Kevin Williamson creó en 1998 una ficción televisiva para Warner que se prolongaría durante 6 temporadas (1998-2003). Su protagonista era un joven freak apóstol de Spielberg que tenía pasmosa facilidad para relacionar cualquier trifulca de su vida cotidiana con argumentos cinematográficos. Vivía a través del cine, hecho que quedaba muy patente al comienzo de cada capítulo (durante las tres primeras temporadas), cuando él y su enamorada Joey (Katie Holmes; quien luego sería la aberrante esposa del cienciólogo Tom Cruise) desencriptaban las claves de clásicos presentes o pasados. Era algo así como vivir el amor relacionándolo con lo que otros habían verbalizado antes para dar lugar al efecto idéntico en el espectador de la serie.
Por ello era tan importante ser coetáneo de los actores cuando Dawson crece se programó -erráticamente- en TV. A lo largo de 6 años observamos cómo James Van der Beek, la Holmes y Joshua Jackson (el tercero en discordia) crecen madurando -Williamson no entiende un devenir de las estaciones sin que estas arrojen gran cantidad de enseñanzas trascendentes-. Ese es el pecado de Dawson, su ansia de grandeza, su poco maquillada ambición de ser un decálogo de consejos para poder ligarte a la vecina de al lado, o a la que vive en la otra punta de Madrid pero con la que tienes un vínculo emocional más profundo que el resto de las parejas que te rodean.
Con toda su pretenciosidad, Dawson crece es un producto profundamente emocionante. Los tortuosos caminos que llevan hasta el corazón de una mujer no son fáciles de escrutar y a veces necesitan un manual de instrucciones. La serie de hoy, de apariencia näif, saludable y simpática es uno de los buenos. Porque te ayuda a sentirte un poco menos solo. Porque entiendes que si los jóvenes y guapos JASP yanquis tienen desazón, cuánto más vamos a tenerla los latinos de curvas imperfectas.
Me gusta Dawson también porque años después de que se dejara de emitir y de dejar de ser una referencia apelativa obligada cada vez que algún camarada de la manada se ponía un pelín demasiado profundo, de vez en cuando te encuentras tomando unas ricas piñas coladas y vuelve a salir, y lo entiendes, y sonríes al recordar.
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