El secreto es provocar. Nada le interesa más a Chuck Palahniuk. No es pose ni afán de ‘malditismo’. Lo entiende como una técnica comercial. Los momentos más trágicos o turbulentos de la vida de una persona son los que dejan en el acervo colectivo las fragancias más duraderas. De la misma manera que el anónimo protagonista de ‘El club de la lucha’ nunca olvidará la quemadura química que Tyler Durden le propina en el dorso de su mano derecha esparciendo sobre la marca de su beso húmedo hipoclorito en polvo, las palabras del escritor buscan quedarse con nosotros. Y no son palabras sofisticadas, de hecho es muy probable que, si albergáramos su genio sádico, nos bastáramos con el inglés con mil palabras de cualquiera de esas omnipresentes publicidades radiofónicas para escupir un bestseller tras de otro. Como él.
Su tradición minimalista cultivada a principios de los 90 en la escuela del gurú Tom Spambauer es sencilla: Párrafo-párrafo-párrafo-estribillo-leyenda urbana referida al Hollywood dorado-párrafo-estribillo. Ejemplo fehaciente de ello es ‘Snuff’ (Mondadori), última de sus novelas publicadas hasta la fecha en España y ambientada en la antesala de un rodaje porno en el que la protagonista, una actriz histórica del género, pretende retirarse llevando a cabo 600 coitos consecutivos con otros tantos actores, entre ellos su ex amante y su supuesto hijo.
En su visita a Madrid se muestra algo estático. Sus modales son los de un niño superdotado que ha sido privado de su juguete favorito (acaso su ordenador) hasta que no atienda a los invitados. Casi resulta violento arrancarle frases en formato oral al lacónico autor de ‘Nana’, ‘Diario: Una novela’ o ‘Rant’, pues, peinado a raya, uniformado con camisa rosa, pantalón de pinzas beige y zapatos de cordones, y sentado en el sofá con su hipermusculado tronco inclinado hacia delante, a veces le lleva casi 20 segundos de sonrisa ‘lynchiana’ emprender la respuesta exacta. La primera regla de una entrevista con Chuck Palahniuk es no urgirle. La tercera es estar preparado para que cualquier cosa ocurra.
Usted era mecánico de camiones antes de dedicarse a la literatura. Todo un protagonista del sueño americano…
Creo que sí.
Su formación es de periodista, muchos de los cuales tienen aspiraciones literarias, aunque no todos llegan, y menos, dando tanto rodeo…
De niños somos aleccionados con una hoja de ruta que nos indica cómo ser exitosos y en mi casa eso pasaba por ir a la universidad y conseguir una licenciatura, pero tras ello, mi familia no me dio claves para seguir, por lo que me quedé sin referencias. Me esforcé en todo lo que hice siempre, pero la hoja de ruta estaba en blanco, por lo que busqué el mejor trabajo que podía obtener, que fue como mecánico. Pasado un tiempo, intenté recordar lo que quería hacer cuando era pequeño y reparé en que con 10 años lo que más me ilusionaba era ser escritor. Tuve que olvidar todo lo vivido y volver a la raíz para encontrar mi verdadera vocación.
Recordando ‘El club de la lucha’, su protagonista Tyler Durden fue elegido por la revista Empire como el mejor personaje cinematográfico de toda la historia. ¿Cree que va a escribir alguno más perfecto?
(Sonriendo) Sí. (Pausa) Es fácil.
Alguien me dijo que usted se esforzó mucho en el gimnasio para parecerse a Durden…
Eso no es del todo preciso. Ya me parecía al personaje antes de escribirlo, pero eso fue cuando era más joven, con 31, hace 15 años.
Se ha escrito mucha rumorología con respecto a su vida privada y usted también contribuye a crear leyendas urbanas mediante la utilización de ‘factoides’ en sus textos. ¿Es víctima de su propia ambigüedad?
Lo de querer imitar a mi personaje no es una mentira en el sentido estricto, pero la gente hace asunciones, proyecciones que no son intencionadamente mentira, pero que están equivocadas. Una mentira tiene que ser maliciosa, lo otro es sólo un error.
A lo largo de toda su carrera, junto con la creación de imágenes desgarradas, el desarrollo de personajes siempre ha sido una de sus cualidades más destacadas, y muchas veces más interesante que la trama en sí. ¿La historia es un Macguffin para usted?
Yo no veo diferencias realmente. La gente suele hacer distinción entre personajes y trama, pero mi trama siempre está basada en las acciones de los personajes. Ellos hacen elecciones y toman decisiones, y eso es lo que es la narración, por lo que no puedo establecer esa división en mi mente.
Su estilo narrativo, de aparente simpleza, encierra un pulso interior basado unas repeticiones raramente poéticas y en un ritmo machacón. ¿Cree que la gente lo valora?
Creo que la primera vez que la gente me lee, atiende sólo a la historia, a ver qué pasa luego, y es sólo en una segunda o tercera relectura cuando empiezan a entender lo que hago: la repetición de sonidos específicos o la redundancia de frases para crear una atmósfera a lo largo del libro como estribillos en una canción. Mi objetivo es recordar constantemente escenas pasadas para que el relato beba de lo anterior y esto esté siempre presente. Así, al final del libro hay una sensación de acumulación más que de una secuencia lineal de elementos.
Usted imparte talleres de escritura en internet. ¿La razón es un carácter solidario similar al que albergaba cuando hacía de voluntario en hospitales?
La explicación es que las cosas más efectivas que he aprendido son las que me ha dicho la gente. Hay trucos que me ha costado muchos años aprender y que los programas no enseñan, con lo que alertar sobre ello a los jóvenes escritores no cuesta nada y les allana mucho el camino. Además, esta práctica me mantiene despierto acerca de cómo escribo porque me obliga a mirar de manera muy cercana mi técnica. Exponerme me reta a crear nuevos caminos como el mago que explica sus trucos y tiene que encontrar otros distintos.
Las relaciones románticas que baraja casi siempre están truncadas o son disfuncionales. ¿Alguna vez se va a sentir lo suficientemente optimista como para escribir un final feliz?
Todas mis novelas acaban con finales románticos. Ninguna acaba con rupturas.
Me refiero a romance en el sentido de comedia romántica universal.
Es cierto que no me ciño a esquemas tradicionales pero es que creo que los jóvenes están muy cansados de ellos. Si les enseñas un final romántico ligeramente oscuro o diferente sirve mejor.
Un amigo me dijo en una ocasión que la escena de la masturbación en la piscina que usted narra en ‘Fantasmas’ es lo más desagradable que había leído en su vida. ¿Se lo toma como un halago?
(Dando un respingo y sonriendo satisfecho) ¡Lo leyó! Y lo recuerda. Eso es lo que importa. En un mundo con tanta competencia en el terreno de las películas, la música o los videojuegos, creo que simplemente fue casualidad que leyera la historia. El solo el hecho de que la leyera es un gran halago. Que lo recuerde, aún más.
Mucha gente se ha desmayado en sus lecturas públicas. ¿Se tiene por un provocador?
Depende, porque cuando leo una historia en mi círculo, ninguno de mis amigos se desmaya. Se ríen y les choca, pero, fuera de ellos, no tengo la menor idea de cómo va a recibir la gente la historia. No sé si voy a escandalizar, pero sí puedo decirle que trato de ser efectivo escribiendo historias fuertes.
Las imágenes de las que se vale son aterradoras y difícilmente autobiográficas. ¿De dónde se nutre?
La naturaleza de las historias que he contado no me hace quedar bien y creo que la gente está cómoda con historias que me humillan personalmente más que si humillara al prójimo. Por ello, mi actitud les atrae por simpatía hasta contarme cosas suyas que no sabría de otra manera, y, de ese modo, acumulo. Además, todo el mundo tiene amigos, la cadena se alarga y puedo acceder a material más y más extremo.
Por el tono de sus historias le han acusado de misógino. ¿Cree que justificadamente?
Las peores cosas de mi ficción les ocurren el 100% de las veces pasa a personajes masculinos. Es chocante poder torturar, humillar y abusar de mis personajes masculinos, pero que, si se me ocurre decir algo de la madre de uno de ellos, me ataquen frontalmente. Yo lo siento por las mujeres, porque mis personajes femeninos tienen que ser tratados de una manera mucho más cuidadosa y eso los limita.
Las sensaciones que usted evoca al leerle tienen que ver con suciedad, sarro, mal olor, uñas arrancadas y putrefacción. Sin embargo, como se puede apreciar, usted más pulcro no puede ser. Explíqueme la paradoja, por favor.
[“¿Puedo hacer algo que quizá me meta en problemas?”, pregunta con cara juguetona a su agente de prensa. Al recibir incondicional respuesta afirmativa, Palahniuk tira por los aires el vaso de cristal que lleva en la mano sin dejar de mirarme. Éste choca y retumba contra el parqué sin romperse. Y comienza a hablar:] Me has mirado, has puesto atención. Porque somos animales miramos el movimiento y también nos fijamos en las cosas que huelen, para las que tengo una ventaja cuando escribo sobre los que ruedan cine, que no lo pueden transmitir. Me gustaría que el vaso se hubiera roto porque lo habrías recordado mejor.
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