¿El 'guay' nace o se hace? ¿Los méritos del ganador los desvela él mismo o tienen que encontrárselos los demás? Una joven francamente atractiva me dijo en cierta —y trasnochada— ocasión que detestaba a los 'guays'. La razón que esgrimió fue que "pretenden que te líes con ellos porque se creen iguales a ti". Prescindiendo de prosaicos intercambios de fluidos de fin de semana, el corazón de una mujer es un regalo precioso; ella tenía razón. Al revés debería pasar igual, pero, a causa de la asignación de roles mediterránea, le suele tocar al macho español empuñar las correas del corcel mientras que la dama deja manar su larga melena rubia al viento, aunque Aído luche con vehemencia contra esta imagen.
Qué difícil, entonces, incluso para los que lo tienen 'fácil'. Los panolis, los vírgenes a los 40 y los halitósicos, no digamos. Es en ellos en quienes se fija Cobeaga, y, para llevar a cabo su empresa, se mete él mismo en el saco encuadrando explícitamente su historia de perdedores en Bilbao (cuando te ríes de ti mismo evitas que te acusen de ser un despiadado cabrón). Apelando a sus referentes confesos (Wilder, Apatow, Payne o García León), desata la risa que nace en la incomodidad y la vergüenza ajena. Seduce a nuestro yo cruel con bromas privadas que le gustan a él pero que es capaz de universalizar gracias a lo solvente de su "reparto soñado". Un reparto al que ha maltratado bastante, porque no encontramos ni pizca de amor por ninguno de sus personajes.
Cobeaga, en su ajustado (higiénica puesta en escena y apenas 80 minutos, bendito) y lúcido debut, se desmarca como el documentalista romántico urbano definitivo que esta década todavía no había encontrado en nuestro país.
Valoración: 8,5/10
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