13 ago 2008

LOS SUPERHÉROES: Capítulo X: El primer Batman (Del bizarrismo al patetismo)


El Batman de Tim Burton, y su secuela con Pfeiffer y De Vito, fue una cumbre del género hasta 2005. La idea de enmarcar al más oscuro personaje de cuantos había dado el cómic en un ambiente opresivo y negrísimo, como fue el Gotham que inventaron el fotógrafo Roger Pratt y el director de arte Les Tomkins, fue un acierto tal que hizo que la película fuera vista sin recelo por una amplia mayoría de los públicos.

El increíble rendimiento que obtuvo la revisión del personaje de Bob Kane (que había conocido una versión televisiva en los 60 tan acartonada como entrañable —la de las onomatopeyas impresas en la pantalla, sí—) hizo de Jack Nicholson el actor mejor pagado de todos los tiempos (hasta entonces) por el porcentaje de taquilla que se reservó. Más tarde tomarían nota los Toms (Cruise y Hanks; que se dieron cuenta de que esa forma de cobro era la más efectiva para comprarse una casa en la playa). El éxito de audiencia y de crítica valió a Michael Keaton su papel más reconocido; a Kim Basinger, un registro menos carnal de los que acostumbraba; y a Jack, su mayor icono dentro de una carrera llena de iconos. También Burton empezó a ser Burton. Hasta entonces había sido sólo el raro ése de Bitelchús y Pee Wee. Eran tiempos en los que Ed Wood era, acaso, una nebulosa.

En la primera frase de este penúltimo artículo, rampa inmediata para el fascículo final, verdadera razón de ser de esta lúdica y tendenciosa colección, me refería a 2005 como punto de inflexión, porque entonces todo cambió. Se ha hablado mucho en estos días, en esta web y en otras, de la madurez que imprimió X-Men, de la maestría de Spiderman 2, de la inocencia pura y cristalina del Superman de Donner, del intento de evolución artística de Ang Lee y su aburrídismo primer Hulk y de la frescura desacomplejada de Iron Man; pero el verdadero salto hacia la estratosfera cinematográfica comenzó a mediados de la década de los 10 con la segunda serie de Batman, la del nuevo y mejorado Spielberg, ese Chris Nolan de moda. Sin embargo, no me voy a adelantar, no voy a saltarme su semilla, la que le permitió coger lo bueno y descartar lo caduco. No podemos obviar a Burton porque en él hay mucha tela que cortar.

El de 1989 fue el año del murciélago. Warner reunió a un reparto brutal para conformar una digna alternativa a la derrotada y extinta saga del Hombre de Acero. Superman estaba más muerto que la muerte. Era un tipo feliz en tiempos convulsos. La derrota vende. El psicoanálisis vende y los demonios eran más atractivos que un chico Zumosol vestido de vivos colores. El héroe multimillonario y moralmente ambiguo es uno de los más sabrosos de cuantos aquí se han recontado, precisamente debido a su escasa naturaleza de superhéroe. Nada, aparte del atrezo, le separa de justicieros de medio pelo como Chuck Norris, Charles Bronson o Steven Seagal. Los malos son malos por contraposición con los buenos. Pero él, al margen del contrato social, imparte sus propias normas y transgrede y confunde. Treinta años después de Kane, Stan Lee copiaría la idea para Marvel. Con un maniqueo discurso por bandera, repetiría la referencia a los murciélagos a su modo daredeviliano. "La justicia es ciega" argumentaban también al otro lado de la acera.

Lo cierto es que Batman, pese a sus méritos incontables (no precisamente a nivel de guión, pero sí de puesta en escena y de creación de microuniverso), fue mejor en el momento de su estreno que revisitada. El tiempo, como a Verano azul, la ha tratado mal. Y no estéticamente; su planteamiento vodevilesco no casa con la madurez cercana al thriller que satisface hoy en día a la mayoría de targets de pago. Con todo y con eso, dentro de la primera saga, la que analizamos hoy, no podemos ser igual de duros con todo el conjunto, porque existe una división simétrica entre lo original, y casi genial (pese a las muchas trabas de crítico amargadete que os he reseñado) y el esperpento más miserable. Me subtitulo:

El bueno de Burton hizo del bizarrismo creativo una de las bellas artes. Excesivo como siempre, epidérmico como casi siempre, y comercial como casi nunca, dio un puntapié en la puerta de quienes no le consideraban todavía autor. Puede que sea complicado de digerir el que partiendo de un material en apariencia tan ajeno le encumbre como tal, pero, si se fijan, la soledad, el gusto por lo lúgubre y el esperpento se encontraban muy presentes. Como si 'Bitelchús' se hubiera enfundado una capa negra y unas orejas de goma muy tiesas. El héroe es intenso, pero su antagonista, no. No existen dos actores entre los que medie más distancia que Keaton y Nicholson. Fue un gran acierto de casting que originó un equilibrio perfecto y que se prolongó en la segunda entrega, más espectacular, más densa y más enrevesada argumentalmente. Las referencias a la infancia del Pingüino (muy cercanas al espíritu de Pesadilla antes de Navidad) hablan de ensoñaciones, de películas dentro de películas —esto es, metacine—... dosis de profundidad en arte de usar y tirar. Fue un gran despliegue que cosechó un merecido éxito.

Pero luego vino el armaggedon. Estoy seguro que hasta el más cabecita loca de mis lectores hubiera elegido a un mejor sucesor para el genio del pelo crespo que el arrabalero Joel Schumacher. O quizá el director de Línea mortal enloqueció con el encargo del mismo modo que pasaba con su Enigma (personaje de Jim Carrey en Batman ForeverBatman III, para quienes quieran llevar la cuenta—). Quedó demostrado que su visión del superhéroe era más lúdica que la de Burton y eso chocó a la audiencia, que donde antes había visto negro ahora veía flúor. Val Kilmer intentó estar a la altura cariacontecida de Keaton y ni eso salió bien. Lo maldito, misterioso y triste de Bruce Wayne quedaba anulado en el momento de buscarle compañero de aventuras. De alguna manera Robin (Chris O'Donnell) anulaba el encanto de Batman por saturación. No cabía. Carrey, Tommy Lee Jones y la Kidman se añadían a la ecuación como valores seguros y acabaron restando. Por allí también campaba la muy joven Drew Barrymore (aunque no tanto como en E.T.). Qué fiesta tan rara. Suspenso para Schumacher.

Pero los de Warner, que deben de ser como el profesor enrollado del colegio que siempre da una segunda oportunidad (los desconfiados pueden argumentarme que la película, a mi pesar, fue un éxito bestial), confiaron de nuevo en él como no hicieron con Kilmer. Por aquel entonces George Clooney no sólo era guapo como ahora, también era mucho más joven y emergente. Se frotaban las manos. Pero tal fue su megalomanía, tan se les fue la olla, que decidieron multiplicar por mil millones la saturación escénica y colórica de Batman Forever con la nueva Batman y Robin. Para que se hagan una idea de lo poco que pintaba Clooney en el asunto, Schwarzenegger fue contratado para darle la réplica villana cobrando 25 millones de dólares —el sueldo más alto de siempre— por apenas 12 minutos en pantalla. Hacía de Mr. Frío y su papel resultaba tan absurdo como su nombre. No menos ridícula estuvo Uma Thurman, que, remakeando el papel de Catwoman pero en versión plantígrada, paseaba palmito en una apología del dragqueenismo. No me entiendan mal, apoyo cualquier manifestación pública de carácter político religioso o sexual, pero es que el escenario de partida era el Batman de Burton, oséase las antípodas. El público, que puede ser indolente pero no imbécil, montó en cólera. Habían dado su mano y les arrancaron el brazo. Schumacher fracasó y a partir de ahí se consagró a una especie de movimiento Dogma a la americana (Tigerland). Una vez escupió su última dosis letal de patetismo, se volvió trascendental. Pero menudos marrones nos dejó. Enterró una saga que prometía como ninguna y que tardó ocho años en levantar cabeza.

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