autor, con su vocación de serie B y con la intrincada y sugerente propuesta que plantea. El título, Los cronocrímenes, que parece más orientativo de lo que en realidad resulta, apela a una ciencia ficción que en realidad sólo es un pretexto para el desarrollo dramático que le interesa a Vigalondo.
Hay viajes en el tiempo facilitados, no por un Delorean con condensador de fluzo, sino por un habitáculo circular que encierra un inconcreto líquido blanco. Pero no por ello han de desesperarse. No analicen, por favor no analicen la verosimilitud del atrezzo, ni la mejorable actuación del realizador –conforma la pata más débil de la mesa que sustenta el cuarteto protagonista–, pringado también en labores de escritura y actuación. El escueto reparto favorece el análisis de la situación. Sirve para eliminar distracciones de la ecuación dramática, que en realidad es un ejercicio teórico de las medidas desesperadas que adoptan los hombres en las luchas contrarreloj con el destino.
Y al espectador no informado, al que no sepa que Vigalondo (nominado al Oscar al Mejor Cortometraje en 2004) hace oposiciones para convertirse en el nuevo fenómeno mediático de la cinematografía española, pedirle que espere, que las chapuzas, la falta de medios y el aparente descuido de una puesta en escena ligeramente antihigiénica, son los envoltorios de una película audaz, que amalgama estilos y géneros de una manera casi inusitada en la producción nacional.
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