Emir Kusturica se hace más asequible en esta Prométeme pero continúa con sus señas de identidad irrenunciables. El artista guitarrista, con una estructura similar a la fábula del chatarrero de Albert Plá, plantea el viaje iniciático del niño granjero Tsane. Su senil abuelo, alterado en el otoño de su vida por las hormonas, le pide como quien pide un huevo Kinder (a saber: algo nuevo, un juguete y un chocolate) que afronte la urbe, venda su vaca, se haga con un recuerdo y consiga esposa antes de volver a casa. El muchacho, que es obediente y un poco pardillo, acepta y se encamina.
A partir de ahí, todos los que se encuentra en su camino son enfermos sexuales, psicópatas o gilipollas sin más. No existe en todo el universo kusturítico (¿se dirá así?) nadie que se parezca remotamente a nuestra vecina del cuarto. Por eso no se puede ser estricto con él, que narra comics sobre gente extrema a la que le rebotan las balas y a la que los tiestazos en la cabeza les sientan bien.
Si se es capaz de aguantar, con voluntad espartana, las dos horas largas de subtítulos que desencriptan el desconocido idioma serbio y un folklore muy ajeno a la cultura eurooccidental, uno es capaz de encontrar oro entre los escombros, como ese italiano volador que ameniza todos los clímax o ese proyecto de novia más bella y encantadora que cualquier chica Bond. Kusturica, más frenético que de costumbre, ha parido una pieza tan contracorriente como aburrida y tan divertida como luminosa. ¿Me contradigo? No, es que es larguísima.
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