1 oct 2006

Vete de mí (Víctor García León, 2006)


Una de las sorpresas mejor recibidas en la 54ª edición del Festival de San Sebastián fue esta Vete de mí, segunda película de Víctor García León, hijo del realizador José Luis García Sánchez (La corte de Faraón) y de la cantante Rosa León. La cinta es un drama, cómico a veces pero descarnado y lleno de violencia implícita, en el que el atolladero surge cuando Guillermo (Juan Diego Botto), un crápula de 30 años, hace las maletas y cambia a mamá por papá Santiago (Juan Diego), crápula de 55, actor teatral de segunda fila que vive amancebado con una compañera de trabajo a la que aventaja en casi veinte años. Ni que decir tiene que el hijo pone patas arriba la mediocre, pero plácida, existencia de un padre que no ve la hora en que el periodo de cortesía se haga efectivo y el hijo con el que nunca conectó vuelva por donde había venido.

La historia se contempla muy agradablemente durante los primeros compases, donde la perplejidad y la falta de hospitalidad de Santiago hacen de él un protagonista despreciable aunque hilarante. Su personaje se siente víctima de una situación que considera injusta, pues se compara de igual a igual con su retoño, y cae en el desconcierto al comprobar que todos en su entorno no le aplican el mismo rasero que a Guillermo. No entiende cómo, si él ha atado los cabos para vivir una vida buena, no puede hacer lo propio su hijo, y le culpabiliza, no sin cierta razón, de ser un vago desnortado, pero asumiendo una actitud impropia de un buen padre.

En este tramo, rodado con cámara inquieta para subrayar la confrontación incómoda, el ritmo recuerda a la frescura con que García León se desmarcó en 2001 con su primer trabajo, Más pena que gloria, un reivindicable acercamiento a la pubertad desde una óptica nada romántica y cargada de cinismo agrio. No ocurre lo mismo en la segunda parte del metraje de Vete de mí, donde asistimos a un pronunciado cambio de roles moralizante donde Juan Diego Botto hace acopio de cierta madurez al percibir que su actitud desenfadada e irresponsable del inicio ha contagiado a su padre, celoso de su menos monótona vida sexual, y no al revés. El padre que se convierte en hijo y viceversa. El patetismo del cuadro es esperpéntico e improbable pero está salvado con el humor irreverente que firma de nuevo García León a cuatro manos con Jonás Trueba, hijo del oscarizado Fernando.

Es meritorio el hecho de que, si en su anterior colaboración consiguieron un acercamiento nada ñoño al universo de los institutos, esos crueles microclimas para los inadaptados, se acerquen ahora, con más gloria que pena, a una radiografía del estrato de edad que les abarca de lleno, el de los treintañeros que pasan las horas muertas jugando a las videoconsolas y retrasando el momento en que se escindan del cordón umbilical que les permite ser caricaturas contemporáneas de Peter Pan.

Cabe achacar a la obra un bajón en el ritmo a medida que Santiago gana peso específico en la narración y acudimos con ojos de voyeur a su descenso a los infiernos salpicado de amagos de infidelidad y de coqueteos con las drogas. Da la sensación de que es un tema al que los guionistas se han intentado acercar sin complejos, quedándoles grande la hazaña. Demasiada oscuridad y amargura la de este segmento, en una película que, de haber mantenido el nivel, podría haberse convertido en la comedia patria del año. Aún así, por lo convencional, por lo rabiosamente veraz de su puesta en escena, el final de esta tragedia casposa y cotidiana es de los que se recuerdan. Sobrio, sobrio. Real como la vida misma.

No hay comentarios: