Nadie habrá de extrañarse si en los próximos tiempos una de las imágenes más icónicas del cine de la primera década del todavía incipiente siglo XXI -a la altura de la espumosa falda de Marilyn; de Indy, valeroso, blandiendo su látigo o de los hinchados mofletes de Brando- resulta ser el capitán Jack Sparrow (Johnny Depp) corriendo con su peculiar estilo de comadreja, apoyándose sólo en las puntas de sus pies y agitando sus brazos arriba y abajo. Depp sostiene que caricaturiza a Keith Richards, yo opino que se parece más a Benny Hill.
Esta afirmación, hecha de manera nada peyorativa -desde la admiración que merece el camaleón más grande desde el primer Robert de Niro- tiene que ver, al menos tangencialmente, con lo que su personaje representa: el antihéroe cómico con reminiscencias del inspector Jacques Clouseau, del inmenso –como siempre- Bill Murray en El hombre que no sabía nada, del lacónico Mr. Bean o de Leslie Nielsen en cualquiera de sus gruesas comedias en las que salva al mundo como puede. Cobardes afortunados que hacen a la humanidad deudora de su infinita buena suerte. Bien es cierto que Sparrow no es tan inconsciente como los anteriormente citados y que suele buscarse las habichuelas, pero su fortuna a la hora de salvar el pellejo sólo resulta comparable a su egocentrismo, excesividad y egoísmo autoindulgente.
Si a uno de los personajes más celebrables, condecorables e hilarantes desde Peter Sellers le sumamos los ingredientes que hacían de La princesa prometida una de las historias más bellas jamás contadas –a saber: amor verdadero, intrigas, un malvado descorazonado, grandes monstruos y duelos a espada-, tenemos Piratas del Caribe. Esta es su secuela, un intento digno y requerido por la audiencia de exprimir la gallina de los huevos de oro. Mismos ingredientes y parecido resultado. No existe ya el factor sorpresa ni la caravana de emociones inesperadas de la primera parte, aunque sí un esforzado intento de consecución de rizo del rizo. Disney no ha escatimado en medios para mutar su sleeper de hace tres temporadas en la franquicia más lucrativa de la historia -pronóstico que por el momento lleva todas las de cumplirse- sin dar cuartel a batallas intergalácticas (con cuyo sexualmente confuso trío protagonista, R2D2 y C3PO encontramos aquí razonabilísimos parecidos), búsquedas de sortijas o matrices futuristas rodadas a ritmo de patada de grulla.
En esta ocasión el tono colorista de La maldición dela Perla Negra degenera en una atmósfera sempiternamente oscura y tramada de manera más confusa, aristada y preñada de cabos sueltos. Los cachorros de la manada, fascinados por la gama gestual de Depp, la gallardía del monorregistral Orlando Bloom y por la bella, acertada y ecléctica Keira Knightley se desconectarán de una narrativa vocacionalmente adulta, pensada para no aburrir a los mayores al modo de Pixar, pero nunca para caer en el aburrimiento, merced al poderío visual de las localizaciones, caracterizaciones de piratas mellados y tuertos y del más delirante duelo a espada que este cínico y uraño columnista recuerda.
Esta afirmación, hecha de manera nada peyorativa -desde la admiración que merece el camaleón más grande desde el primer Robert de Niro- tiene que ver, al menos tangencialmente, con lo que su personaje representa: el antihéroe cómico con reminiscencias del inspector Jacques Clouseau, del inmenso –como siempre- Bill Murray en El hombre que no sabía nada, del lacónico Mr. Bean o de Leslie Nielsen en cualquiera de sus gruesas comedias en las que salva al mundo como puede. Cobardes afortunados que hacen a la humanidad deudora de su infinita buena suerte. Bien es cierto que Sparrow no es tan inconsciente como los anteriormente citados y que suele buscarse las habichuelas, pero su fortuna a la hora de salvar el pellejo sólo resulta comparable a su egocentrismo, excesividad y egoísmo autoindulgente.
Si a uno de los personajes más celebrables, condecorables e hilarantes desde Peter Sellers le sumamos los ingredientes que hacían de La princesa prometida una de las historias más bellas jamás contadas –a saber: amor verdadero, intrigas, un malvado descorazonado, grandes monstruos y duelos a espada-, tenemos Piratas del Caribe. Esta es su secuela, un intento digno y requerido por la audiencia de exprimir la gallina de los huevos de oro. Mismos ingredientes y parecido resultado. No existe ya el factor sorpresa ni la caravana de emociones inesperadas de la primera parte, aunque sí un esforzado intento de consecución de rizo del rizo. Disney no ha escatimado en medios para mutar su sleeper de hace tres temporadas en la franquicia más lucrativa de la historia -pronóstico que por el momento lleva todas las de cumplirse- sin dar cuartel a batallas intergalácticas (con cuyo sexualmente confuso trío protagonista, R2D2 y C3PO encontramos aquí razonabilísimos parecidos), búsquedas de sortijas o matrices futuristas rodadas a ritmo de patada de grulla.
En esta ocasión el tono colorista de La maldición de
Apelaciones al niño que todos llevamos dentro, las mismas que antes que Verbinski hicieron para la Disney Robert Stevenson (Los hijos del capitán Grant, Mary Poppins), Ken Hughes (Chitti Chitti Bang Bang) o Kenn Annakin (Los robinsones de los mares del sur). Como Los goonies. Como el otro Robert (Louis) Stevenson, con su Isla del tesoro, como Harry Potter y como William Goldman.
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