Tras la tromenta a veces no llega la calma. Hay veces en la calma no llega nunca. Cuando a una madre la separan de su hijo, dicen, es como si le arrancaran un miembro. Si muere en dramáticas circunstancias, la vida, sencillamente, no puede seguir. Carrie-Anne Moss hace de madre en sus cuarentas (que por cierto lleva bien) que lidia, aunque parece que no, con el accidente que dos años atrás le robó a su hijo. Se vuelve obsesiva compulsiva y triste, muy triste. Y su familia no la entiende, y ella no les entiende a su vez.
Hay dos tramas más en las que nadie se entiende tampoco. Un profesor hedonista, casado frustrado, que ya no porta el ardor que le acercó a una alumna y le animó a casarse con ella. Tiene un hermano autista al que le cuesta ligar. Además del chico rebelde, siempre lo hay, que tiene una novia que rivaliza con su madrastra. Todo un pollo lleno de infinitas ramificaciones altmanianas que hacen buena la teoría de "los seis grados de separación". Todos estamos conectados. Suenan ecos de Crash.
El desarrollo de la historia, bien dirigida por el canadiense Carl Bessai, atrapa con su atmósfera opresiva. Los personajes, cada uno con su mochila a cuestas, tienen todos cierta dosis de interés. Entremezclar historias en ocasiones conduce a valles narrativos, por ello es meritorio el hecho de saber dosificar equiláteramente los estímulos dramáticos hasta la catarsis final, bien compuesta también. No hay soluciones ni redenciones innecesarias en una película (cuyo título, Normal, es un capricho), de incómoda reverberancia. Una que empieza en marcha y acaba en marcha.
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