21 ene 2007

Rocky Balboa (Sylvester Stallone, 2006)


Stallone sabe que, como quien se encuentra mayor y enfermo, debe, responsablemente redactar su testamento, concretar su legado. Han pasado diez años desde que la crítica alabara el giro de timón de su carrera interpretativa en Cop Land (James Mangold, 1997), pero los resultados nunca se vieron refrendados después. Películas destinadas a estrenarse directamente en videoclub son la tónica de proyectos en los que desde un tiempo a esta parte se viene embarcando el otrora glorioso Rambo.

El actor del gesto torcido, que también tiene en cartera el broche final de la saga del boina verde más recordado por todos, ha querido que su último canto de cisne cinematográfico fuera responsabilidad solamente suya y se ha resistido a delegar en ningún joven y modernillo realizador la claqueta del film. Con estos mimbres, Rocky Balboa resulta un proyecto tremendamente personal, controlado hasta el último detalle por el fornido italoamericano, que, recién cumplidos los 60, sigue propinando tollinas como cuando era un treintañero.

Rocky Balboa no es una película lastimosa ni da vergüenza ajena. Es el digno ejercicio de redención de un maltratado personaje al que las repetidas secuelas habían convertido en un héroe de segunda. En palabras de Stallone, la quinta parte, rodada hace 15 años, fue la más olvidable de la saga, a pesar de que fue la única junto a la primera (Oscar a la Mejor Película de 1977) dirigida por John G. Avildsen. Por ello, él, decidió correr con toda la responsabilidad, hecho que podía reportarle toda la gloria o todo el fango. A tenor de los resultados obtenidos en Estados Unidos, la gente estaba sedienta de Rocky, pues con una producción modesta de 24 millones de dólares (poca cosa en comparación con los grandes blockbusters actuales), ha recogido más del triple en las taquillas por el momento.

Las razones del éxito atienden fundamentalmente a que el discurso empleado no es totalmente descabellado y, pese a que confronta a la vieja gloria con el vigente campeón de los pesos pesados, el papel de Balboa no es el del fénix que renace de sus cenizas, sino el del siempre agradecido antihéroe que vuelve al ruedo para acabar con los fantasmas que le hacen vivir en el pasado.

Huyendo de la autocompasión, sin embargo, Stallone no evita totalmente la autoparodia porque es consciente de que un sexagenario calzando guantes es como mínimo esperpéntico, pero rodea el ridículo mostrando la vulnerabilidad de alguien que lo fue todo y que, consciente de que los buenos tiempos pasaron, quiere conseguir su última píldora de felicidad, su merecido tributo.

Lo único realmente cargante de la propuesta es mostrar a Rocky como a un santón que vive por encima del bien y del mal y que, con el paso de los años, ha adquirido una sabiduría de andar por casa que le convierte en poco menos que un maestro zen, lo que no es óbice para que en los pasajes donde Stallone pretende adornar sus diálogos con haikus se consigan los vértices dramáticos más logrados del metraje.

La escena del combate final tampoco tiene desperdicio y nos remite a la del Rocky del 76, el más mítico boxeador de ficción de cuantos, alguna vez, pisaron el ring.

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